POR ALGUNA desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar... Pero ¿no sería más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida.
¿Por qué, por qué él?
Su madre se había encogido de hombros al pedirle él
autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera
cuidado con los carros y con las gentes.
Había descendido desde el cerro hasta la carretera y, a
los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a
la pista.
Vacilante, incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus
manos. Diez, diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía
muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios
exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y,
por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que
decía “diez” por sus dos lados.
Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían
más allá de ese otro cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se
detenía y sacaba el billete del bolsillo para comprobar su indispensable
presencia. ¿Había venido el billete hacia él —se preguntaba— o era él el que
había ido hacia el billete?
Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de
basuras, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde
allí divisó el famoso mercado, el mayorista, del que tanto había oído hablar.
¿Eso era Lima, Lima, Lima?... La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le
había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un
millón de personas.
¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado
hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas.
Y ahora él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia...
Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el mercado
mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de
gentes —algunas como él, otras no como él— y el billete anaranjado, quieto,
dócil en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el “diez” por ambos
lados y en eso se parecía a Esteban. Él también llevaba el “diez” en su rostro
y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado, pero sólo
hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de
los hechos, la meta, el horizonte había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora?
No, desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto
aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá
ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado.
Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia,
hasta que llegue a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una
más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra,
y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo,
en el ombligo mismo.
Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban
se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas;
jugaban dos y el resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba
seres como él, gente que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía,
por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos.
¿Cuánto tiempo estuvo contemplándolos? ¿Un cuarto de
hora? ¿Media hora?
¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido,
todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo
acariciaba el billete.
—¡Hola, hombre!
—Hola... —respondió Esteban, susurrando casi.
El chico era más o menos de su misma edad y vestía
pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos,
pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinibles.
—¿Eres de por acá? —le preguntó a Esteban.
—Sí, este... —se aturdió y no supo cómo explicar que
vivía en el cerro y que
estaba de viaje de exploración a través de la bestia de
un millón de cabezas.
—¿De dónde, ah? —se había acercado y estaba frente a
Esteban. Era más alto y
sus ojos, inquietos, le recorrían de arriba abajo—. ¿De
dónde, ah? —volvió a
preguntar.
—De allá, del cerro —y Esteban señaló en la dirección en
que había venido.
—¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza negativamente.
—¿Del Agustino?
—¡Sí, de ahí! —exclamó sonriendo. Ése era el nombre y
ahora lo recordaba.
Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su
tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así
como supo que Lima era muy grande, demasiado grande tal vez; que había un sitio
que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que había
lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas... ¡Lima!... Su tío
había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una
casa. “¿En qué sitio será?”, le había preguntado a su madre. Ella tampoco
sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que
ordenaba partir. ¡Lima!... ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba
así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba
en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.
—Yo no tengo casa... —dijo el chico, después de un rato.
Tiró una bola contra la tierra y exclamó—: ¡Caray, no tengo!
—¿Dónde vives, entonces? —se animó a inquirir Esteban.
El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego
respondió:
—En el mercado; cuido la fruta, duermo a ratos...
—amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó—:
¿Cómo te llamas tú?
—Esteban...
—Yo me llamo Pedro —tiró la bola al aire y la recibió en
la palma de su mano—.
Te juego, ¿ya, Esteban?
Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose
mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos,
pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado,
Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolsas al
bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿Adónde ahora? Empezaron
a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que
estando solo.
Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más
gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía en el
bolsillo. Esteban lo recordó.
—¡Mira lo que me encontré! —lo tenía entre sus dedos y el
viento lo hacía oscilar levemente.
—¡Caray! —exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle—.
¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste?
—Junto a la pista, cerca del cerro —explicó Esteban.
Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato.
Luego preguntó: —¿Qué piensas hacer, Esteban?
—No sé, guardarlo, seguro... —y sonrió tímidamente.
—¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí!
—¿Cómo?
Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un
mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total
despreocupación por el asunto —los negocios— o como una gran abundancia de
posibilidades y perspectivas. Esteban no comprendió.
—¿Qué clase de negocios, ah?
—¡Cualquier clase, hombre! —pateó una cáscara de naranja,
que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus
que la aplastó contra el pavimento—. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y
en unos dos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo.
—¿Una libra más? —preguntó Esteban, asombrándose.
—¡Pero, claro; claro que sí!... —volvió a examinar a
Esteban y le preguntó—: ¿Tú eres de Lima?
Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de
las paredes grises, ni jugando sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de
eso en sus diez años, salvo lo de ese día.
—No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer...
—¡Ah! —exclamó Pedro, observándolo fugazmente—. ¿De
Tarma, no?
—Sí, de Tarma...
Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la
carretera. A medio
kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino,
el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había
preguntado: “¿Iremos a vivir a
Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos: en cuál
de esos barrios quedará la casa de mi tío?” Habían tomado el ómnibus y después
de varias horas de pesado y fatigante viaje arribaban a Lima. ¿Miraflores? ¿La
Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao?
¿Adónde, Esteban, adónde? Su tío había mencionado el
lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. “Debe ser algún barrio nuevo”,
pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes, pero,
cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó al pie de un cerro.
Casas junto al cerro, casas en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro.
Habían subido, y una vez arriba, junto a la choza que
había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia con un millón de cabezas.
La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casas, calles,
techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban
había levantado los ojos y se había sentido tan encima de todo —o tan abajo
quizá—, que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo.
—Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? —Pedro
se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta.
—¿Yo?... —titubeando, preguntó—: ¿Qué clase de negocio?
¿Tendría otro billete mañana?
—¡Claro que sí, por supuesto! —afirmó resueltamente.
La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría
tener otro billete más, y otro más y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente.
Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado.
—¿Qué clase de negocios se puede, ah? —preguntó Esteban.
Pedro se sonrió y explicó:
—Negocios hay muchos... Podríamos comprar periódicos y
venderlos por Lima; podríamos comprar revistas, chistes... —hizo una pausa y
escupió con vehemencia.
Luego dijo, entusiasmándose—: Mira, compramos diez soles
de revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince soles,
palabra.
—¿Quince soles?
—¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos
cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah?
Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una
hora; convinieron en que
Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío;
convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban saldrían
muchísimas cosas.
Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto
a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con
ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como
había recalcado al explicar su situación. Esteban bajó por el sendero
ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en
el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles.
Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro
de la bestia de un millón de cabezas.
—Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban. Las
ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus
hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las
revistas, y así vienen más rápido... ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer
negocios!...
—¿Queda muy lejos el sitio? —preguntó Esteban, al ver que
las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado
Tarma, qué lejos había quedado todo lo que hasta hace unos días había sido
habitual para él.
—No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos
gorreando hasta el centro.
—¿Cuánto cuesta el tranvía?
—¡Nada, hombre! —y se rió de buena gana—. Lo tomamos no
más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza de San Martín.
Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros
increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.
—¿Adónde va toda esa gente en auto?
Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿adónde iban
realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover
la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron
a una especie de parque.
—¡Corre! —le gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba
a ponerse en marcha.
Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se
encaramaron al estribo.
Una vez arriba, se miraron sonrientes. Esteban empezó a
perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo.
La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya
no le importaba estar allí siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el
ombligo mismo de la bestia.
Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente
esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de
sus asientos y Pedro lo estaba empujando.
—Vamos, ¿qué esperas?
—¿Aquí es?
—Claro, baja.
Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento
de la bestia. Esteban veía más gente y la veía marchar —sabe Dios dónde— con
más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como
la gente de Tarma?
—Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a
vender las revistas.
—Bueno —asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se
dijo, lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en
varias más. Eso era lo importante.
—¿Tú tampoco tienes papá? —le preguntó Pedro, mientras
doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía.
—No, no tengo... —y bajó la cabeza, entristecido. Luego
de un momento,
Esteban preguntó—: ¿Y tú?
—Tampoco, ni papá ni mamá —Pedro se encogió de hombros y
apresuró el paso.
Después inquirió descuidadamente—. ¿Y al que le dices
“tío”?
—Ah... él vive con mi mamá; ha venido a Lima de chofer...
—calló, pero en seguida dijo—: Mi papá murió cuando yo era chico...
—¡Ah, caray!... ¿Y tu “tío”, qué tal te trata?
—Bien; no se mete conmigo para nada.
—¡Ah!
Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio
más o menos grande, puertas, ventanas y dos letreros que anunciaban revistas al
por mayor.
—Ven, entra —le ordenó Pedro.
Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo había
revistas, y algunos chicos como ellos; dos mujeres y un hombre seleccionaban sus
compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo
el brazo. Las contó y volvió a revisarlas.
—Paga.
Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete
anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien
teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.
—Paga —repitió Pedro, mostrándole las revistas a un
hombre gordo que controlaba la venta.
—¿Es justo una libra?
—Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.
Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó
por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo
entregó al hombre.
—Vamos —dijo, jalándolo.
Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez
revistas en uno de los muros que circundan el jardín. “Revistas, revistas,
revistas, señor; revistas, señora, revistas, revistas.” Cada vez que una de las
revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban
seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna.
—¿Qué te parece, ah? —preguntó Pedro, sonriendo con
orgullo.
—Está bueno, está bueno... —y se sintió enormemente
agradecido a su amigo y socio.
—Revistas, revistas; ¿no quiere un chiste, señor?
El hombre se detuvo y examinó las carátulas.
—¿Cuánto?
—Un sol cincuenta, no más...
La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas.
¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió.
—Cóbrese.
Y las monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de
Pedro. Esteban se limitaba a observar; meditaba y sacaba sus conclusiones: una
cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra
era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y paladeando
con fruición la vida. Él era el socio capitalista y el negocio marchaba
estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra
revista más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto”,
exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba aprisa, rápidamente.
“¿Adónde van, que se apuran tanto?”, pensaba Esteban.
Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa,
amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con
el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que estaba permitiendo que
el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas
sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados
rincones de la bestia.
“Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes...”
Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y
media.
—¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado!... —prorrumpió
luego.
—¿No has almorzado?
—No, no he almorzado... —observó a posibles compradores
entre las personas que pasaban y después sugirió—: ¿Me podrías ir a comprar un
pan o un bizcocho?
—Bueno —aceptó Esteban inmediatamente.
Pedro sacó un sol del bolsillo y explicó:
—Esto es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
—Sí, ya sé.
—¿Ves ese cine? —preguntó Pedro, señalando a uno que
quedaba en esquina.
Esteban asintió—. Bueno, sigues por esa calle y a mitad
de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o
tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban?
—Ya.
Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos
estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la
tienda. Entró.
—Déme un pan con jamón —pidió a la muchacha que atendía.
Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se
lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador.
—Vale un sol veinte —advirtió la muchacha.
—¡Un sol veinte!... —devolvió el pan y quedó indeciso un
instante. Luego se decidió—: Dame un sol de galletas entonces.
Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba
lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos.
Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista
que le quedaba?
Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría
feliz, absolutamente feliz.
Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle,
esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta
metros más allá había quedado Pedro.
¿O se había confundido? Porque ya Pedro no estaba en ese
lugar ni en ninguno otro.
Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro ni revista, ni quince
soles, ni... ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero ¿no era ahí donde
habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en
el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo
con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más
de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles,
y la revista?
“Bueno, no era necesario asustarse”, pensó. Seguramente
se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Eso tenía que haber sucedido
obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya
estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio.
Más y más minutos fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había ido a
buscar sencillo: ya estaría de regreso de ser así. ¿Entonces?...
—Señor, ¿tiene hora? —le preguntó a un joven que pasaba.
—Sí, las cinco en punto.
Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la
bestia, y prefirió no pensar.
Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no
podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ni ocho ni nueve. ¡Eran
diez años!
—¿Tiene hora, señorita?
—Sí —sonrió y dijo con una voz linda—: Las seis y diez —y
se alejó, presurosa.
¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?... ¿Dónde
estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?... Desgraciadamente
no lo sabía y sólo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando...
—¿Tiene hora, señor?
—Un cuarto para las siete.
—Gracias...
¿Entonces?... Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?...
¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar entonces?... Decenas
de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y
se volvían a encender; y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente
caminaba más aprisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay
que apurarse muchísimo más, apúrense más... Y Esteban permanecía inmóvil, recostado
en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el
bolsillo de Pedro... Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.
Entonces, ¿Pedro lo había engañado?... ¿Pedro, su amigo,
le había robado el billete anaranjado?... ¿O no sería, más bien, la bestia con
un millón de cabezas la causa de todo?... Y ¿acaso no era Pedro parte
integrante de la bestia?...
Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó
una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía.
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