I
Érase que se era y el mal que se vaya y el bien se nos venga, que allá por los primeros años del pasado siglo existía, en pleno portal de Escribanos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes del Perú, un cartulario de antiparras cabalgadas sobre nariz ciceroniana, pluma de ganso u otra ave de rapiña, tintero de cuerno, gregüescos de paño azul a media pierna, jubón de tiritaña y capa española de color parecido a Dios en lo incomprensible, y que le había llegado por legítima herencia pasando de padres a hijos durante tres generaciones.
Conocíale el pueblo por
tocayo del buen ladrón a quien Don Jesucristo dio pasaporte para entrar en la
gloria; pues nombrábase D. Dimas de la Tijereta, escribano de número de la Real
Audiencia y hombre que, a fuerza de dar fe, se había quedado sin pizca de fe,
porque en el oficio gastó en breve la poca que trajo al mundo. Decíase de él
que tenía más trastienda que un bodegón, más camándulas que el rosario de
Jerusalén que cargaba al cuello, y más doblas de a ocho, fruto de sus triquiñuelas,
embustes y trocatintas, que las que cabían en el último galeón que zarpó para
Cádiz y de que daba cuenta la Gaceta. Acaso fue por él por quien dijo un caquiversista
lo de
«Un
escribano y un gato
en
un pozo se cayeron,
como
los dos tenían uñas
por
la pared se subieron».
Fama es que a tal punto
habíanse apoderado del escribano los tres enemigos del alma, que la suya estaba
tal de zurcidos y remiendos que no la reconociera su Divina Majestad, con ser
quien es y con haberla creado. Y tengo para mis adentros que si le hubiera venido
en antojo al Ser Supremo llamarla a juicio, habría exclamado con sorpresa:
«Dimas, ¿qué has hecho del alma que te di?». Ello es que el escribano, en punto
a picardías era la flor y nata de la gente del oficio, y que si no tenía el
malo por donde desecharlo, tampoco el ángel de la guarda hallaría asidero a su
espíritu para transportarlo al cielo cuando le llegara el lance de las
postrimerías.
Cuentan de su merced que
siendo mayordomo del gremio, en una fiesta costeada por los escribanos, a la
mitad del sermón acertó a caer un gato desde la cornisa del templo, lo que
perturbó al predicador y arremolinó al auditorio. Pero D. Dimas restableció al
punto la tranquilidad, gritando: «No hay motivo para barullo, caballeros. Adviertan
que el que ha caído es un cofrade de esta ilustre congregación, que ciertamente
ha delinquido en venir un poco tarde a la fiesta. Siga ahora su reverencia con
el sermón».
Todos los gremios tienen
por patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio o profesión;
pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano, pues
si lo fue o no lo fue San Aproniano está todavía en veremos y proveeremos. Los
pobrecitos no tienen en el cielo camarada que por ellos interceda.
Mala pascua me dé Dios, y
sea la primera que viniere, o déme longevidad de elefante con salud de enfermo,
si en el retrato, así físico como moral, de Tijereta, he tenido voluntad de
jabonar la paciencia a miembro viviente de la respetable cofradía del ante mí y
el certifico. Y hago esta salvedad digna de un lego confitado, no tanto en
descargo de mis culpas, que no son pocas, y de mi conciencia de narrador, que
no es grano de anís, cuanto porque esa es gente de mucha enjundia con la que ni
me tiro ni me pago, ni le debo ni le cobro. Y basta de dibujos y requilorios, y
andar andillo, y siga la zambra, que si Dios es servido, y el tiempo y las
aguas me favorecen, y esta conseja cae en gracia, cuentos he de enjaretar a
porrillo y sin más intervención de cartulario. Ande la rueda y coz con ella.
II
No sé quién sostuvo que
las mujeres eran la perdición del género humano, en lo cual, mía la cuenta si
no dijo una bellaquería gorda como el puño. Siglos y siglos hace que a la pobre
Eva le estamos echando en cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la
consabida manzana, como si no hubiera estado en manos de Adán, que era a la
postre un pobrete educado muy a la pata la llana, devolver el recurso por improcedente;
y eso que, en Dios y en mi ánima, declaro que la golosina era tentadora para
quien siente rebullirse una alma en su almario. ¡Bonita disculpa la de su
merced el padre Adán! En nuestros días la disculpa no lo salvaba de ir a
presidio, magüer barrunto que para prisión basta y sobra con la vida asaz
trabajosa y aporreada que algunos arrastramos en este valle de lágrimas y
pellejerías. Aceptemos también los hombres nuestra parte de responsabilidad en
una tentación que tan buenos ratos proporciona, y no hagamos cargar con todo el
mochuelo al bello sexo.
¡Arriba,
piernas,
arriba,
zancas!
En
este mundo
todas
son trampas.
No faltará quien piense
que esta digresión no viene a cuento. ¡Pero vaya si viene! Como que me sirve
nada menos que para informar al lector de que Tijereta dio a la vejez, época en
que hombres y mujeres huelen, no a patchoulí, sino a cera de bien morir, en la
peor tontuna en que puede dar un viejo. Se enamoró hasta la coronilla de Visitación,
gentil muchacha de veinte primaveras, con un palmito y un donaire y un aquel
capaces de tentar al mismísimo general de los padres beletmitas, una cintura pulida
y remonona de esas de mírame y no me toques, labios colorados como guindas, dientes
como almendrucos, ojos como dos luceros y más matadores que espada y basto.
¡Cuando yo digo que la moza era un pimpollo a carta cabal!
No embargante que el
escribano era un abejorro recatado de bolsillo y tan pegado al oro de su arca
como un ministro a la poltrona, y que en punto a dar no daba ni las buenas
noches, se propuso domeñar a la chica a fuerza de agasajos; y ora la enviaba unas
arracadas de diamantes con perlas como garbanzos, ora trajes de rico terciopelo
de Flandes, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero mientras
más derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que la moza hiciese con
él una obra de caridad, y esta resistencia traíalo al retortero.
Visitación vivía en amor
y compaña con una tía, vieja como el pecado de gula, a quien años más tarde
encorozó la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear las
calles en bestia de albarda, con chilladores delante y zurradores detrás. La
maldita zurcidora de voluntades no creía, como Sancho, que era mejor sobrina
mal casada que bien abarraganada; y endoctrinando pícaramente con sus tercerías
a la muchacha, resultó un día que el pernil dejó de estarse en el garabato por culpa
y travesura de un pícaro gato. Desde entonces si la tía fue el anzuelo, la
sobrina, mujer completa ya según las ordenanzas de birlibirloque, se convirtió
en cebo para pescar maravedises a más de dos y más de tres acaudalados hidalgos
de esta tierra.
El escribano llegaba
todas las noches a casa de Visitación, y después de notificarla un saludo,
pasaba a exponerla el alegato de bien probado de su amor. Ella le oía cortándose
las uñas, recordando a algún boquirrubio que la echó flores y piropos al salir
de la misa de la parroquia, diciendo para su sayo: «Babazorro, arrópate que
sudas, y límpiate que estás de huevo», o canturriando:
«No
pierdas en mí balas,
carabinero,
porque
yo soy paloma
de
mucho vuelo.
Si
quieres que te quiera
me
has de dar antes
aretes
y sortijas,
blondas
y guantes».
Y así atendía a los
requiebros y carantoña de Tijereta, como la piedra berroqueña a los chirridos del cristal que en ella se
rompe. Y así pasaron meses hasta seis, aceptando Visitación los alboroques,
pero sin darse a partido ni revelar intención de cubrir la libranza, porque la
muy taimada conocía a fondo la influencia de sus hechizos sobre el corazón del
cartulario. Pero ya la encontraremos caminito de Santiago, donde tanto resbala
la coja como la sana.
III
Una noche en que Tijereta
quiso levantar el gallo a Visitación, o, lo que es lo mismo, meterse a bravo,
ordenole ella que pusiese pies en pared, porque estaba cansada de tener ante los
ojos la estampa de la herejía, que a ella y no a otra se asemejaba D. Dimas.
Mal pergeñado salió éste, y lo negro de su desventura no era para menos, de
casa de la muchacha; y andando, andando, y perdido en sus cavilaciones, se
encontró, a obra de las doce, al pie del cerrito de las Ramas. Un vientecillo
retozón, de esos que andan preñados de romadizos, refrescó un poco su cabeza, y
exclamó:
-Para mi santiguada que
es trajín el que llevo con esa fregona que la da de honesta y marisabidilla,
cuando yo me sé de ella milagros de más calibre que los que reza el
Flos-Sanctorum. ¡Venga un diablo cualquiera y llévese mi almilla en cambio del amor
de esa caprichosa criatura!
Satanás, que desde los
antros más profundos del infierno había escuchado las palabras del plumario,
tocó la campanilla, y al reclamo se presentó el diablo Lilit. Por si mis
lectores no conocen a este personaje, han de saberse que los demonógrafos, que andan
a vueltas y tornas con las Clavículas de Salomón, libros que leen al resplandor
de un carbunclo, afirman que Lilit, diablo de bonita estampa, muy zalamero y
decidor, es el correvedile de Su Majestad Infernal.
-Ve, Lilit, al cerro de
las Ramas y extiende un contrato con un hombre que allí encontrarás, y que
abriga tanto desprecio por su alma que la llama almilla. Concédele cuanto te
pida y no te andes con regateos, que ya sabes que no soy tacaño tratándose de
una presa.
Yo, pobre y mal traído
narrador de cuentos, no he podido alcanzar pormenores acerca de la entrevista
entre Lilit y D. Dimas, porque no hubo taquígrafo a mano que se encargase de
copiarla sin perder punto ni coma. ¡Y es lástima, por mi fe! Pero baste saber
que Lilit, al regresar al infierno, le entregó a Satanás un pergamino que,
fórmula más o menos, decía lo siguiente:
«Conste que yo, don Dimas
de la Tijereta, cedo mi almilla al rey de los abismos en cambio del amor y
posesión de una mujer. Ítem, me obligo a satisfacer la deuda de la fecha en
tres años». Y aquí seguían las firmas de las altas partes contratantes y el sello
del demonio.
Al entrar el escribano en
su tugurio, salió a abrirle la puerta nada menos que Visitación, la desdeñosa y
remilgada Visitación, que ebria de amor se arrojó en los brazos de Tijereta.
Cual es la campana, tal la badajada.
Lilit había encendido en
el corazón de la pobre muchacha el fuego de Lais, y en sus sentidos la
desvergonzada lubricidad de Mesalina. Doblemos esta hoja, que de suyo es
peligroso extenderse en pormenores que pueden tentar al prójimo labrando su condenación
eterna, sin que le valgan la bula de Meco ni las de composición.
IV
Como no hay plazo que no
se cumpla ni deuda que no se pague, pasaron, día por día, tres años como tres
berenjenas, y llegó el día en que Tijereta tuviese que hacer honor a su firma.
Arrastrado por una fuerza superior y sin darse cuenta de ello, se encontró en
un verbo transportado al cerro de las Ramas, que hasta en eso fue el diablo puntilloso
y quiso ser pagado en el mismo sitio y hora en que se extendió el contrato.
Al encararse con Lilit,
el escribano empezó a desnudarse con mucha flema, pero el diablo le dijo:
-No se tome vuesa merced
ese trabajo, que maldito el peso que aumentará a la carga la tela del traje. Yo
tengo fuerzas para llevarme a usarced vestido y calzado.
-Pues sin desnudarme, no
caigo en el cómo sea posible pagar mi deuda.
-Haga usarced lo que le
plazca, ya que todavía le queda un minuto de libertad.
El escribano siguió en la
operación hasta sacarse la almilla o jubón interior, y pasándola a Lilit le
dijo:
-Deuda pagada y venga mi
documento.
Lilit se echó a reír con
todas las ganas de que es capaz un diablo alegre y truhán.
-Y ¿qué quiere usarced
que haga con esta prenda?
-¡Toma! Esa prenda se
llama almilla, y eso es lo que yo he vendido y a lo que estoy obligado. Carta
canta. Repase usarced, señor diabolín, el contrato, y si tiene conciencia se
dará por bien pagado. ¡Como que esa almilla me costó una onza, como un ojo de
buey, en la tienda de Pacheco!
-Yo no entiendo de
tracamandanas, señor D. Dimas. Véngase conmigo y guarde sus palabras en el
pecho para cuando esté delante de mi amo.
Y en esto expiró el
minuto, y Lilit se echó al hombro a Tijereta, colándose con él de rondón en el
infierno. Por el camino gritaba a voz en cuello el escribano que había
festinación en el procedimiento de Lilit, que todo lo fecho y actuado era nulo
y contra ley, y amenazaba al diablo alguacil con que si encontraba gente de
justicia en el otro barrio le entablaría pleito, y por lo menos lo haría
condenar en costas. Lilit ponía orejas de mercader a las voces de D. Dimas, y
trataba ya, por vía de amonestación, de zabullirlo en un caldero de plomo
hirviendo, cuando alborotado el Cocyto y apercibido Satanás del laberinto y
causas que lo motivaban, convino en que se pusiese la cosa en tela de juicio.
¡Para ceñirse a la ley y huir de lo que huele a arbitrariedad y despotismo, el
demonio!
Afortunadamente para
Tijereta no se había introducido por entonces en el infierno el uso de papel
sellado, que acá sobre la tierra hace interminable un proceso, y en breve rato
vio fallada su causa en primera y segunda instancia. Sin citar las Pandectas ni
el Fuero Juzgo, y con sólo la autoridad del Diccionario de la lengua, probó el
tunante su buen derecho; y los jueces, que en vida fueron probablemente literatos
y académicos, ordenaron que sin pérdida de tiempo se le diese soltura, y que Lilit
lo guiase por los vericuetos infernales hasta dejarlo sano y salvo en la puerta
de su casa. Cumpliose la sentencia al pie de la letra, en lo que dio Satanás
una prueba de que las leyes en el infierno no son, como en el mundo,
conculcadas por el que manda y buenas sólo para escritas. Pero destruido el
diabólico hechizo, se encontró D. Dimas con que Visitación lo había abandonado
corriendo a encerrarse en un beaterío, siguiendo la añeja máxima de dar a Dios
el hueso después de haber regalado la carne al demonio.
Satanás, por no perderlo
todo, se quedó con la almilla; y es fama que desde entonces los escribanos no
usan almilla. Por eso cualquier constipadito vergonzante produce en ellos una
pulmonía de capa de coro y gorra de cuartel o una tisis tuberculosa de padre y
muy señor mío.
V
Y por más que fuí y vine,
sin dejar la ida por la venida, no he podido saber a punto fijo si, andando el
tiempo, murió D. Dimas de buena o de mala muerte. Pero lo que sí es cosa
averiguada es que lió los bártulos, pues no era justo que quedase sobre la
tierra para semilla de pícaros. Tal es, ¡oh lector carísimo!, mi creencia.
Pero un mi compadre me ha
dicho, en puridad de compadres, que muerto Tijereta quiso su alma, que tenía
más arrugas y dobleces que abanico de coqueta, beber agua en uno de los
calderos de Pero Botero, y el conserje del infierno le gritó: «¡Largo de ahí!
No admitimos ya escribanos».
Esto hacía barruntar al
susodicho mi compadre que con el alma del cartulario sucedió lo mismo que con
la de judas Iscariote; lo cual, pues viene a cuento y la ocasión es calva, he
de apuntar aquí someramente y a guisa de conclusión.
Refieren añejas crónicas
que el apóstol que vendió a Cristo echó, después de su delito, cuentas consigo
mismo, y vio que el mejor modo de saldarlas era arrojar las treinta monedas y
hacer zapatetas, convertido en racimo de árbol.
Realizó su suicidio, sin
escribir antes, como hogaño se estila, epístola de despedida, donde por más
empeños que hizo se negaron a darle posada.
Otro tanto le sucedió en
el infierno, y desesperada y tiritando de frío regresó al mundo buscando dónde
albergarse.
Acertó a pasar por
casualidad un usurero, de cuyo cuerpo hacía tiempo que había emigrado el alma
cansada de soportar picardías, y la de Judas dijo: «Aquí que no peco», y se
aposentó en la humanidad del avaro. Desde entonces se dice que los usureros
tienen alma de Judas.
Y con esto, lector amigo,
y con que cada cuatro años uno es bisiesto, pongo punto redondo al cuento,
deseando que así tengas la salud como yo tuve empeño en darte un rato de solaz
y divertimiento.
Ricardo Palma
1864
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