Jarales estadizo de julio; viento amarrado a cada peciolo manco del mundo grano que en él gravita. Lujuria muerta sobre lomas onfalóideas de la sierra estival. Espera. No ha de ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño! Por allí mi caballo avanzaba. A los once años de ausencia, acercábame por fin ese día a Santiago, mi aldea natal. El pobre irracional avanzaba, y yo, desde lo más entero de mi ser hasta mis dedos trabajados, pasando quizá por las mismas riendas asidas, por las orejas atentas de cuadrúpedo y volviendo por el golpeteo de los cascos que fingían danzar en el mismo sitio, en misterioso escarceo tanteador de la ruta y lo desconocido, lloraba por mi madre que muerta dos años antes, ya no habría de aguardar ahora el retorno del hijo descarriado y andariego. La comarca toda, el tiempo bueno, el color de cosechas de la tarde de limón, y también alguna masada que por aquí reconocía mi alma, todo comenzaba a agitarme en nostálgicos éxtasis filiales, y casi podían ajárseme los