Ir al contenido principal

HISTORIA DE ABDULA, EL MENDIGO CIEGO - LAS 1,001 NOCHES

...El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera acompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia: 

—Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de vuestro dilatado imperio.

Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me contestó:

—Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.

Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embargo para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.

Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle, rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente.

El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos montones de oro sobre los que se arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.

El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña, sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardó en el seno.

Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos abrazamos con sumo alborozo y cada cual tomó su camino.

No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas —pensé—, conoce el lugar del tesoro, además, está hecho a la indigencia.

Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el derviche. Lo alcancé.

—Hermano —le dije—, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente, sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun así te verás en apuros para gobernarlos.

—Tienes razón —me respondió el derviche—. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde.

Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había cedido el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los camellos, y me llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi codicia aumentaba en proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que me devolviera todos los camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último de todos, me dijo:

—Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede quitártelas si no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una recompensa mayor en el Paraíso.

La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la cesión de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había guardado con tanto esmero.

Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me la diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las vanidades del mundo, no necesitaba pomadas.

En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó. Cuando la tuve en las manos, la abrí, mirando la pomada que contenía, le dije:

—Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de esta pomada.

—Son prodigiosas —me contestó—. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el derecho, se ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos.

Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo.

El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto con la mano el ojo derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo derecho, para ver más tesoros.

—Ya te dije —me contestó— que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista.

—Hermano —le repliqué sonriendo— es imposible que esta pomada tenga dos cualidades tan contrarias y dos virtudes tan diversas.

Largo rato porfiamos, finalmente el derviche, tomando a Dios por testigo de que me decía la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.

Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije mi desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche.

—Hermano —le dije—, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio, devuélveme la vista.

—Desventurado —me respondió—, ¿no te previne de antemano y no hice todos los esfuerzos para preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el secreto capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer, te las ha quitado para castigar tu codicia.

Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.

De El libro de las 1001 Noches.

Comentarios

Entradas populares de este blog

NOSOTROS NO - JOSÉ B. ADOLPH

  Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168. ¡Cuánto habíamos esperado este día! Una sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico. Una sola inyección, cada cien años. Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Solo los jóve...

Historia de un muerto contada por él mismo - Alexandre Dumas, padre

Una noche de diciembre estábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacía un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono. El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una chimenea en torno a la que conversábamos. Aunque todos fuéramos jóvenes y joviales, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente. Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los inmensos bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño. Cada vez que la pequeña cuchara de plata volví...

DÓNDE Y CÓMO EL DIABLO PERDIÓ EL PONCHO - RICARDO PALMA

  «Y sépase usted, querido, que perdí la chabeta y anduve en mula chúcara y con estribos largos por una muchacha nacida en la tierra donde al diablo le quitaron el poncho». Así terminaba la narración de una de las aventuras de su mocedad mi amigo don Adeodato de la Mentirola, anciano que militó al lado del coronel realista Sanjuanena y que hoy mismo prefiere a todas las repúblicas teóricas y prácticas, habidas y por haber, el paternal gobierno de Fernando VII. Quitándole esta debilidad o manta, es mi amigo don Adeodato una alhaja de gran precio. Nadie mejor informado que en los trapicheos de Bolívar con las limeñas, ni nadie como él sabe al dedillo la antigua crónica escandalosa de esta ciudad de los reyes. Cuenta las cosas con cierta llaneza de lenguaje que pasma; y yo, que me pirro por averiguar la vida y milagros, no de los que viven, sino de los que están pudriendo tierra y criando malvas con el cogote, ando pegado a él como botón a la camisa, y le doy cuerda, y el señor de l...

POQUITA COSA - ANTÓN CHÉJOV

  Hace unos día invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas. -Siéntese, Yulia Vasilievna -le dije-. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma… Veamos… Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes… -En cuarenta… -No. En treinta… Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos… Veamos… Ha estado usted con nosotros dos meses… -Dos meses y cinco días… -Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos… Pero hay que descontarle nueve domingos… pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado… más tres días de fiesta… A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero… ¡ni palabra! -Tres días de fiesta… Por consiguiente descontamos doce rublos… Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo...

¿Cuánta tierra necesita un hombre? - León Tolstoi

  Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra —pensaba a menudo— los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.” Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad. “Qué te parece —pensó Pahom— Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.” Así que decidió hablar con su esposa. —Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve i...

MI TÍO JULES - GUY DE MAUPASSANT

  Al Sr. Achille Bénouville     Un viejo pordiosero, de barba blanca, nos pidió limosna. Mi compañero, Joseph Davranche, le dio cinco francos. Quedé sorprendido. Él me dijo: —Ese infeliz me ha recordado una historia que voy a contarte y cuyo recuerdo me persigue sin cesar. Es ésta.         Mi familia, originaria del Havre, no era rica. Íbamos tirando, sin más. Mi padre trabajaba, regresaba tarde de la oficina y no ganaba gran cosa. Yo tenía dos hermanas.     Mi madre sufría mucho por la escasez en que vivíamos, y a menudo encontraba palabras agrias para su marido, reproches velados y pérfidos. El pobre hombre hacía entonces un gesto que me afligía. Se pasaba la mano abierta por la frente, como para enjugar un sudor que no existía, y no contestaba nada. Yo notaba su dolor impotente. Economizábamos en todo: nunca aceptábamos una cena, para no tener que devolverla; comprábamos las provisiones de saldo, los restos de existencias. Mis he...

He aquí el amor - Jorge Eduardo Eielson

  "He aquí el amor. Repito: He aquí el amor. Pero mejor hablaremos de esta puerta. Una puerta es una puerta a la que yo golpeo día y noche, a la que yo golpeo día y noche, a la que yo golpeo día y noche. Y aunque nadie responda, y aunque nadie responda, y aunque nadie responda, el aire es el aire de todos los dias, las plantas son verdes como siempre, y el mismo cielo esférico me envuelve lunes, martes, miércoles,jueves, viernes, sábado y domingo. ¿Pero, qué puedo yo decir del amor? ¿Qué puedo yo decir del amor? ¿Qué puedo yo decir del amor? En cambio, esta puerta es indudable; por ella entro y salgo día y noche hacia los verdes campos que me esperan, hacia el mismo cielo esférico y perenne. ¿Pero qué puedo yo decir del amor? ¿Qué puedo yo decir del amor? ¿qué puedo yo decir del amor? Mejor sigo hablando de esta puerta. "

JUAN SIN MIEDO - HERMANO GRIMM [ADAPTACIÓN]

Érase una vez un hombre que tenía dos hijos totalmente distintos. Pedro, el mayor, era un chico listo y responsable, pero muy miedoso. En cambio su hermano pequeño, Juan, jamás tenía miedo a nada, así que en la comarca todos le llamaba Juan sin miedo. A Juan no le daban miedo las tormentas, ni los ruidos extraños, ni escuchar cuentos de monstruos en la cama. El miedo no existía para él. A medida que iba creciendo, cada vez tenía más curiosidad sobre qué era sentir miedo porque él nunca había tenido esa sensación. Un día le dijo a su familia que se iba una temporada para ver si conseguía descubrir lo que era el miedo. Sus padres intentaron impedírselo, pero fue imposible. Juan era muy cabezota y estaba decidido a lanzarse a la aventura. Metió algunos alimentos y algo de ropa en una mochila y echó a andar. Durante días recorrió diferentes lugares, comió lo que pudo y durmió a la intemperie, pero no hubo nada que le produjera miedo. Una mañana llegó a la capital del reino y vagó por sus c...

RAY BRADBURY - DRAGÓN

La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes. Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada. -¡No, idiota, nos delatarás! -¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo. -Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos… -¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en ...