Hizo el nudo de
la corbata y, al mismo tiempo que tiraba hacia abajo para ajustarlo, apretó con
dos dedos el género, de modo que a partir del lazo hiciera un doblez, un
repliegue central, evitando la formación de pequeñas arrugas. Se puso el saco
azul y verificó el efecto general. Estar impecable era para él una forma de la
comodidad. Satisfecho —dignamente satisfecho—, salió y cerró con cuidado la
puerta de calle. No había podido asistir a la iglesia, pero esperaba llegar
antes de las diez a la casa de su hermana. Era el día del casamiento de su
sobrino mayor, quien más que un pariente era su amigo. Pasó frente a los
porteros de las casas vecinas y les deseó con llaneza las buenas noches; era
una elegante silueta, a pesar de sus años: alto, moreno, con el cabello
ligeramente estriado de plata.
Las vitrinas del salón de los regalos exhibían algunas
joyas costosas. Un collar de piedras combinadas difundía un pequeño arco iris
sobre su estuche de fondo rojo; un anillo con un topacio, un par de aros de
brillantes y algunos otros meteoros artificiales y enanos fulgían bajo la luz
de las lámparas. Verificó si el prendedor elegido por él para su flamante
sobrina y los gemelos de brillantes para el novio habían sido bien colocados.
Satisfecho, avanzó en busca de la nueva pareja.
—¡No me vas a decir que no es una cosa rara! —dijo de
pronto su sobrino, sorprendiéndolo. Estaba en el mismo salón y no había notado
su presencia.
—No sé a qué te refieres... —repuso, deteniéndose.
—Al busto... o lo que sea...
Siguió la mirada del joven y luego se acercó frunciendo
las cejas. Su claro instinto le había enseñado a desdeñar el hábito porteño de
reírse de lo que no se entiende.
—Sí; es raro... pero no me parece mal. Tiene algo del
modo de Blumpel...
El sobrino no contestó. Se acercó unos pasos, dio una
vuelta al pedestal que sostenía el busto y dijo:
—Me parece más horrible visto de frente...
—¿De frente? ¿Cuál es el frente? —Se detuvo y frunció el
ceño.— Yo no creo que tenga frente. En todo caso, no me parece bien que
atribuyas al autor una intención que probablemente ha estado lejos de
alimentar.
—No sé, tío; pero me parece una intrusión, una presencia
oscura en un lugar de cosas claras...
—Fantasías, hijo, fantasías. Siempre has sido muy
imaginativo. Y siempre te olvidas de lo más importante. Por ejemplo: ¿Quién te
lo regaló?
—Aquí está la tarjeta. Nunca he oído ese nombre.
El tío tomó la tarjeta y la examinó cuidadosamente; la
volvió del revés y luego miró de nuevo el anverso, con su habitual fruncimiento
de cejas, como si fuera capaz de distinguir a simple vista las impresiones
digitales o cualquier otra clase de indicio.
—¿No será un compañero de colegio, al que has olvidado?
—le preguntó, devolviéndole el pequeño rectángulo de cartulina.
—No; me fijé en la lista que hice antes de mandar las
invitaciones. No figura.
El tío se acercó al busto y lo miró a corta distancia.
—¿No habías visto esta chapita de bronce? —le preguntó—.
Quizá no la advirtieron porque estaba tapada por un poco de tierra. Mira; dice:
"El hombre de este siglo".
—Es cierto —repuso el joven—; no me había fijado. Pero,
¿a qué siglo se refiere? Y sea al que fuere, no me gusta. No sé explicártelo,
pero no me gusta. Me gustaría tirarlo.
Eduardo Adhemar lo miró con aire tranquilo. Sintió crecer
su densa, invariable ternura; siempre le había gustado ser el árbitro de las
decisiones de sus parientes.
—No creo que debas hacer eso —dijo—. En todo caso
—agregó, animándose con brusca inspiración—, podrías aprovechar la ocasión para
hacer algo original. Y, de paso, aprovechar también el regalo...
Su animación estimuló al sobrino.
—Sí; pero no sé cómo... Es una cosa perfectamente
inútil...
—Justamente por eso —repuso Eduardo Adhemar—; porque es
inútil sirve para hacer un regalo.
El sobrino estaba impresionado por el busto. No creía que
regalándolo podía quedar bien con nadie.
—Es una forma de provocación —dijo—. Y la gente ya lo ha
visto aquí...
Adhemar era un diletante agradable y culto, disertaba
superficialmente sobre cualquier cosa y se complacía en ello. Miró a su sobrino
con un fruncimiento irónico en los labios.
—¿Por qué te empeñas en considerar este busto desde un
punto de vista estético? —preguntó—. Te sugiero que lo examines como algo raro,
misterioso. —El sobrino lo miró con un parpadeo—. Por ejemplo: imaginemos un
ser que careció de posibilidad de realización. La Naturaleza —digamos— tenía
cinco proyectos de caballo y eligió el que conocemos. Los otros cuatro han
quedado en el misterio, pero no por eso pierden su interés. Quizá había uno con
las patas larguísimas, que parecían zancos, y otro con el pelo largo, como una
oveja, y otro con cola prensil, muy útil en la selva. Quizá esto sea el hombre
que pudo ser. Te advierto que yo no lo veo así. Me gusta solamente como teoría.
Yo prefiero imaginarlo en una calle oscura, saliendo de una puerta cochera; un
ser informe para, nuestro concepto actual, con dos pares de brazos y la nariz
al costado, que habla con un ladrido y dice: "Perdón, yo soy el proyecto
rechazado de hombre".
—Contestarías: "En el club veo todas las noches a
sus congéneres".
—No digas tonterías —repuso Adhemar, que era muy juicioso
cuando los demás se ponían imaginativos.
—Prefiero la idea del regalo —dijo su sobrino—. Pero, ¿a
quién? Casi todos mis amigos están aquí y si aún no lo han observado, dentro de
poco lo verán...
Eduardo Adhemar recordó:
—¡Ya sé! ¡Se lo mandas a Olegarito! No está aquí. Ayer se
fue a la estancia y se casa dentro de quince días.
Cuando Eduardo Adhemar llegó quince días después a la
casa de Olegario M. Banfield se había olvidado ya del asunto. Por eso, quizá
—no era probable ningún otro motivo—, tuvo un sobresalto al encontrarse frente
a frente con el busto, al pasar de un salón a otro, después de haber hecho la
agradable comprobación de que los regalos recibidos por la pareja no eran tan
costosos como los recibidos por sus sobrinos. El busto estaba en una esquina
del salón y, sin embargo, parecía ser el centro de la decoración y de las
luces. Adhemar saludó a dos o tres personas y se retiró.
Un mes después, ya entrado el verano, asistió a otra
recepción; se casaba el hijo del presidente de la compañía. El ambiente de la
bolsa y de la banca le molestaba un poco. Sabía que el presidente —un hombre
muy meritorio, trabajador, pero sin tradición— se vanagloriaba de su amistad, y
que la dueña de casa iba a presentarlo con gran entusiasmo a una serie de
burguesas ricas. Pero la tiranía de las conveniencias comerciales no le
permitió pensar en evasivas. Llegó, pues, con su habitual corrección, que a
veces brillaba en un ligero alarde juvenil —una flor, una corbata novedosa—, y
su aire indudablemente distinguido. Saludó a los dueños de casa y a los novios,
y luego, sin dar tiempo a las presentaciones que ya afluían a la boca de la
esposa del presidente, expresó, con una impaciencia casi infantil, su deseo de
ver los regalos. Por una escalera bordeada de canastas de flores subieron al
primer piso. El busto estaba en medio del amplio salón, bajo las plaquetas
cristalinas de la araña.
En el curso del verano y luego, en el otoño, Eduardo
Adhemar asistió a dos o tres casamientos más. En todos ellos encontró el busto.
Espació después el cumplimiento de sus compromisos sociales y se limitó a
concurrir de tarde, y a veces de noche al club.
Una noche desapacible, a principios del invierno, estaba
cómodamente instalado tomando su whisky y leyendo el diario, cuando una
conversación a sus espaldas lo hizo incorporarse a medias y escuchar. Dos
socios hablaban animadamente. Por los escasos términos que logró percibir
comprendió que se referían al busto. "Por suerte tuvieron tiempo
de..." La frase quedó inconclusa porque un mozo pasó haciendo ruido con
una bandeja llena de vasos. ¿Qué era lo que había que hacer a tiempo?, se
preguntó Adhemar. Un rasgo de humorismo, una ocurrencia surgida en un instante
de jovialidad, el día del casamiento de su sobrino, parecía haber tenido
consecuencias imprevisibles. Él había puesto en movimiento algo, un hábito, una
moda, una fuerza. No podía saber qué, pero se propuso averiguarlo.
Desgraciadamente, no se hablaba con ninguno de los dos caballeros. Se habían
distanciado el día de la renovación de la comisión directiva. Decidió estar
atento en los días sucesivos por si lograba sorprender nuevas alusiones al
busto. Una tarde llegó al salón en el momento en que terminaba una charla entre
varios amigos. Creyó comprender que alguien había sostenido la existencia de
numerosos bustos. Pero esa opinión fue victoriosamente rebatida por Pedrito
Defferrari Marenco, el joven abogado y político que ya se perfilaba como uno de
los nuevos valores del Partido Tradicional. Era un solo busto, del que todos se
desprendían nerviosamente, apenas recibido. Adhemar, en una especie de vértigo,
guardó silencio.
A partir de ese momento empezó a sentirse hondamente
preocupado. Los motivos de su inquietud no respondían a un sentimiento egoísta;
comprendió —sentado en su sillón habitual en el club hizo un minucioso análisis
de su situación— que un impulso generoso, aunque todavía oscuro, estaba
dominándolo en forma sorda y creciente. Empezó a pensar constantemente en su
sobrino, en su felicidad, en su profesión, en los aspectos de su vida
matrimonial. La pareja no había regresado aún de un largo viaje por Europa, y
Adhemar experimentó verdadera angustia durante las semanas que faltaban para el
arribo. Luego, cuando por fin éste se produjo, debió contener su impaciencia
durante unos días. Una tarde convidó al joven a tomar un whisky en el club.
Después de hablar de algunas minucias relacionadas con el viaje, exploró con
cautela los tópicos que le interesaban. Todo estaba bien; su sobrino y su mujer
eran felices, el dinero abundaba y la profesión de ingeniero era la vocación
cumplida del joven. Adhemar sonrió imperceptiblemente, satisfecho, como un
conspirador.
Pero dos o tres días después notó con alarma que empezaba
a interesarse por el destino de Olegario Banfield, el amigo a quien su sobrino
había regalado el busto. El problema era más difícil, porque su amistad con
Banfield era reducida y no existían muchos pretextos para verlo. Empezó, sin
embargo, a visitar a amigos comunes, con el propósito de obtener detalles;
inventó innumerables subterfugios y excusas para lograr el conocimiento total
de la vida del joven Olegario y de su esposa. Logró sus fines, por supuesto, y
nuevamente quedó satisfecho. Más complicadas resultaron las siguientes
investigaciones, porque a medida que avanzaba iba encontrando personas casi
totalmente desconocidas. Recurrió entonces a una agencia de policía privada. Al
principio, le resultó difícil vencer la suspicacia profesional del inspector
Molina. Este, un hombre avezado, pensó lógicamente en motivos sentimentales. Es
normal que un caballero de gran fortuna tenga una aventura costosa y que ansíe
una fidelidad relativa; también es normal que trate de obtener la certidumbre
de esa fidelidad. Pero cuando las investigaciones debieron extenderse a diez o
quince hogares recientemente constituidos el inspector terminó por aceptar las
razones expuestas por Adhemar. Todo el trabajo —explicó el caballero— se haría
con vistas a la formación de un archivo; una gran empresa de crédito, cuya denominación
convenía mantener en reserva por el momento, estaba haciendo un gigantesco
registro moral y financiero del país. Adhemar notó en dos o tres ocasiones un
dejo de ironía en el inspector, pero como el hombre cumplía su trabajo a
conciencia olvidó enseguida toda preocupación. Por su parte, el inspector
recibía una considerable mensualidad por sus actividades, de modo que también
abandonó las consideraciones ajenas a su labor rutinaria y colaboró en la forma
más eficaz.
Después de algún tiempo Adhemar advirtió que era
imposible tener un cuadro de la vida de una persona, a partir de la posesión
del busto, sin conocer su vida anterior. Sólo la comparación podía dar la nota
exacta. Esto desplegó, complicó infinitamente las investigaciones. Para
cooperar con el inspector, el propio Adhemar se decidió a actuar. Durante días
y noches mantuvo entrevistas, requirió informes, siguió largamente por las
calles a personas desconocidas. Al cabo de unos meses, una noche de niebla en
que recorría el barrio de la Recoleta, tuvo un sobresalto. Una forma ligera,
una sombra casi, entrevista al volver el rostro, le hizo sospechar que él
también era seguido. La sangre le golpeó en las sienes; un sentimiento de
horror estuvo a punto de paralizarlo. Logró después apresurar el paso, dio dos
o tres vueltas inesperadas —o que creyó inesperadas— en otras tantas esquinas
y, finalmente, llegó a su casa. A las pocas horas se había calmado; él se había
introducido en la vida de los demás: ¿tenía derecho a impedir que alguien
atisbara en la suya? Pero no pensó más, porque estaba muy cansado; su estado
físico y su ánimo habían decaído en las últimas semanas.
Durante un mes prosiguió su trabajo, siempre con la
sensación de ser puntualmente observado, hasta que una molestia estomacal y una
ligera puntada en el lado izquierdo del pecho lo obligaron a visitar al médico.
No era nada de cuidado, explicó el facultativo. Dieta, supresión del alcohol,
una serie de inyecciones, y estaría como nuevo. Regresó a su departamento de la
calle Arenales y se metió en cama. Al día siguiente era su cumpleaños y deseaba
estar bien para recibir a sus amigos. Pero al despertarse comprendió que su
reunión había fracasado. Un fuerte dolor, reumático o lo que fuera, le impedía
moverse. Llamó al médico y éste llegó a mediodía. Efectivamente, sus pequeñas
molestias se habían complicado con un lumbago.
Permaneció todo el día en cama. El mucamo hizo pasar a
dos o tres amigos que fueron a saludarlo; también llegaron algunos regalos. A
las nueve de la noche aquél se retiró, después de solicitarle permiso para ir
al cinematógrafo. Adhemar le sugirió que dejara la puerta entreabierta, por si
aún llegaba algún amigo. Media hora después sintió unos golpes y un mensajero
entró sin esperar contestación. Estaba curvado por un paquete de gran peso, que
dejó en la mesa del hall. Luego avanzó hasta la cama y le entregó una carta y
se retiró. En la habitación próxima el paquete era una sombra oscura. Doblegado
por el dolor, sin poder incorporarse, Adhemar abrió la carta y sacó una tarjeta.
Nunca había leído este nombre. Sí; lo había leído: ¡la noche del casamiento de
su sobrino, en la tarjeta que acompañaba al busto! Con ansiedad, estiró el
brazo y tomó el teléfono. Acercó el auricular a su oído; estaba desconectado.
Hizo dolorosamente, vanamente, un nuevo esfuerzo para incorporarse. Una
opresión creciente, como una marea, le llenó el pecho y subió, subió.
Bajo el arco del hall la oscuridad se extendió como café
derramado y avanzó en la habitación.
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