Al
Sr. Achille Bénouville
—Ese infeliz me ha
recordado una historia que voy a contarte y cuyo recuerdo me persigue sin
cesar. Es ésta.
Mi familia, originaria del Havre, no era rica. Íbamos tirando,
sin más. Mi padre trabajaba, regresaba tarde de la oficina y no ganaba gran
cosa. Yo tenía dos hermanas.
Mi madre sufría mucho por la escasez en que vivíamos, y a menudo
encontraba palabras agrias para su marido, reproches velados y pérfidos. El
pobre hombre hacía entonces un gesto que me afligía. Se pasaba la mano abierta
por la frente, como para enjugar un sudor que no existía, y no contestaba nada.
Yo notaba su dolor impotente. Economizábamos en todo: nunca aceptábamos una
cena, para no tener que devolverla; comprábamos las provisiones de saldo, los
restos de existencias. Mis hermanas se hacían ellas mismas la ropa y sostenían
largas discusiones sobre el precio de un galón que valía a quince céntimos el
metro. Nuestro alimento ordinario consistía en un sopicaldo y carne de buey
aderezada con todas las salsas. Es sano y reconfortante, al parecer; yo hubiera
preferido otra cosa.
Cada botón perdido o un
siete en un pantalón me costaban altercados abominables.
Pero todos los domingos
íbamos a dar nuestro paseo por la escollera vestidos de punta en blanco. Mi
padre, de levita, gran sombrero, guantes, daba el brazo a mi madre, empavesada
como un navío en día de fiesta. Mis hermanas, las primeras en estar preparadas,
aguardaban la señal de partida; pero, en el último momento, se descubría
siempre una mancha olvidada en la levita del padre de familia, y era preciso
limpiarla rápidamente con un trapo empapado en gasolina.
Mi padre, con su gran sombrero en la cabeza,
esperaba, en mangas de camisa, que se rematara la operación, mientras mi madre
se apresuraba, tras haberse ajustado sus gafas de miope, y quitado los guantes
para no estropearlos.
Nos poníamos en marcha con
toda ceremonia. Mis hermanas iban delante, dándose el brazo. Estaban en edad
casadera, y se las exhibía en la ciudad. Yo me mantenía a la izquierda de mi
madre, y mi padre iba a su derecha. Y recuerdo el aire pomposo de mis pobres
padres durante los paseos del domingo, la rigidez de sus rasgos, la solemnidad
de sus andares. Avanzaban con paso grave, el cuerpo erguido, las piernas rígidas,
como si un asunto de suma importancia dependiera de su porte.
Y cada domingo, al ver entrar los grandes
navíos que regresaban de países desconocidos y remotos, mi padre pronunciaba
invariablemente las mismas palabras:
« ¡Ah! ¡Qué sorpresa, si
Jules llegara en uno de ésos!»
Mi tío Jules, el hermano de
mi padre, era la única esperanza de la familia, tras haber sido su terror. Yo
había oído hablar de él desde la infancia, y me parecía que lo reconocería al
primer vistazo, tan familiar me resultaba su idea. Conocía todos los detalles
de su existencia hasta el día de su marcha a América, aunque sólo se hablara en
voz baja de ese período de su vida.
Había tenido, al parecer, muy mala conducta,
es decir se había comido algún dinero, lo cual es el mayor de los crímenes en
las familias pobres. Entre los ricos, un hombre que se divierte hace tonterías.
Es lo que suele llamarse, sonriendo, un juerguista. Entre los necesitados, un
mozo que fuerza a sus padres a mermar el capital se convierte en un mal tipo,
un golfo, un sinvergüenza.
Y esta distinción es justa, aunque el hecho
sea el mismo, pues sólo las consecuencias determinan la gravedad del acto.
En fin, el tío Jules había disminuido
notablemente la herencia con la cual contaba mi padre, tras haberse comido
también su parte hasta el último céntimo.
Lo habían embarcado para América, como se
hacía entonces, en un barco mercante que iba del Havre a Nueva York.
Una vez allá, mi tío Jules puso una tienda de
no sé qué, y escribió muy pronto que ganaba un poco de dinero y que esperaba
poder resarcir a mi padre del perjuicio que le había causado. Esta carta
provocó en la familia una profunda emoción. Jules, que no valía para maldita la
cosa, como suele decirse, se convirtió de golpe en un hombre honrado, un mozo
todo corazón, un auténtico Davranche, íntegro como todos los Davranche.
Un capitán nos informó además de que había
alquilado una gran tienda y que realizaba tratos de envergadura.
segunda carta, dos años después, decía: «Mi
querido Philippe, te escribo para que no te preocupes por mi salud, que es
buena. También los negocios van bien. Me marcho mañana a un largo viaje por
América del Sur. Quizás esté varios años sin darte noticias. Si no te escribo,
no te preocupes. Volveré al Havre una vez que haya hecho fortuna. Espero que no
será demasiado tarde, y que viviremos felices juntos... »
Esta carta se había
convertido en el evangelio de la familia. Se leía con cualquier motivo, se la
enseñaban a todo el mundo.
Durante diez años, en efecto, el tío Jules no
volvió a dar noticias; pero la esperanza de mi padre crecía a medida que
avanzaba el tiempo; y también mi madre decía a menudo:
«Cuando el bueno de Jules esté aquí, nuestra
situación cambiará. ¡Ese sí que ha sabido salir adelante!»
Y cada domingo al ver
llegar desde el horizonte los grandes vapores negros que vomitaban hacia el
cielo serpientes de humo, mi padre repetía su eterna frase:
« ¡Ah! ¡Qué sorpresa, si
Jules llegara en unos de ésos!»
Y casi esperábamos verlo agitar un pañuelo, y
gritar:
«¡Eh!, Philippe!»
Se habían trazado mil proyectos contando con
la seguridad de aquel retorno; incluso íbamos a comprar, con el dinero del tío,
una casita de campo cerca de Ingouville. Y no me atrevería a afirmar que mi
padre no hubiera ya entablado negociaciones sobre este asunto.
La mayor de mis hermanas tenía entonces
veintiocho años; la otra, ventiséis. No se casaban, y eso era un motivo de gran
pesar para todos.
Por fin apareció un pretendiente para la
segunda. Un empleado, no rico, pero honorable. Siempre tuve la convicción de
que la carta del tío Jules, enseñada una tarde, había terminado con las
vacilaciones del joven y provocado su resolución.
Se le aceptó con gran placer, y se decidió que
después de la boda toda la familia haría un viajecito a Jersey.
Jersey es el ideal del viaje para la gente
pobre. No está lejos; se pasa la mar en un paquebote y se está en tierra
extranjera, pues ese islote pertenece a los ingleses. Por lo tanto, un francés,
con dos horas de navegación, puede permitirse el lujo de ver a un pueblo vecino
en su propia casa y de estudiar las costumbres, deplorables, por otra parte, de
esta isla amparada por el pabellón británico, como dicen las personas que
hablan con sencillez.
Este viaje a Jersey se convirtió en nuestra
preocupación, nuestra única expectativa, nuestro sueño de todos los instantes.
Partimos por fin. Lo estoy viendo como si
fuera ayer: el vapor calentando las calderas junto al muelle de Granville; mi
padre, asustado, vigilando el embarque de nuestros tres bultos; mi madre,
inquieta, cogida del brazo de mi hermana soltera, que parecía perdida desde la
marcha de la otra, como un pollito, el único que ha quedado de su nidada; y,
detrás de nosotros, los recién casados que siempre se quedaban rezagados, lo
cual me hacía volver la cabeza con frecuencia.
El barco silbó. Subimos a bordo, y el navío,
apartándose de la escollera, se alejó por una mar lisa como una mesa de mármol
verde. Mirábamos cómo huía la costa, felices y orgullosos como todos los que
viajan poco.
Mi padre tensaba el vientre bajo su levita,
cuyas manchas habían sido limpiadas cuidadosamente esa misma mañana, y difundía
a su alrededor ese olor a gasolina de los días de paseo que me hacía reconocer
los domingos.
De repente, divisó dos elegantes señoras a las
que dos caballeros ofrecían ostras. Un viejo marinero andrajoso abría con un
cuchillo las conchas y se las pasaba a los caballeros, que se las tendían en
seguida a las señoras. Estas comían de una manera delicada, sujetando la ostra
con un fino pañuelo y estirando los labios para no mancharse el vestido.
Después bebían el agua con un pequeño movimiento rápido y tiraban la concha al
mar.
Mi padre, sin duda, quedó seducido por aquel
distinguido acto de comer ostras en un navío en marcha. Le pareció de un gran
estilo, refinado, superior, y se acercó a mi madre y mis hermanas preguntando:
—¿Queréis que os invite a
ostras?
Mi madre vacilaba, a causa del gasto; pero mis dos hermanas
aceptaron en seguida. Mi madre dijo, en tono contrariado:
—Me temo que me sienten mal en el estómago. Invita sólo a los
chicos, pero no demasiados, se pondrán enfermos.
Después, volviéndose hacia mí, agregó:
—Y para Joseph, no es necesario;
no hay que mimar a los niños.
Me quedé, pues, al lado de mi madre,
pareciéndome injusta aquella distinción. Seguí con la mirada a mi padre, que
guiaba pomposamente a sus dos hijas y su yerno hacia el viejo marinero
andrajoso.
Las dos señoras acababan de marcharse, y mi
padre indicaba a mis hermanas cómo había que arreglárselas para comerlas sin
que se escapara el agua; quiso incluso dar ejemplo y se apoderó de una ostra.
Tratando de imitar a las damas, derramó inmediatamente todo el líquido en su
levita, y oí murmurar a mi madre:
—Más valdría que se quedara
tranquilo.
Pero de repente mi padre me pareció inquieto;
se alejó unos pasos, miró fijamente a su familia apretujada en torno al
ostrero, y, bruscamente, vino hacia nosotros. Me pareció muy pálido, con unos
ojos raros. Le dijo, a media voz, a mi madre:
—Es extraordinario cuánto
se parece a Jules el hombre que abre las ostras.
Mi madre, sobrecogida, preguntó:
A qué Jules?...
Mi padre prosiguió:
—Pues..., a mi hermano...
Si no supiera que está en buena posición, en América, creería que es él.
Mi madre balbució espantada:
—¡ Estás loco! Puesto que
sabes perfectamente que no es él, ¿por qué dices semejantes tonterías?
Pero mi padre insistió:
—Vete a verlo, Clarisse;
prefiero que te asegures por tí misma, con tus propios ojos.
Ella se levantó y fue a reunirse con sus
hijas. También yo miraba al hombre. Era viejo, estaba sucio, lleno de arrugas,
y no apartaba la vista de su tarea.
Mi madre volvió. Me di cuenta de que temblaba.
Pronunció muy rápido:
—Creo que es él. Vete a
pedirle informes al capitán. Y sobre todo sé prudente, ¡no vaya a caernos ahora
ese granuja entre los brazos!
padre se alejó, pero yo lo seguí. Me sentía
extrañamente emocionado.
El capitán, un señor alto, flaco, de largas
patillas, se paseaba por el puente con aire importante, como si hubiera mandado
el correo de las Indias.
Mi padre lo abordó ceremonioso, interrogándolo
sobre su oficio, con gran acompañamiento de cumplidos:
«¿Cuál era la importancia de Jersey? ¿Sus
productos? ¿Su población? ¿Sus costumbres? ¿La naturaleza del suelo?», etc.,
etc.
Hubiérase dicho que se trataba por lo menos de
los Estados Unidos de América.
Después habló del barco que nos llevaba, el
Express; después llegaron a la tripulación. Mi padre, por fin, con voz turbada:
—Tiene usted ahí un viejo
vendedor de ostras que parece muy interesante. ¿Conoce algún detalle sobre ese
hombrecillo?
El capitán, a quien aquella conversación
estaba irritando, respondió secamente:
—Es un viejo vagabundo
francés que encontré en América el año pasado, y al que repatrié. Tiene, al
parecer, parientes en El Havre, pero no quiere volver a su lado, porque les
debe dinero. Se llama Jules...Jules Darmanche, o Darvanche, o algo por el
estilo. Parece que en cierto momento fue rico allá, para ya ve usted a lo que
está reducido ahora.
Mi padre, que se estaba poniendo lívido,
articuló, con la garganta seca, los ojos extraviados:
—¡ Ah!,¡Ah! Muy bien...,
estupendo... No me extraña nada... Se lo agradezco mucho, capitán.
Y se marchó, mientras el marino lo miraba
alejarse con estupor.
Regresó junto a mi madre, tan descompuesto que
ella le dijo:
—Siéntate; se van a dar
cuenta de que pasa algo.
Se desplomó sobre el banco, tartamudeando:
—¡Es él, claro que es él!—
Después preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?...
Ella respondió vivamente:
—Hay que alejar a las
niñas. Ya que Joseph lo sabe todo, que vaya a buscarlas. Y sobre todo hay que
tener cuidado de que nuestro yerno no sospeche nada.
Mi padre parecía aterrado.
Murmuró:
—¡Qué catástrofe!
Mi madre agregó, furiosa de
repente:
—Siempre sospeché que ese
ladrón nunca haría nada, ¡y que nos caería encima otra vez! ¡ Cómo si se
pudiera esperar algo de un Davranche! ...
Y mi padre se pasó la mano por la frente, como
hacía ante los reproches de su mujer.
Esta añadió:
—Dale dinero a Joseph para
que vaya a pagar las ostras, ahora. Sólo faltaba que ese mendigo nos
reconociera. ¡Lindo efecto que causaría en el barco! Vámonos al otro extremo,
¡y arréglatelas para que ese hombre no se nos acerque!
Se levantó, y se alejaron
tras haberme entregado una moneda de cinco francos.
Mis hermanas, sorprendidas,
esperaban a su padre. Yo afirmé que mamá se encontraba un poco indispuesta, por
culpa del mar, y le pregunté al abridor de ostras:
—¿Cuánto le debemos, señor?.—Tenía
ganas de decir: tío.
Él respondió:
—Dos francos con cincuenta.
Tendí mis cinco francos y
él me dio la vuelta.
Yo miraba su mano, una
pobre mano de marinero toda arrugada, y miraba su rostro, un viejo y miserable
rostro, triste, abrumado, diciéndome:
«¡Es mi tío, el hermano de papá, mi tío!»
Le dejé cincuenta céntimos
de propina. Me dio las gracias:
«Dios lo bendiga, jovencito.»
Con el acento de un pobre
que recibe limosna. ¡Pensé que había debido de mendigar, allá lejos!
Mis hermanas me contemplaban, estupefactas de
mi generosidad.
Cuando le devolví los dos francos a mi padre, mi
madre, sorprendida, preguntó:
—¿Te ha costado tres
francos?... No es posible.
Declaré con voz firme:
—Le di cincuenta céntimos
de propina.
Mi madre tuvo un sobresalto
y me miró a los ojos:
—¡Estás loco! ¡Dar
cincuenta céntimos a ese hombre, a ese bribón!...
Se detuvo ante una mirada
de mi padre, que indicaba a su yerno. Después enmudecimos.
Ante nosotros, en el
horizonte, una sombra violeta parecía surgir del mar. Era Jersey.
Cuando nos acercamos a los
muelles, me asaltó un violento deseo de ver una vez más a mi tío Jules, de
acercarme a él, de decirle algo consolador, tierno.
Pero como nadie comía ya
ostras, había desaparecido, había bajado sin duda al fondo de la infecta cala
donde se alojaba el infeliz.
Y regresamos en el barco de
Saint-Malo, para no encontrarlo, Mi madre estaba devorada por la inquietud.
¡Jamás he vuelto a ver al
hermano de mi padre!
Por eso me verás a veces
dar cinco francos a los vagabundos.
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