En el año 95, una sucesión de acontecimientos sobre los
que no es preciso entrar en detalles nos llevó a Sherlock Holmes y a mí a pasar
unas semanas en una de nuestras grandes ciudades universitarias, y durante este
tiempo nos aconteció la pequeña pero instructiva aventura que me dispongo a
relatar. Como fácilmente se comprende, todo detalle que pudiera ayudar al
lector a identificar con exactitud la universidad o al criminal, resultaría
improcedente y ofensivo. Lo mejor que se puede hacer con un escándalo tan
penoso es que caiga en el olvido. Sin embargo, con la debida discreción, se
puede referir el incidente en sí, ya que permite poner de manifiesto algunas de
las cualidades que dieron fama a mi amigo. Así pues, procuraré evitar en mi
narración la mención de detalles que pudieran servir para localizar los hechos
en un lugar concreto o dar indicios sobré la identidad de las personas
implicadas.
Residíamos por entonces en unas habitaciones amuebladas,
cerca de una biblioteca en la que Sherlock Holmes estaba realizando laboriosas
investigaciones sobre documentos legales de la antigua Inglaterra....,
investigaciones que condujeron a resultados tan sorprendentes que bien pudieran
servir de tema de una de mis futuras narraciones. Allí recibimos una tarde la
visita de un conocido, el señor Hilton Soames, profesor y tutor del colegio
universitario de San Lucas. El señor Soames era un hombre alto y enjuto, de
temperamento nervioso y excitable. Yo siempre había sabido que se trataba de
una persona inquieta, pero en esta ocasión se encontraba en tal estado de
agitación incontrolable que resultaba evidente que había ocurrido algo muy
anormal.
—Confío, señor Holmes, en que pueda usted dedicarme unas
horas de su valioso tiempo. Nos ha ocurrido un incidente muy lamentable en San
Lucas v, la verdad, de no ser por la feliz coincidencia de que se encuentre
usted en la ciudad, no habría sabido qué hacer.
—Ahora mismo estoy muy ocupado y no quiero distracciones —respondió
mi amigo—. Preferiría, con mucho, que solicitara usted la ayuda de la policía.
—No, no, amigo mío; bajo ningún concepto podemos hacer
eso. Una vez que se recurre a la ley, ya no es posible detener su marcha, y se
trata de uno de esos casos en los que, por el prestigio del colegio, resulta
esencial evitar el escándalo. Usted es tan conocido por su discreción como por
sus facultades, y es el único hombre del mundo que puede ayudarme. Le ruego,
señor Holmes, que haga lo que pueda.
El carácter de mi amigo no había mejorado al verse
privado de sus acogedores aposentos de Baker Street. Sin sus cuadernos de
notas, sus productos químicos y su confortable desorden se sentía incómodo. Se
encogió de hombros con un gesto de forzada aceptación, mientras nuestro
visitante exponía su historia con frases precipitadas y toda clase de nerviosas
gesticulaciones.
—Tengo que explicarle, señor Holmes, que mañana es el
primer día de exámenes para la beca Fortescue. Yo soy uno de los examinadores.
Mi asignatura es el griego, y la primera prueba consiste en traducir un largo
fragmento de texto en griego, que el candidato no ha visto antes. Este texto
está impreso en el papel de examen y, como es natural, el candidato que pudiera
prepararlo por anticipado contaría con una inmensa ventaja. Por esta razón,
ponemos mucho cuidado en mantener en secreto el ejercicio.
»Hoy, a eso de las tres, llegaron de la imprenta las
pruebas de este examen. El ejercicio consiste en traducir medio capítulo de
Tucídides . Tuve que leerlo con atención, ya que el texto debe ser
absolutamente correcto. A las cuatro y media todavía no había terminado. Sin
embargo, había prometido tomar el té en la habitación de un amigo, así que dejé
las pruebas en mi despacho. Estuve ausente más de una hora. Como sabrá usted,
señor Holmes, las habitaciones de nuestro colegio tienen puertas dobles: una
forrada de bayeta verde por dentro y otra de roble macizo por fuera. Al
acercarme a la puerta exterior de mi despacho vi con asombro una llave en la
cerradura. Por un instante pensé que había dejado olvidada allí mi propia
llave, pero al palpar en mi bolsillo comprobé que estaba en su sitio. Que yo
sepa, la única copia que existía era la de mi criado, Bannister, un hombre que
lleva diez años encargándose de mi cuarto y cuya honradez está por encima de
toda sospecha. En efecto, comprobé que se trataba de su llave, que había
entrado en mi habitación para preguntarme si quería té, y que al salir se había
dejado olvidada la llave en la cerradura. Debió de llegar a mi cuarto muy poco
después de salir yo de él. Su descuido con la llave no habría tenido la menor
importancia en otra ocasión cualquiera, pero en este día concreto ha tenido
unas consecuencias de lo más deplorables.
»En cuanto miré al escritorio, me di cuenta de que
alguien había estado revolviendo mis papeles. Las pruebas venían en tres largas
tiras de papel. Yo las había dejado juntas, y ahora una estaba tirada en el
suelo, otra en una mesita cerca de la ventana y la tercera seguía donde yo la
había dejado.
Holmes dio muestras de interés por primera vez.
—La primera página del texto, en el suelo; la segunda, en
la ventana; y la tercera, donde usted la dejó —dijo.
—Exacto, señor Holmes. Me asombra usted. ¿Cómo es posible
que sepa eso?
—Por favor, continúe con su interesantísima exposición.
—Por un momento pensé que Bannister se había tomado la
imperdonable libertad de examinar mis papeles. Sin embargo, él lo negó de la
manera más terminante, y estoy convencido de que decía la verdad. La otra
posibilidad es que alguien, al pasar, advirtiera la llave en la puerta y,
sabiendo que yo no estaba, hubiera entrado para mirar los papeles. Está en
juego una considerable suma de dinero, ya que la beca es muy elevada, y una persona
sin escrúpulos podría muy bien correr un riesgo para obtener una ventaja sobre
sus compañeros.
»A Bannister le afectó mucho el incidente. Estuvo a punto
de desmayarse cuando comprobamos, sin ningún género de dudas, que alguien había
estado enredando con los papeles. Le di un poco de brandy y lo dejé desplomado
en un sillón mientras yo inspeccionaba con más detenimiento la habitación. No
tardé en descubrir que el intruso había dejado otras huellas de su presencia,
además de los papeles revueltos. En la mesa de la ventana había varias virutas
de un lápiz al que habían sacado punta. También encontré un trozo de mina rota.
Evidentemente, el muy granuja había copiado el texto a toda prisa , se le había
roto la mina del lápiz y se había visto obligado a sacarle punta de nuevo.
—¡Excelente! —exclamó Holmes, que empezaba a recuperar su
buen humor a medida que el caso iba captando su atención—. Ha tenido usted
mucha suerte.
—Eso no es todo. Tengo un escritorio nuevo, con una
superficie perfecta, de cuero rojo. Estoy dispuesto a jurar, y Bannister
también, que estaba impecable y sin ninguna mancha. Y ahora me encuentro que
tiene un corte limpio de unas tres pulgadas de largo , no un simple arañazo,
sino un corte con todas las de la de ley. Y no sólo eso: también encontré en la
mesa una bolita de masilla o arcilla negra, con motitas que parecen de serrín.
Estoy convencido de que todos esos rastros los dejó el hombre que estuvo
husmeando en los papeles. No encontramos huellas de pisadas ni ningún otro
indicio sobre su identidad. Yo ya no sabía qué hacer, cuando de pronto me
acordé de que usted estaba en la ciudad, y he venido de inmediato a poner el
asunto en sus manos. ¡Ayúdeme, señor Holmes! Dése usted cuenta de mi problema:
o descubro quién ha sido o tendremos que aplazar el examen hasta que preparemos
nuevos ejercicios, y como esto no se puede hacer sin dar explicaciones, nos
veremos envueltos en un desagradable escándalo, que arrojará una mancha no sólo
sobre el colegio, sino sobre la universidad entera. Por encima de todo, es
preciso solucionar este asunto callada y discretamente.
—Tendré mucho gusto en echarle un vistazo y ofrecerle los
consejos que pueda —dijo Holmes, levántándose y poniéndose el abrigo—. Este
caso no carece por completo de interés. ¿Fue alguien a visitarle a su
habitación después de que recibiera usted los exámenes?
—Sí, el joven Daulat Ras, un estudiante indio que vive en
la misma escalera, vino a preguntarme algunos detalles acerca del examen.
—¿Se presenta él al examen? —Sí.
—¿Y los papeles estaban encima de su mesa?
—Estoy casi seguro de que estaban enrollados.
—¿Pero se notaba que eran pruebas de imprenta?
—Es posible.
—¿No había nadie más en su habitación?
—No.
—¿Sabía alguien que las pruebas estaban allí?
—Nadie más que el impresor.
—¿Lo sabía ese tal Bannister?
—No, seguro que no. No lo sabía nadie.
—¿Dónde está Bannister ahora?
—El pobre hombre está muy enfermo. Lo dejé tirado en un
sillón, porque tenía mucha urgencia por venir a verle a usted.
—¿Ha dejado la puerta abierta?
—Antes guardé las pruebas bajo llave.
—Entonces, señor Soames, la cosa se reduce a eso: a menos
que el estudiante indio se diera cuenta de que aquel rollo eran las pruebas del
examen, el hombre que estuvo husmeando las encontró por casualidad, sin saber
que estaban allí.
—Eso me parece a mí.
Holmes exhibió una sonrisa enigmática.
—Bien —dijo—. Vayamos a ver. Este caso no es para usted,
Watson; es mental, no físico. De acuerdo, si se empeña puede venir. Señor Soames,
estamos a su disposición.
—El cuarto de estar de nuestro cliente tenía una ventana
larga y baja con celosía, que daba al patio del antiguo colegio, con sus viejas
paredes cubiertas de líquenes. Una puerta gótica daba acceso a una gastada
escalera de piedra. La habitación del profesor se encontraba en la planta baja.
Encima residían tres estudiantes, uno en cada piso. Estaba casi anocheciendo
cuando llegamos a la escena del misterio. Holmes se detuvo y observó con
interés la ventana. Se acercó a ella y, poniéndose de puntillas y estirando el
cuello, miró al interior de la habitación.
—Tiene que haber entrado por la puerta. Por aquí no hay
más abertura que la de un panel de cristal —dijo nuestro erudito guía.
—Vaya por Dios —dijo Holmes, mirando a nuestro
acompañante con una curiosa sonrisa—. Bien, pues si aquí no podemos averiguar
nada, más vale que entremos.
El profesor abrió la puerta exterior y nos invitó a pasar
a su habitación. Nos quedamos en el umbral mientras Holmes examinaba la
alfombra.
—Me temo que aquí no hay huellas —dijo—. Ya sería difícil
que las hubiera con un día tan seco. Parece que su sirviente se ha recuperado.
Ha dicho usted que lo dejó en un sillón. ¿En cuál?
—En éste que está junto a la ventana.
—Ya veo. Cerca de esta mesita. Ya pueden entrar, he
terminado con la alfombra. Veamos primero la mesa pequeña. Desde luego, está
muy claro lo que ha ocurrido. El tipo entró y cogió los papeles, hoja por hoja,
de la mesa del centro. Los trajo a esta mesa, junto a la ventana, porque desde
aquí podía ver si se acercaba usted por el patio, y tendría tiempo de escapar.
—Pues, en realidad, no podía verme —dijo Soames—, porque
entré por la puerta lateral.
—¡Ah! ¡Eso está muy bien! De todos modos, eso es lo que
él pensaba. Déjeme ver las tres tiras de papel. No hay huellas de dedos, no
señor. Vamos a ver, cogió primero ésta y la copió.
¿Cuánto tiempo pudo tardar en hacerlo, utilizando todas
las abreviaturas posibles? Como mínimo, un cuarto de hora. Una vez copiada, la
tiró al suelo y cogió la segunda tira. Debía de ir por la mitad cuando usted
regresó y él tuvo que retirarse a toda prisa..., con muchísima prisa, puesto
que no tuvo tiempo de colocar los papeles en su sitio, para que usted no
advirtiera que aquí había estado alguien. ¿No oyó usted pasos precipitados por
la escalera al entrar?
—Pues la verdad es que no.
—Bien. Escribió con tal frenesí que se le rompió la mina
del lápiz y, como usted ya había observado, tuvo que sacarle punta. Esto es
interesante, Watson. El lápiz era de marca, de tamaño más o menos normal, con
mina blanda; azul por fuera, con el nombre del fabricante en letras de plata, y
la parte que queda no tendrá más que una pulgada y media de longitud. Busque
ese lápiz, señor Soames, y tendrá a su hombre. Como pista adicional, le diré
que posee una navaja grande y muy poco afilada.
El señor Soames quedó algo abrumado por esta avalancha de
información.
—Todo lo demás lo entiendo —dijo—, pero, la verdad, ese
detalle de la longitud...
Holmes esgrimió una pequeña viruta con las letras NN y un
espacio en blanco detrás.
—¿Lo ve?
—No, me temo que ni aun así...
—Watson, he sido siempre injusto con usted. Hay otros
iguales. ¿Qué podrían significar estas NN? Están al final de una palabra. Como
todo el mundo sabe, Johann Faber es el fabricante de lápices más conocido. ¿No
resulta evidente que lo que queda del lápiz es sólo lo que viene detrás de «
Johann»? —inclinó la mesita de lado para que le diera la luz eléctrica y
continuó—: Confiaba en que hubiera utilizado un papel lo bastante fino como
para que quedara alguna marca en esta superficie pulida. Pero no, no veo nada.
No creo que saquemos nada más de aquí. Veamos ahora la mesa del centro. Supongo
que este pegote es la masilla negra que usted mencionó. De forma más o menos
piramidal y ahuecada, por lo que veo. Como bien dijo
usted, parece haber granitos de serrín incrustados. Vaya, vaya, esto es muy
interesante. Y el corte..., un buen tajo, sí señor. Empieza con un fino rasguño
y acaba en un auténtico desgarrón. Señor Soames, estoy en deuda con usted por
haber dirigido mi atención hacia este caso. ¿Adónde da esa puerta?
—A mi alcoba
—¿Ha entrado usted ahí después del suceso?
—No, fui directamente a buscarle a usted.
—Me gustaría echar un vistazo. ¡Qué bonita habitación al
estilo antiguo! ¿Le importaría aguardar un momento mientras examino el suelo?
No, no veo nada. ¿Qué es esa cortina? Ah, cuelga usted su ropa detrás. Si
alguien se viera obligado a esconderse en esta habitación, tendría que hacerlo
aquí, porque la cama es demasiado baja y el armario tiene muy poco fondo. Supongo
que no habrá nadie aquí...
Cuando Holmes descorrió la cortina pude advertir, por una
cierta rigidez y actitud de alerta en su postura, que estaba en guardia contra
cualquier emergencia. Pero lo cierto es que detrás de la cortina no se
ocultaban más que tres o cuatro trajes, colgados de una hilera de perchas.
Holmes se dio la vuelta y, de pronto, se agachó hacia el suelo.
—¡Caramba! ¿Qué es esto?
Se trataba de una pequeña pirámide, hecha con una especie
de masilla negra, exactamente igual a la que había sobre la mesa del despacho.
Holmes la sostuvo en la palma de la mano y la acercó a la luz eléctrica.
—Parece que su visitante ha dejado rastros en su alcoba,
y no sólo en su cuarto de estar, señor Soames.
—¿Qué podía buscar aquí?
—Creo que está muy claro. Usted regresó por un camino
inesperado y él no se percató de su llegada hasta que usted estaba va en la
misma puerta. ¿Qué podía hacer? Recogió todo lo que pudiera delatarle y corrió
a esconderse en el dormitorio.
—¡Cielo santo, señor Holmes! No me diga que todo el
tiempo que estuve aquí hablando con Bannister tuvimos atrapado a ese individuo,
sin nosotros saberlo.
—Así lo veo yo.
—Tiene que existir otra alternativa, señor Holmes. No sé
si se ha fijado usted en la ventana de mi alcoba.
—Con celosía, junquillos de plomo, tres paneles
separados,
uno de ellos con bisagras para abrirlo y lo bastante grande
para que pase un hombre.
—Exacto. Y da a un rincón del patio, de manera que queda
casi invisible. El tipo pudo haber entrado por aquí, dejó ese rastro al cruzar
el dormitorio y después, al encontrar la puerta abierta, escapó por ella.
—Seamos prácticos —dijo—. Me pareció entender que hay
tres estudiantes que utilizan esta escalera y pasan habitualmente por delante
de su puerta.
—En efecto.
—¿Y lo tres se presentan a este examen?
—Sí.
—¿Tiene usted razones para sospechar de alguno de ellos
más que de los otros?
Soames vaciló.
—Se trata de una pregunta muy delicada. No me gusta
difundir sospechas cuando no existen pruebas.
—Oigamos las sospechas. Ya buscaré yo las pruebas. —En
tal caso, le explicaré en pocas palabras el carácter de los tres hombres que
residen en esas habitaciones. En la primera planta está Gilchrist, muy buen
estudiante y atleta; juega en el equipo de rugby y en el de cricket del
colegio, y representó a la universidad en vallas y salto de longitud. Un joven
agradable y varonil. Su padre era el famoso sir Jabez Gilchrist, que se arruinó
en las carreras. Mi alumno quedó en la pobreza, pero es muy aplicado y trabajador
y saldrá adelante.
»En la segunda planta vive Daulat Ras, el indio. Un tipo
callado e inescrutable, como la mayoría de los indios. Lleva muy bien sus
estudios, aunque el griego es su punto débil. Es serio y metódico.
»El piso alto corresponde a Miles McLaren. Un tipo
brillante cuando le da por trabajar..., uno de los mejores cerebros de la
universidad; pero es inconstante, disoluto y carece de principios. En su primer
año estuvo a punto de ser expulsado por un escándalo de cartas. Se ha pasado todo
el curso holgazaneando y no debe sentirse muy tranquilo ante este examen.
—En otras palabras, usted sospecha de él.
—No me atrevería a decir tanto. Pero, de los tres, sería
quizás el menos improbable.
—Exacto. Y ahora, señor Soames, veamos cómo es su
sirviente, Bannister.
Bannister resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta
años, pálido, bien afeitado y de cabellos grises. Todavía no se había
recuperado de aquella brusca perturbación de la tranquila rutina de su vida.
Sus fofas facciones temblaban con espasmos nerviosos y sus dedos no podían
estarse quietos.
—Estamos investigando este lamentable incidente,
Bannister —dijo el profesor.
—Sí, señor.
—Tengo entendido —dijo Holmes— que dejó usted su llave
olvidada en la cerradura.
—Sí, señor.
—¿No es muy extraño que le ocurra eso precisamente el día
en que estaban aquí esos papeles?
—Ha sido una gran desgracia, señor. Pero ya me ha
ocurrido alguna otra vez.
—¿A qué hora entró usted en la habitación?
—A eso de las cuatro y media. La hora del té del señor
Soames.
—¿Cuánto tiempo estuvo dentro?
—Al ver que él no estaba, salí inmediatamente.
—¿Miró usted los papeles de encima de la mesa?
—No, señor, le aseguro que no.
—¿Cómo pudo dejarse la llave en la puerta?
—Llevaba en las manos la bandeja del té, y pensé volver
luego a recoger la llave. Pero se me olvidó.
—¿La puerta de fuera tiene picaporte?
—No, señor.
—¿De manera que permaneció abierta todo el tiempo?
—Sí, señor.
—Cuando regresó el señor Soames y le llamó, ¿se alteró
usted mucho?
—Sí, señor. En todos los años que llevo aquí, que son
muchos, nunca había sucedido una cosa así. Estuve a punto de desmayarme, señor.
—Eso tengo entendido. ¿Dónde estaba usted cuando empezó a
sentirse mal?
—¿Que dónde estaba? Pues aquí mismo, cerca de la puerta.
—Es muy curioso, porque fue a sentarse en aquel sillón
que hay junto al rincón. ¿Por qué no se sentó en cualquiera de estas otras
sillas?
—No lo sé, señor. Ni me fijé en dónde me sentaba.
—No creo que se fijara en nada, señor Holmes —dijo Soames—.
Tenía muy mal aspecto..., completamente cadavérico.
—¿Se quedó usted aquí cuando se marchó el profesor?
—Nada más que un minuto o cosa así. Luego cerré la puerta
con llave y me fui a mi habitación.
—¿De quién sospecha usted?
—Ay señor, no sabría decirle. No creo que haya en esta
universidad un caballero capaz de hacer algo así para obtener ventaja. No,
señor, no lo creo.
—Gracias. Con eso basta —dijo Holmes—. Ah, sí, una cosa
más. ¿No le habrá usted dicho a ninguno de los tres caballeros que usted atiende
que algo va mal, verdad?
—No, señor; ni una palabra.
—¿Ha visto a alguno de ellos? —No, señor.
—Muy bien. Y ahora, señor Soames, si le parece bien,
daremos un paseo por el patio.
Tres cuadrados de luz amarilla brillaban sobre nosotros
en medio de la creciente oscuridad.
—Sus tres pájaros están todos en sus nidos —dijo Holmes,
mirando hacia arriba— ¡Vaya! ¿Qué es eso? Uno de ellos parece bastante
inquieto.
Se trataba del indio, cuya oscura silueta había aparecido
de pronto a través de los visillos, dando rápidas zancadas de un lado a otro de
la habitación.
—Me gustaría echarles un vistazo en sus habitaciones —dijo
Holmes—. ¿Sería posible?
—Sin ningún problema —respondió Soames—. Este conjunto de
habitaciones es el más antiguo del colegio, y no es raro que vengan visitantes
a verlas. Acompáñenme y yo mismo les serviré de guía.
—Nada de nombres, por favor —dijo Holmes mientras
llamábamos a la puerta de Gilchrist.
La abrió un joven alto, delgado y de cabello pajizo, que
nos dio la bienvenida al enterarse de nuestros propósitos. La habitación
contenía algunos detalles verdaderamente curiosos de arquitectura doméstica
medieval. Holmes quedó tan encantado que se empeñó en dibujarlo en su cuaderno
de notas; durante la operación, se le rompió la mina del lápiz, tuvo que pedir
uno prestado a nuestro joven anfitrión y, por último, le pidió prestada una
navaja para sacarle punta a su lápiz. El mismo curioso incidente le volvió a
ocurrir en las habitaciones del indio, un individuo pequeño y callado, con
nariz aguileña, que nos miraba de reojo y no disimuló su alegría cuando Holmes
dio por terminados sus estudios arquitectónicos. En ninguno de los dos casos me
pareció que Holmes hubiera encontrado la pista que andaba buscando. En cuanto a
nuestra tercera visita, quedó frustrada. La puerta exterior no se abrió a
nuestras llamadas, y lo único positivo que nos llegó del otro lado fue un
torrente de palabrotas.
—¡Me tiene sin cuidado quién sea! ¡Pueden irse al
infierno! —rugió una voz iracunda—. ¡Mañana es el examen y no puedo perder el
tiempo con nadie.
—¡Qué grosero! —dijo nuestro guía, rojo de indignación,
mientras bajábamos por la escalera—. Naturalmente, no se daba cuenta de que era
yo quien llamaba, pero aun así su conducta resulta impresentable y, dadas las
circunstancias, bastante sospechosa.
La reacción de Holmes fue muy curiosa.
—¿Podría usted decirme la estatura exacta de este joven? —preguntó.
—La verdad, señor Holmes, no sabría qué decirle. Es más
alto que el indio, aunque no tanto como Gilchrist. Supongo que alrededor de
cinco pies y seis pulgadas .
—Eso es muy importante —dijo Holmes—. Y ahora, señor
Soames, le deseo a usted buenas noches.
Nuestro guía expresó a voces su sorpresa y desencanto.
—¡Santo cielo, señor Holmes! ¡No irá usted a dejarme así
de repente! Me parece que no se da usted cuenta de la situación. El examen es
mañana. Tengo que tomar alguna medida concreta esta misma noche. No puedo
permitir que se celebre el examen si uno de los ejercicios está amañado. Hay
que afrontar la situación.
—Tiene que dejar las cosas como están. Mañana me pasaré
por aquí a primera hora de la mañana y hablaremos del asunto. Es posible que
para entonces me encuentre en condiciones de sugerirle alguna línea de
actuación. Mientras tanto, no cambie usted nada; absolutamente nada.
—Muy bien, señor Holmes.
—Y quédese tranquilo. No le quepa duda de que
encontraremos la manera de solucionar sus dificultades. Me voy a llevar la
masilla negra, y también las virutas de lápiz. Adiós.
Cuando volvimos a salir a la oscuridad del patio miramos
de nuevo las ventanas. El indio seguía dando paseos por la habitación. Los
otros dos estaban invisibles.
—Bien, Watson, ¿qué le parece? —preguntó Holmes en cuanto
salimos a la calle—. Es como un juego de salón, algo así como el truco de las
tres cartas, ¿no cree? Ahí tiene usted a sus tres hombres. Tiene que ser uno de
ellos. Elija. ¿Por cuál se decide?
—El individuo mal hablado del último piso. Es el que
tiene el peor historial. Sin embargo, ese indio también parece un buen pájaro.
¿Por qué estará dando vueltas por el cuarto sin parar?
—Eso no quiere decir nada. Muchas personas lo hacen
cuando están intentando aprenderse algo de memoria.
—Nos miraba de una manera muy rara.
—Lo mismo haría usted si le cayese encima una manada de
desconocidos cuando estuviera preparando un examen para el día siguiente y no
pudiera perder ni un minuto. No, eso no me dice nada. Además, los lápices y las
cuchillas..., todo estaba como es debido. El que sí me intriga es ese
individuo...
—¿Quién?
—Hombre, pues Bannister, el sirviente. ¿Qué pinta él en
este asunto?
—A mí me dio la impresión de ser un hombre completamente
honrado.
—A mí también, y eso es lo que me intriga. ¿Por qué iba
un hombre completamente honrado a... Bueno, bueno, aquí tenemos una papelería
importante. Comenzaremos aquí nuestras investigaciones.
En la ciudad sólo había cuatro papelerías de cierta
importancia, y en cada una de ellas Holmes exhibió sus virutas de lápiz y
ofreció un alto precio por un lápiz igual. En todas le dijeron que podían
encargarlo, pero que se trataba de un tamaño poco corriente y casi nunca tenían
existencias. El fracaso no pareció deprimir a mi amigo, que se encogió de
hombros con una resignación casi divertida.
—No hay nada que hacer, querido Watson. Esta pista, que
era la mejor y la más concluyente, no ha conducido a nada. Aunque, la verdad,
estoy casi seguro de que, aun sin ella, podremos elaborar una explicación
suficiente. ¡Por Júpiter! Querido amigo, son casi las nueve, y nuestra patrona
dijo algo acerca de guisantes a las siete v media. Estoy viendo, Watson, que
con esa manía de fumar constantemente y esa irregularidad en las comidas, van a
acabar por pedirle que se largue, y yo compartiré su caída en desgracia...,
aunque no antes de que haya resuelto el problema del profesor nervioso, el
sirviente descuidado y los tres intrépidos estudiantes.
Holmes no volvió a hacer ningún comentario sobre el caso
aquel día, aunque permaneció sentado y sumido en reflexiones durante mucho
rato, después de nuestra retrasada cena. A las
ocho de la mañana siguiente entró en mi habitación cuando
yo estaba terminando de asearme.
—Bien, Watson —dijo—. Es hora de ir a San Lucas. ¿Puede
prescindir del desayuno?
—Desde luego.
—Soames estará hecho un manojo de nervios hasta que
podamos decirle algo concreto.
—¿Y tiene usted algo concreto que decirle?
—Creo que sí.
—¿Ha llegado ya a alguna conclusión?
—Sí, querido Watson; he solucionado el misterio.
—Pero... ¿qué nuevas pistas ha podido encontrar?
—¡Ah! No en vano me he levantado de la cama a horas tan
intempestivas como las seis de la mañana. He invertido dos horas de duro trabajo
y he recorrido no menos de cinco millas, pero algo he sacado en limpio. ¡Fíjese
en esto!
Extendió la mano, y en la palma tenía tres pequeñas
pirámides de masilla negra.
—¡Caramba, Holmes, ayer sólo tenía dos!
—Y esta mañana he conseguido otra. No parece muy
aventurado suponer que la fuente de origen del número tres sea la misma que la
de los números uno y dos. ¿No cree, Watson? Bueno, pongámonos en marcha y
libremos al amigo Soames de su tormento.
Efectivamente, el desdichado profesor se encontraba en un
estado nervioso lamentable cuando llegamos a sus habitaciones. En unas pocas
horas comenzarían los exámenes, y él todavía vacilaba entre dar a conocer los
hechos o permitir que el culpable optase a la sustanciosa beca. Tan grande era
su agitación mental que no podía quedarse quieto, y corrió hacia Holmes con las
manos extendidas en un gesto de ansiedad.
—¡Gracias a Dios que ha venido! Llegué a temer que se
hubiera desentendido del caso. ¿Qué hago? ¿Seguimos adelante con el examen?
—Sí, sí; siga adelante, desde luego.
—Pero... ¿y ese granuja?
—No se presentará.
—¿Sabe usted quién es?
—Creo que sí. Puesto que el asunto no se va a hacer
público, tendremos que atribuirnos algunos poderes y decidir por nuestra
cuenta, en un pequeño consejo de guerra privado. ¡Colóquese ahí, Soames, haga
el favor! ¡Usted ahí, Watson! Yo ocuparé este sillón del centro. Bien, creo que
ya parecemos lo bastante impresionantes como para infundir terror en un corazón
culpable. ¡Haga el favor de tocar la campanilla!
Bannister acudió a la llamada y reculó con evidente
sorpresa y temor ante nuestra pose judicial.
—Haga el favor de cerrar la puerta —dijo Holmes—. Y
ahora, Bannister, ¿será tan amable de decirnos la verdad acerca del incidente
de ayer?
El hombre se puso pálido hasta las raíces del pelo.
—Se lo he contado todo, señor.
—¿No tiene nada que añadir?
—Nada en absoluto, señor.
—En tal caso, tendré que hacerle unas cuantas
sugerencias. Cuando se sentó ayer en ese sillón, ¿no lo haría para esconder
algún objeto que habría podido revelar quién estuvo en la habitación?
La cara de Bannister parecía la de un cadáver.
—No, señor; desde luego que no.
—Era sólo una sugerencia —dijo Holmes en tono suave—.
Reconozco francamente que no puedo demostrarlo. Pero parece bastante probable
si consideramos que en cuanto el señor Soames volvió la espalda usted dejó
salir al hombre que estaba escondido en esa alcoba.
Bannister se pasó la lengua por los labios resecos.
—No había ningún hombre.
—¡Qué pena, Bannister! Hasta ahora, podría ser que
hubiera dicho la verdad, pero ahora me consta que ha mentido.
El rostro de Bannister adoptó una expresión de huraño
desafío.
—No había ningún hombre, señor.
—Vamos, vamos, Bannister.
—No, señor; no había nadie.
—En tal caso, no puede usted proporcionarnos más
información. ¿Quiere hacer el favor de quedarse en la habitación? Póngase ahí,
junto a la puerta del dormitorio. Ahora, Soames, le voy a pedir que tenga la
amabilidad de subir a la habitación del joven Gilchrist y le diga que baje aquí
a la suya.
Un minuto después, el profesor regresaba, acompañado del
estudiante. Era éste un hombre con una figura espléndida, alto, esbelto y ágil,
de paso elástico y con un rostro atractivo y sincero. Sus preocupados ojos
azules vagaron de uno a otro de nosotros, y por fin se posaron con una
expresión de absoluto desaliento en Bannister, situado en el rincón más
alejado.
—Cierre la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, señor
Gilchrist, estamos solos aquí, y no es preciso que nadie se entere de lo que
ocurre entre nosotros, de manera que podemos hablar con absoluta franqueza.
Queremos saber, señor Gilchrist, cómo es posible que usted, un hombre de honor,
haya podido cometer una acción como la de ayer.
El desdichado joven retrocedió tambaleándose, y dirigió a
Bannister una mirada llena de espanto y reproche.
—¡No, no, señor Gilchrist! ¡Yo no he dicho una palabra!
¡Ni una palabra, señor! —exclamó el sirviente.
—No, pero ahora sí que lo ha hecho —dijo Holmes—. Bien,
caballero, se dará usted cuenta de que después de lo que ha dicho Bannister, su
postura es insostenible, y que la única oportunidad que le queda es hacer una
confesión sincera.
Por un momento, Gilchrist, con una mano levantada, trató
de contener el temblor de sus facciones. Pero un instante después había caído
de rodillas delante de la mesa y, con la cara oculta entre las manos, estallaba
en una tempestad de angustiados sollozos.
—Vamos, vamos —dijo Holmes amablemente—. Errar es humano,
y por lo menos nadie puede acusarle de ser un criminal empedernido. Puede que
resulte menos violento para usted que yo le explique al señor Soames lo
ocurrido, y usted puede corregirme si me equivoco. ¿Lo prefiere así? Está bien,
está bien, no se moleste en contestar. Escuche, y comprobará que no soy injusto
con usted.
»Señor Soames, desde el momento en que usted me dijo que
nadie, ni siquiera Bannister, sabía que las pruebas estaban en su habitación,
el caso empezó a cobrar forma concreta en mi mente. Por supuesto, podemos
descartar al impresor, puesto que éste podía examinar los ejercicios en su
propia oficina. Tampoco el indio me pareció sospechoso: si las pruebas estaban
en un rollo, es poco probable que supiera de qué se trataba. Por otra parte,
parecía demasiado coincidencia que alguien se atreviera a entrar en la habitación,
de manera no premeditada, precisamente el día en que los exámenes estaban sobre
la mesa. También eso quedaba descartado. El hombre que entró sabía que los
exámenes estaban aquí. ¿Cómo lo sabía?
»Cuando vinimos por primera vez a su habitación, yo
examiné la ventana por fuera. Me hizo gracia que usted supusiera que yo
contemplaba la posibilidad de que alguien hubiera entrado por ahí, a plena luz
del día y expuesto a las miradas de todos los que ocupan esas habitaciones de
enfrente. Semejante idea era absurda. Lo que yo hacía era calcular lo alto que
tenía que ser un hombre para ver desde fuera los papeles que había encima de la
mesa. Yo mido seis pies y tuve que empinarme para verlos. Una persona más baja
que yo no habría tenido la más mínima posibilidad. Como ve, ya desde ese
momento tenía motivos para suponer que si uno de sus tres estudiantes era más
alto de lo normal, ése era el que más convenía vigilar.
»Entré aquí y le hice a usted partícipe de la información
que ofrecía la mesita lateral. La mesa del centro no me decía nada, hasta que
usted, al describir a Gilchrist, mencionó que practicaba el salto de longitud.
Entonces todo quedó claro al instante, y ya sólo necesitaba ciertas pruebas que
lo confirmaran, y que no tardé en obtener.
»He aquí lo que sucedió: este joven se había pasado la
tarde en las pistas de atletismo practicando el salto. Regresó trayendo las
zapatillas de saltar, que, como usted sabe, llevan varios clavos en la suela.
Al pasar por delante de la ventana vio, gracias a su elevada estatura, el rollo
de pruebas encima de su mesa, y se imaginó de qué se trataba. No habría
ocurrido nada malo de no ser porque, al pasar por delante de su puerta,
advirtió la llave que el descuidado sirviente había dejado allí olvidada.
Entonces se apoderó de él un repentino impulso de entrar y comprobar si,
efectivamente, se trataba de las pruebas del examen. No corría ningún peligro,
porque siempre podría alegar que había entrado únicamente para hacerle a usted
una consulta.
»Pues bien, cuando hubo comprobado que, en efecto, se
trataba de las pruebas, es cuando sucumbió a la tentación. Dejó sus zapatillas
encima de la mesa. ¿Qué es lo que dejó en ese sillón que hay al lado de la
ventana?
—Los guantes —respondió el joven.
Holmes dirigió una mirada triunfal a Bannister.
—Dejó sus guantes en el sillón y cogió las pruebas, una a
una, para copiarlas. Suponía que el profesor regresaría por la puerta principal
y que lo vería venir. Pero, como sabemos, vino por la puerta lateral. Cuando lo
oyó, usted estaba ya en la puerta. No había escapatoria posible. Dejó olvidados
los guantes, pero recogió las zapatillas y se precipitó dentro de la alcoba. Se
habrán fijado en que el corte es muy ligero por un lado, pero se va haciendo
más profundo en dirección a la puerta del dormitorio. Eso es prueba suficiente
de que alguien había tirado de las zapatillas en esa dirección, e indicaba que
el culpable había buscado refugio allí. Sobre la mesa quedó un pegote de tierra
que rodeaba a un clavo. Un segundo pegote se desprendió y cayó al suelo en el
dormitorio. Puedo agregar que esta mañana me acerqué a las pistas de atletismo,
comprobé que el foso de saltos tiene una arcilla negra muy adherente y me llevé
una muestra, junto con un poco del serrín fino que se echa por encima para
evitar que el atleta resbale. ¿He dicho la verdad, señor Gilchrist?
El estudiante se había puesto en pie.
—Sí, señor; es verdad —dijo.
—¡Cielo santo! ¿No tiene nada que añadir? —exclamó
Soames.
—Sí, señor, tengo algo, pero la impresión que me ha causado
el quedar desenmascarado de manera tan vergonzosa me había dejado aturdido.
Tengo aquí una carta, señor Soames, que le escribí esta madrugada, tras una
noche sin poder dormir. La escribí antes de saber que mi fraude había sido
descubierto. Aquí la tiene, señor. Verá que en ella le digo: «He decidido no
presentarme al examen. Me han ofrecido un puesto en la policía de Rhodesia y
parto de inmediato hacia África del Sur.»
—Me complace de veras saber que no intentaba aprovecharse
de una ventaja tan mal adquirida —dijo Soames—. Pero ¿qué le hizo cambiar de
intenciones?
Gilchrist señaló a Bannister.
—Este es el hombre que me puso en el buen camino —dijo.
—En fin, Bannister —dijo Holmes—. Con lo que ya hemos
dicho, habrá quedado claro que sólo usted podía haber dejado salir a este
joven, puesto que usted se quedó en la habitación y tuvo que cerrar la puerta
al marcharse. No hay quien se crea que pudiera escapar por esa ventana. ¿No
puede aclararnos este último detalle del misterio, explicándonos por qué razón
hizo lo que hizo?
—Es algo muy sencillo, señor, pero usted no podía
saberlo; ni con toda su inteligencia lo habría podido saber. Hubo un tiempo,
señor, en el que fui mayordomo del difunto sir Jabez Gilchrist, padre de este
joven caballero. Cuando quedó en la ruina, yo entré a trabajar de sirviente en
la universidad, pero nunca olvidé a mi antiguo señor porque hubiera caído en
desgracia. Hice siempre todo lo que pude por su hijo, en recuerdo de los viejos
tiempos. Pues bien, señor, cuando entré ayer en esta habitación, después de que
se diera la alarma, lo primero que vi fueron los guantes marrones del señor
Gilchrist encima de ese sillón. Conocía muy bien aquellos guantes y comprendí
el mensaje que encerraban. Si el señor Soames los veía, todo estaba perdido.
Así que me desplomé en el sillón, y nada habría podido moverme de él hasta que
el señor Soames salió a buscarle a usted. Entonces salió de su escondite mi
pobre señorito, a quien yo había mecido en mis rodillas, y me lo confesó todo.
¿No era natural, señor, que yo intentara salvarlo, v no era natural también que
procurase hablarle como lo habría hecho su difunto padre, haciéndole comprender
que no podía sacar provecho de su mala acción? ¿Puede usted culparme por ello,
señor?
—Desde luego que no —dijo Holmes de todo corazón,
mientras se ponía en pie—. Bien, Soames, creo que hemos resuelto su pequeño
problema, y en casa nos aguarda el desayuno. Vamos, Wátson. En cuanto a usted,
caballero, confío en que le aguarde un brillante porvenir en Rhodesia. Por una
vez ha caído usted bajo. Veamos lo alto que puede llegar en el futuro.
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