Muy popular es en
Arequipa la historieta contemporánea que vas a leer; y para no dejar resquicio
a críticos de calderilla y de escaleras abajo, te prevengo que bautizaré a los
dos principales personajes con nombre distinto del que tuvieron.
I
Por los años de 1834 no se hablaba en Arequipa de otra cosa que de la Viudita, y contábanse acerca de ella cuentos espeluznadores. La viudita era la pesadilla de la ciudad entera.
Era el caso que, vecino
al hospital de San Juan de Dios, había un chiribitil conocido por el de
profundis o sitio donde se exponían por doce horas los cadáveres de los
fallecidos en el santo asilo.
Desde tiempo inmemorial
veíase allí siempre un ataúd alumbrado por cuatro cirios, y los transeuntes
nocturnos echaban una limosna en el cepillo, o murmuraban un padre nuestro y
una avemaría por el alma del difunto.
Pero en 1834 empezó a
correr el rumor de que después de las diez de la noche salía del cuartito de
los muertos un bulto vestido de negro, el cual bulto, que tenía forma femenina,
se presentaba armado con una linterna sorda cada vez que sentía pasos varoniles
por la calle. Añadían que, como quien practica un reconocimiento, hacía
reflejar la luz sobre el rostro del transeúnte, y luego volvía muy
tranquilamente a esconderse en el de profundis.
Con esta noticia,
confirmada por el testimonio de varios ciudadanos a quienes la viuda hiciera el
coco, nadie se sentía ya con hígados para pasar por San Juan de Dios después
del toque de queda.
Hubo más. Un buen hombre,
llamado D. Valentín Quesada, con agravio de su nombre de pila que lo
comprometía a ser valiente, casi murió del susto. ¡Ayúdenmela a querer!
En vano la autoridad
dispuso la captura del fantasma, pues no encontró subalternos con coraje para
dar cumplimiento al superior mandato.
Los de la ronda no se
aproximaban ni a la esquina del hospital, y cada mañana inventaban una mentira
para disculparse ante su jefe, como la de que la viuda se les había vuelto humo
entre las manos a otra paparrucha semejante. Y con esto el terror del
vecindario iba en aumento.
Al fin, el general D.
Antonio Gutiérrez de La Fuente, que era el prefecto del departamento, decidió
no valerse de policíacos embusteros y cobardones, sino habérselas personalmente
con la viuda. Embozose una noche en su capa y se encaminó a San Juan de Dios.
Faltábanle pocos pasos para llegar al umbral del mortuorio cuando se le
presentó el fantasma y le inundó el rostro con la luz de la linterna.
El general La Fuente
amartilló una pistola, y avanzando sobre la viuda le gritó:
-¡Ríndete o hago fuego!
El alma en pena se
atortoló, y corrió a refugiarse en el ataúd alumbrado por los cuatro cirios.
Su señoría penetró en el
mortuorio y echó la zarpa al fantasma, quien cayó de rodillas, y arrojando un
rebocillo que le servía de antifaz, exclamó:
-¡Por Dios, señor
general! ¡Sálveme usted!
El general La Fuente, que
tuvo en poco al alma del otro mundo, tuvo en mucho al alma de este mundo
sublunar. ¡La viudita era... era... una lindísima muchacha!
-¡Caramba! -dijo para sí
La Fuente-. Si tan preciosas como ésta son todas las ánimas benditas del
purgatorio, mándeme Dios allá de guarnición por el tiempo que sea servido. -Y
luego añadió alzando la voz:- Tranquilícese, niña; apóyese en mi brazo, y
véngase conmigo a la prefectura.
II
Hildebrando Béjar era el
don Juan Tenorio de Arequipa. Como el burlador de Sevilla, tenía a gala
engatusar muchachas y hacerse el orejón cuando éstas, con buen derecho, le
exigían el cumplimiento de sus promesas y juramentos. Él decía:
«Cuando
quiera el Dios del cielo
que
caiga Corpus en martes,
entonces,
juro y rejuro,
será
cuando yo me case».
Víctima del calavera fue,
entre otras, la bellísima Irene, tenida hasta el momento en que sucumbió a la
tentación de morder la manzana por honestísima y esquiva doncella.
Desdeñada por su
libertino seductor y agotados por ella ruegos, lágrimas y demás recursos del
caso, decidió vengarse asesinando al autor de su deshonra. Y armada de un
puñal, se puso en acecho a dos cuadras de una casa donde Hildebrando menudeaba
a la sazón sus visitas nocturnas, escogiendo para acechadero el de profundis
del hospital.
Pero fuese misterioso
presentimiento o casualidad, Hildebrando dio en rodear camino para no pasar por
San Juan de Dios.
Descubierta, al fin, como
hemos referido, por el prefecto La Fuente, Irene le confió su secreto; y a tal
punto llegó el general a interesarse por la desventura de la joven, que hizo
venir a su presencia a Hildebrando, y no sabemos si con razones o amenazas
obtuvo que el seductor se aviniese a reparar el mal causado.
Ocho días más tarde Irene
e Hildebrando recibían la solemne bendición sacramental.
Está visto que sobre la
tierra, habiendo hembra y varón de por medio, todo, hasta las apariciones de
almas en pena, remata en matrimonio, que es el más cómodo y socorrido de los
remates para un novelista.
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