Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra —pensaba a menudo— los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.”
Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía
una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta
hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus
tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la
dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la
otra mitad.
“Qué te parece —pensó Pahom— Esa tierra se
vende, y yo no obtendré nada.”
Así que decidió hablar con su esposa.
—Otras personas están comprando, y nosotros
también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin
poseer tierras propias.
Se pusieron a pensar y calcularon cuánto
podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad
de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos
sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad
del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte
hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora Pahom tenía su propia tierra.
Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un
año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió
en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus
propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus
prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las
flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes,
cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le
parecía muy distinta.
Un día Pahom estaba sentado en su casa
cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y
el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado
trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas
tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las
tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan
tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un
campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos
vacas.
El corazón de Pahom se colmó de anhelo.
“¿Por qué he de sufrir en este agujero —pensó—
si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el
dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.
Pahom vendió su tierra, su casa y su
ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad.
Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor
posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las
cabezas de ganado que deseaba.
Al principio, en el ajetreo de la mudanza y
la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a
pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no
tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años.
Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero.
Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras
ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.
“Si todas estas tierras fueran mías —pensó—,
sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”
Un día un vendedor de bienes raíces que
pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs,
donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.
—Sólo debes hacerte amigo de los jefes —dijo—
Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y
di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.
“Vaya —pensó Pahom—, allá puedo tener diez
veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”
Pahom encomendó a su familia el cuidado de
la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una
ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les
había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos
kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían
instalado sus tiendas.
En cuanto vieron a Pahom, salieron de las
tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y
sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su
carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los
bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe.
Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.
El jefe escuchó un rato, pidió silencio con
un gesto y le dijo a Pahom:
—De acuerdo. Escoge la tierra que te
plazca. Tenemos tierras en abundancia.
—¿Y cuál será el precio? —preguntó Pahom.
—Nuestro precio es siempre el mismo: mil
rublos por día.
Pahom no comprendió.
—¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas
hectáreas son?
—No sabemos calcularlo —dijo el jefe—. La
vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el
precio es mil rublos por día.
Pahom quedó sorprendido.
—Pero en un día se puede recorrer una vasta
extensión de tierra —dijo.
El jefe se echó a reír.
—¡Será toda tuya! Pero con una condición.
Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.
—¿Pero cómo debo señalar el camino que he
seguido?
—Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos
quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando
una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro,
cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo.
Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes
regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar
por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron
más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los
bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper
el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó acostado, pero no pudo
dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
“¡Qué gran extensión marcaré! —pensó—.
Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos,
y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra.
Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré
la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones
más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.”
Por la puerta abierta vio que estaba
rompiendo el alba.
—Es hora de despertarlos —se dijo—. Debemos
ponernos en marcha.
Se levantó, despertó al criado (que dormía
en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los
bashkirs.
—Es hora de ir a la estepa para medir las
tierras —dijo.
Los bashkirs se levantaron y se reunieron,
y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom
un poco de té, pero él no quería esperar.
—Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es
hora.
Los bashkirs se prepararon y todos se
pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su
carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el
cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y
caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el
brazo hacia la planicie.
—Todo esto, hasta donde llega la mirada, es
nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron los ojos, pues era
toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de
amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.
El jefe se quitó la gorra de piel de zorro,
la apoyó en el suelo y dijo:
—Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa
aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra.
Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el
cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el
pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de
las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir
el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.
—No importa —dijo al fin—. Iré hacia el sol
naciente.
Se volvió hacia el este, se desperezó y
aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
“No debo perder tiempo —pensó—, pues es más
fácil caminar mientras todavía está fresco.”
Los rayos del sol no acababan de chispear
sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.
Pahom caminaba a paso moderado. Tras
avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para
hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el
entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás. La loma se veía
claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de
las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros.
Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la
marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
—He recorrido el primer tramo, pero hay
cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las
botas —se dijo.
Se sentó, se quitó las botas, se las metió
en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.
“Seguiré otros cinco kilómetros —pensó—, y
luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena
perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”
Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró
en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas
se veía un destello bajo el sol.
“Ah —pensó Pahom—, he avanzado bastante en
esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.”
Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló
hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la
hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio
que era mediodía.
“Bien —pensó—, debo descansar.”
Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no
se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió
andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó,
pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.
Avanzó un largo trecho en esa dirección, y
ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una
pena excluir ese terreno —pensó—. El lino crecería bien aquí.”. Así que rodeó
el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma.
El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se
veía a la gente de la loma.
“¡Ah! —pensó Pahom—. Los lados son
demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo largo del tercer lado,
apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom
aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba
a quince kilómetros de su meta.
“No —pensó—, aunque mis tierras queden
irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya
tengo gran cantidad de tierra.”.
Pahom cavó un pozo de prisa.
Echó a andar hacia la loma, pero con
dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los
pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era
imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se
hundía cada vez más.
“Cielos —pensó—, si no hubiera cometido el
error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”
Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún
estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió caminando, con mucha
dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos
del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra,
y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo
a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.”
El temor le quitaba el aliento. Pahom
siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la
piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía
como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado
por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía la muerte, no podía detenerse.
“Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”,
pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y
aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas
fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado y brumoso sol casi rozaba el
horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de
su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera
prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe
sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
“Hay tierras en abundancia —pensó—, ¿pero
me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca
llegaré a ese lugar!”
Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya
era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo
de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma,
de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un
alarido.
“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó,
y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que
aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma
aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba.
Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se
reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de
bruces y tomó la gorra con las manos.
—¡Vaya, qué sujeto tan admirable! —exclamó
el jefe—. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de Pahom se acercó corriendo y
trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba
muerto!
Los pakshirs chasquearon la lengua para
demostrar su piedad.
Su criado empuñó la azada y cavó una tumba
para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo
que necesitaba.
FIN
“Много ли человеку земли нужно”
(“Mnogo li cheloveku zemli nuzhno”), 1886
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