¿Acaso fue creado para
I. Turguénev
Un relato sentimental
(de los recuerdos de un soñador)
Noche primera
Hacía una noche extraordinaria, como solo
puede hacer, querido lector, cuando somos jóvenes. El cielo estaba tan
estrellado y claro que, mirándolo, sin querer te preguntabas: ¿acaso bajo un
cielo así puede vivir gente malhumorada y caprichosa? ¡También esta, querido
lector, es una pregunta que se hace uno cuando es muy, muy joven, pero quiera
Dios que te la hagas más veces…! Hablando de personas caprichosas y de todo
tipo de caballeros malhumorados, no he podido dejar de recordar mi propio
proceder con tan buena conducta durante todo ese día. Desde por la mañana me
estuvo martirizando una extraña melancolía. De pronto me dio la impresión de
que al solitario que era yo todos le habían abandonado y le daban la espalda.
Claro que cualquiera estaría en su derecho de preguntar: ¿y quiénes son esos
todos? Porque llevo ya ocho años viviendo en San Petersburgo, sin poder fraguar
una sola amistad. Pero ¿para qué sirven las amistades? Pues, sin necesidad de
ellas, conozco toda la ciudad. Y esta es la razón por la que me dio la
impresión de que todos me abandonaban cuando los habitantes de San Petersburgo
se levantaban para marcharse a sus casas de campo. Me entró un terrible miedo
de quedarme solo y me pasé tres días deambulando por la ciudad sumido en una
profunda melancolía, sin comprender qué era lo que me sucedía exactamente. Bien
caminando por la avenida Nevski o por el jardín, bien paseando por el muelle,
no hallaba ni a una sola de las personas con las que solía encontrarme en esos
lugares a la misma hora durante todo el año. Ellos, claro está, no me conocen,
pero yo a ellos sí. Los conozco bien. Casi tengo estudiadas sus fisonomías y me
alegra verlos cuando están contentos y me entristezco cuando sus semblantes se
nublan. Prácticamente me he hecho amigo de un ancianito al que veía en la
Fontanka todos los días a la misma hora. ¡Qué rostro tan interesante y
pensativo! No cesa de murmurar y mover la mano izquierda, mientras que en la derecha
lleva un largo bastón de pomo dorado. Incluso se da cuenta de mi presencia y se
alegra de verme. Si algo sucediera y yo no pudiera estar en el lugar conocido
de la Fontanka, estoy convencido de que se pondría melancólico. He aquí por qué
a veces casi nos inclinamos el uno ante el otro, especialmente cuando estamos
de buen humor. Hace poco, cuando estuvimos dos días enteros sin vernos, y nos
encontramos al tercero, estábamos a punto de quitarnos el sombrero, pero
afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo, y bajamos las manos, cruzándonos los
dos con manifiesto interés. También conozco las casas. Cuando voy andando,
parece que cada una de ellas sale corriendo delante de mí por la calle, me mira
con todas sus ventanas faltándole poco para decirme: «¡Hola! ¿Cómo está? ¡Yo
también, gracias a Dios estoy bien de salud, y en el mes de mayo me van a
añadir una planta más!». O bien: «¿Cómo está? ¡A mí mañana me empiezan a hacer
obras!». O incluso: «¡Casi me quemo! ¡Qué susto!», etc. De todas ellas, hay
algunas casas por las que tengo predilección y con las que también tengo algo
de amistad. Una de ellas está dispuesta a curarse este verano bajo la dirección
de un arquitecto. ¡Pasaré por allí a propósito todos los días para ver si le
hacen alguna chapuza! ¡Que Dios la ampare…! Pero jamás olvidaré la historia de
una maravillosa casita de color rosa claro. Era una preciosa casita de piedra
que a mí me miraba de un modo tan hospitalario, y a sus torpes vecinas con
tanto orgullo, que mi corazón se alegraba cuando tenía ocasión de pasar junto a
ella. De pronto, la semana pasada, cuando iba por la calle y miré a mi amiga,
en tono lastimoso le oí exclamar: «¡Me van a pintar de amarillo!». ¡Malvados!
¡Bárbaros! No se apiadan de nada, ni de las columnas ni de las cornisas, y mi
amiga lució un color amarillo canario. Por este motivo casi me da un ataque de
bilis y aún no he recobrado fuerzas para encontrarme con esa pobre y
desfigurada casa, que pintaron del color que mejor le fuera al cielo del
imperio.
De modo que comprenderá usted, lector, de
qué manera conozco todo San Petersburgo.
Como ya dije antes, llevaba tres días
martirizándome el desasosiego, hasta que me di cuenta de lo que se trataba.
También me encontraba mal en la calle (no está este, tampoco aquel, ¿dónde se
habrá metido ese otro?). Y ni siquiera en casa me encontraba a gusto. Dos
tardes enteras me he estado preguntando: ¿qué es lo que echaba yo de menos en
mi rincón? ¿Por qué me encontraba tan a disgusto en él? Y, sin comprenderlo,
observaba sus paredes verdosas, llenas de hollín, el techo cubierto de telas de
araña que, con grandes esfuerzos, quitaba Matriona. Miraba los muebles,
observaba cada silla pensando si la tristeza pudiera deberse a eso (pues con
que hubiera solo una silla mal colocada, como lo estuvo ayer, yo ya no era el
mismo), me asomaba a la ventana, y todo era en vano… ¡Nada me aliviaba! Incluso
se me ocurrió llamar a Matriona y al instante la reprendí paternalmente por las
telas de araña y el desorden general; pero ella solo me miró con asombro y se
dio la vuelta, sin responder palabra, de manera que las telas de araña siguen
hasta ahora colgando felizmente en su sitio. Por fin, solo esta mañana me he
dado cuenta de lo que se trataba. ¡Eh! ¡Pero si se marchan a sus casas de campo
huyendo de mí! Pido disculpas por la trivialidad de la frase, pero hoy no
estaba yo para expresarme con estilo pulido… ya que todos cuantos había en San
Petersburgo, bien se habían trasladado ya a sus casas de campo, bien lo estaban
haciendo ahora; porque cada caballero de buena presencia y buen aspecto que
alquilaba un coche se convertía ante mis ojos en el respetabilísimo padre de
familia que, después de sus quehaceres y obligaciones rutinarios, se dirigía
ligero de equipaje al seno de su familia, a la casa de campo; porque cada uno
de los transeúntes tenía ahora un aspecto especialmente particular, al que solo
faltaba decirle a quien se cruzara: «Nosotros, caballeros, estamos aquí solo de
paso, porque dentro de dos horas nos marchamos a la casa de campo». Si se abría
una ventana en la que repiqueteaban unos dedos tan finos y blancos como el
azúcar, y se asomaba la cabeza de alguna bella muchacha que llamaba al vendedor
ambulante de flores, al instante me daba la impresión de que aquellas flores se
compraban solo por comprar, es decir, que ello en absoluto se hacía para
disfrutar del placer primaveral en el corazón de un piso de la capital, y que
muy pronto todos se trasladarían a sus casas de campo llevándose consigo las
flores. Por si fuera poco, ya había logrado yo tales éxitos en este nuevo tipo
de descubrimientos que ya podía, sin temor a equivocarme, y a juzgar
simplemente por el aspecto, adivinar en qué casa de campo vivía cada cual. Los
habitantes de las islas Kámenny y Aptékarski, o los del camino de Petergof, se
distinguían por la delicadeza de sus maneras, por la elegancia de sus trajes y
los maravillosos coches con que venían a la ciudad. Los habitantes de Pargólovo
y sus afueras, al primer golpe de vista, «impresionaban» por su nobleza y buen
porte. El que vivía en la isla de Krestovski se distinguía por su imperturbable
y alegre aspecto. Si se me presentaba la ocasión de cruzarme con una larga
hilera de transportistas que caminaban perezosamente con las riendas en la mano
junto a sus carretas, llenas hasta arriba, con montañas enteras de todo tipo de
muebles, mesas, sillas, sofás turcos y de otras procedencias, y todo tipo de
bártulos domésticos, encima de los cuales, en lo más alto de la carreta, a
menudo iba sentada una cocinera canija, protegiendo los bienes de sus señores
como oro en paño; y si se me ocurría mirar a las pesadas barcas llenas de carga
doméstica que se deslizaban por el río Nevá, o por la Fontanka, hasta el río
Chiorny o hasta las islas, tanto las cargas como las barcas se multiplicaban
ante mis ojos, por diez y por cien. Parecía que todo se había levantado y había
emprendido el camino, que se trasladaba en caravanas enteras a las casas de
campo; parecía que todo San Petersburgo amenazaba con convertirse en un
desierto, de modo que al final me sentía avergonzado, incómodo y triste.
Verdaderamente, no tenía nada que hacer y ninguna dacha a la que dirigirme.
Estaba dispuesto a marcharme con cada carga, irme con cualquier caballero de
aspecto honorable que alquilaba un coche. Pero decididamente ninguno me
invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si realmente les fuera
ajeno.
Estuve andando mucho rato, de modo que ya
me había dado tiempo, como me ocurre a menudo, a olvidarme de dónde me
encontraba. Cuando quise darme cuenta estaba a las puertas de la ciudad. De
pronto sentí alegría, rebasé la barrera del paso a nivel para cruzarla y caminé
por entre los campos y praderas sembrados, sin reparar en el cansancio, más
bien sintiendo con todo mi cuerpo que me quitaba un peso del alma. Todos los transeúntes
me miraban de un modo tan cordial que solo les faltaba saludarme; absolutamente
todos estaban por alguna razón tan contentos que todos ellos, sin excluir a
ninguno, fumaban puros. También yo estaba tan alegre como no lo había estado
hasta entonces. Es como si de pronto me encontrara en Italia… tanta fue la
impresión que causó la naturaleza a un caballero enclenque como yo, que estaba
a punto de ahogarse entre las paredes de la ciudad.
Hay algo inexplicablemente conmovedor en
nuestra naturaleza petersburguesa cuando, al comenzar la primavera, de pronto
muestra toda su potencia, todas las fuerzas que le deparó el cielo; se reviste
toda, se engalana, se llena de abigarradas flores… Involuntariamente, me evoca
a una muchacha enfermiza y marchita, a la que unas veces se mira con lástima,
otras, con cariño y compadecimiento, otras simplemente uno no se percata de
ella; y que de pronto, inesperadamente, se convierte en extraordinariamente
bella, y usted, impresionado y extasiado, se pregunta sin querer: ¿qué fuerza
ha hecho brillar con fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho
sonrosarse esas pálidas y flacas mejillas?, ¿qué cubrió de pasión esos
delicados rasgos de la cara?, ¿qué hace que su corazón palpite así?, ¿qué ha
suscitado esa fuerza, vida y belleza en el rostro de la pobre joven,
obligándolo a iluminarse con esa sonrisa, a revivir con esa resplandeciente y
chispeante risa? Uno mira alrededor y busca algo, se da cuenta de algo… Pero
pasado un instante, e incluso probablemente al día siguiente, vuelve usted a
ver de nuevo la mirada pensativa y despistada de antes, el mismo semblante
pálido, la misma humildad y timidez en sus movimientos, e incluso remordimiento
y huellas de alguna tristeza mortecina y enojo por un momento de pasión… Y uno siente
lástima de que tan pronto, y sin retorno, se haya marchitado aquella
instantánea belleza que tan engañosamente y en vano brilló ante usted; se
siente triste por no haber tenido tiempo a enamorarse de ella…
Pero ¡a pesar de todo mi noche fue aún mejor
que el día! He aquí lo que sucedió.
Regresé a la ciudad muy tarde, y ya habían
dado las diez de la noche cuando me propuse volver a mi piso. Mi camino me
llevaba a lo largo del muelle del canal, en el que a esas horas no encuentras
un alma. A decir verdad, vivo en una zona alejada de la ciudad. Iba caminando y
cantando, porque cuando me siento feliz irremediablemente maúllo alguna melodía
dentro de mí, como cualquier hombre feliz que no tiene amigos, ni buenos
conocidos, y quien en momentos felices de la vida no tiene con quién compartir
su alegría. De pronto me sucedió una aventura de lo más inesperada.
Cerca de mí, con los codos en la barandilla
del muelle, había una mujer apoyada en la rejilla mirando atentamente las
turbias aguas del canal. Llevaba un bonito sombrero de color amarillo y una
mantilla muy coqueta de color negro. «Es una joven, y seguramente morena»,
pensé yo. Al parecer, no se había percatado de mis pasos, y ni siquiera se
inmutó cuando pasé junto a ella, con la respiración entrecortada y el corazón
palpitando. «¡Qué raro!», pensé, «seguramente estará sumida en algún
pensamiento»; y de pronto me detuve como si me hubiera quedado petrificado. Me
pareció oír un sordo sollozo. ¡Sí! No me había equivocado: la muchacha estaba
llorando, y a cada minuto le sobrevenían sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el
corazón. Y por muy vergonzoso que fuera yo con las mujeres, al tratarse de una
cuestión así… me di la vuelta, retrocedí un paso hacia ella y al instante
habría querido decirle: «¡Señorita!», de no ser porque esa exclamación había
sido miles de veces empleada en todas las novelas rusas de alta sociedad. Eso
fue lo único que me detuvo. Pero, mientras rebuscaba la palabra, la muchacha se
repuso, se dio la vuelta, se percató de mi presencia, bajó la mirada y me
esquivó por el muelle. Yo la seguí al instante, pero ella se dio cuenta,
abandonó el muelle, cruzó la calle y siguió caminando por la otra acera. Yo no
me atreví a cruzar la calle. Mi corazón se estremecía como el de un pajarillo
recién capturado. De pronto un suceso salió en mi ayuda.
Al otro lado de la acera, cerca de mi
desconocida, de repente apareció un caballero vestido de frac, entrado en años,
aunque con unos andares poco nobles. Iba tambaleándose y apoyándose
cuidadosamente sobre la pared. La muchacha, por el contrario, caminaba como una
flecha, deprisa y tímidamente, tal y como andan todas las jóvenes que no desean
que alguien les ofrezca acompañarlas de noche a su casa, y claro está que el
caballero que se tambaleaba no la habría alcanzado por nada del mundo, si en mi
destino no se hubiera interpuesto una artificiosa estratagema. De pronto, sin
decir palabra, el caballero arrancó a correr tras la joven para alcanzar a mi
desconocida. Ella caminaba tan rauda como el viento, pero el tambaleante
caballero que iba en pos de ella la alcanzó, la muchacha lanzó un grito… y ¡yo
bendigo el destino por llevar en aquella ocasión un bastón de nudos en mi mano
derecha! Al instante me encontré en la otra acera y el inesperado caballero
enseguida comprendió de qué se trataba, y se percató de mi irrebatible motivo.
No dijo palabra, se quedó rezagado, y solo cuando ya estábamos muy lejos
comenzó a protestar, insultándome en unos términos muy enérgicos. Pero sus
palabras apenas llegaban hasta nosotros.
—Deme la mano —dije yo a mi desconocida—, y
él ya no se atreverá a molestarla.
Ella en silencio me dio su mano todavía
temblorosa por el miedo y el sobresalto. ¡Oh, inesperado caballero, cuánto te
agradecí aquel momento! La miré de soslayo: era muy bella y morena: había
acertado; en sus negras pestañas todavía brillaban lágrimas de un reciente
disgusto o alguna desgracia acaecida. No lo sé. Pero en sus labios ya
resplandecía una sonrisa. También ella me miró a hurtadillas. Se sonrojó
ligeramente y bajó la mirada.
—Lo ve. ¿Por qué me rehuyó usted antes? Si
yo hubiera estado aquí, nada habría ocurrido…
—Pero si yo no le conocía: pensaba que
usted también…
—Pero ¿acaso me conoce ahora?
—Un poco. Por ejemplo, ¿por qué está usted
temblando?
—¡Oh! ¡Ha acertado al primer golpe de
vista! —respondí yo, completamente entusiasmado de que mi muchacha fuera
inteligente: eso nunca estorba a la belleza—. Pero si desde el primer momento
se dio cuenta usted de con quién trataba. Es cierto, soy tímido con las
mujeres. No estoy menos turbado que usted hace un momento, cuando ese caballero
le dio el susto… Ahora estoy algo avergonzado. Parece un sueño, y ni siquiera
en un sueño podría presentárseme la idea de hablar con una mujer.
—¿Cómo es eso? ¿Es cierto…?
—Y si mi mano está temblorosa es porque
nunca había cogido una mano tan agradable y pequeñita como la suya. He perdido
la costumbre de tratar con las mujeres; quiero decir que nunca he tratado con
ellas, soy un solitario… Si ni siquiera sé cómo hablarles. He aquí que no sé
cómo dirigirme a ellas. Tampoco sé ahora mismo si le habré dicho alguna
tontería. Dígamelo directamente; se lo aseguro, no soy de los que se ofenden…
—No, nada, nada, al contrario. Y si usted
exige que yo sea sincera, entonces le diré que a las mujeres les gusta este
tipo de timidez; y si desea saber algo más, le diré que también a mí me gusta,
y no le echaré de mi lado hasta llegar a casa.
—Va a conseguir usted que deje de sentirme
intimidado —empecé a decirle entusiasmado— y de tener vergüenza al momento, y
entonces ¡adiós a todos mis procedimientos…!
—¿Procedimientos? ¿Qué procedimientos? Y
¿para qué? Esto ya sí es una tontería.
—Yo tengo la culpa, se me ha escapado. Pero
¿cómo quiere que en un momento así no tenga yo algún deseo…?
—¿De agradar, acaso?
—Pues sí; pero, por favor, tenga usted la
bondad. ¡Júzguese tal y como soy! Porque yo ya tengo veintiséis años, y jamás
he tratado con nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con habilidad y oportunamente? A
usted le resultará más cómodo cuando todo quede explicado con claridad… No sé
callar cuando me habla el corazón. Bueno, si da lo mismo. ¡Créame que no he
conocido jamás a ninguna mujer! ¡Jamás! ¡No he conocido a ninguna! Y no hago
más que soñar que finalmente algún día me encontraré con alguien. ¡Oh! ¡Si
supiera cuántas veces he estado enamorado de ese modo…!
—Pero ¿cómo? ¿De quién?
—Pues de nadie, de un ideal, de la que se
me aparece en sueños. Creo en mi imaginación novelas enteras. ¡Oh, usted no me
conoce! A decir verdad, sí he conocido a dos o tres mujeres, pero ¡qué mujeres!
Son una especie de patronas que… Le voy a hacer reír si le cuento que en unas
cuantas ocasiones estuve tentado de entablar una conversación (así, por las
buenas) con alguna aristócrata en la calle, cuando estaba ella sola, claro
está; entablar una conversación tímida, respetuosa y apasionadamente; decirle
que me muero de soledad, que no me eche de su lado, que no tengo posibilidad de
conocer a mujer alguna; infundirle, incluso, que está obligada como mujer a no
despreciar una petición tan tímida que procede de alguien tan infeliz como yo.
Que, finalmente, cuanto estoy pidiendo se limita únicamente a dirigirme un par
de palabras amistosas, participando, sin echarme desde el primer momento de su
lado; a creer en lo que digo, escucharme, reírse de mí, si viniera al caso, a
que me diera esperanzas, que me dijera un par de palabras, solo un par, ¡aunque
después ya no nos volviéramos a ver más…! Pero se ríe usted… Por lo demás,
hablo solo para hacerla reír…
—No se enoje; me río porque es usted su
propio enemigo, y si lo intentara lo conseguiría, aunque la ocasión surgiera en
la calle: cuanto más sencillo, mejor… Ninguna mujer buena, a menos que fuera
una estúpida, o estuviera especialmente enfadada por algo en aquel momento, se
decidiría a echarle de su lado sin haberle dejado pronunciar esas dos palabras
que usted suplica tan tímidamente… ¡Además, quién soy yo para hablar! Lo más
probable es que lo tomara por un loco. Pero juzgo por mí misma. ¡Como si yo
supiera mucho de cómo vive la gente en este mundo!
—¡Oh, se lo agradezco! —exclamé yo—, ¡no
sabe cuánto ha hecho ahora por mí!
—¡Está bien! ¡Está bien! Pero, dígame, ¿por
qué ha sabido que yo era una de esas mujeres con las que… bueno, bueno, a las
que considera dignas… de atención y amistad… en una palabra, que no era una
patrona, como usted las llama? ¿Por qué ha decidido acercarse a mí?
—¿Que por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba
usted sola y aquel señor era excesivamente atrevido, y ahora es de noche:
reconózcalo, tenía que hacerlo…
—No, no, antes de eso, estando allí, en la
otra acera. Porque usted quería acercarse a mí, ¿no es cierto?
—¿Allí, en aquella acera? A decir verdad,
no sé qué decir; temo… ¿Sabe una cosa? Hoy me he sentido feliz; iba caminando y
cantando. Estuve en las afueras de la ciudad; hasta ahora no había sentido
momentos tan felices. Usted… a mí, puede que me haya parecido… Bueno, disculpe
si se lo recuerdo: me pareció que estaba usted llorando, y no podía oírlo… el
corazón se me estremeció… ¡Oh, Dios mío! Bueno, pues sí, ¿acaso no podía sentir
lástima hacia usted? ¿Acaso sería un pecado sentir hacia usted una compasión
fraternal…? Perdone, he dicho compasión… Bueno, pues sí, en una palabra, ¿acaso
podía ofenderla porque involuntariamente se me ocurriera acercarme a usted…?
—Déjelo, ya es suficiente, no hable más…
—dijo la muchacha, bajando la mirada y apretando mi mano—. La culpa es mía por
haber empezado a hablar de eso; pero estoy contenta de no haberme confundido
respecto a usted… Bueno, pues ya he llegado a casa. Tengo que ir por aquí, por
esta callejuela. Estoy a dos pasos… Adiós, le agradezco…
—Pero ¿acaso es posible que no nos volvamos
a ver más…? ¿Es que esto se va a quedar así?
—Lo ve —dijo la muchacha sonriendo—, usted
deseaba primero intercambiar solo un par de palabras, y ahora… Por lo demás, no
le prometo nada… Puede que nos encontremos…
—Vendré aquí mañana —dije yo—. ¡Oh,
disculpe, ya estoy exigiendo…!
—Sí, es usted muy impaciente… casi está
exigiendo…
—¡Escuche, escuche! —la interrumpí—.
Discúlpeme si de nuevo le digo algo por el estilo… Pero atienda una cosa: no
podré dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador; tengo tan poca vida privada,
y unos minutos como estos, como los de ahora, se me presentan en tan escasas
ocasiones que no puedo dejar de repetirlos en mis pensamientos. Estaré soñando
con usted toda la noche, toda la semana y el año entero. Irremediablemente
vendré aquí mañana, exactamente aquí, a este mismo lugar, a la misma hora, y
seré feliz recordando lo de ayer. Este lugar ya me es querido. Tengo dos o tres
lugares de estos en San Petersburgo. En una ocasión hasta lloré recordando
algo, igual que usted… ¿Quién sabe? Puede que usted, hace diez minutos, también
llorara recordando algo… Pero discúlpeme, de nuevo se me ha pasado; puede que
usted en alguna ocasión haya sido especialmente feliz aquí…
—Está bien —dijo la joven—, a lo mejor yo
también vendré aquí mañana, a las diez. Veo que ya no se lo puedo prohibir… La
cuestión está en que tengo que estar aquí; no piense que le estoy citando. Le
aseguro que yo tengo que estar aquí. Bueno… se lo diré directamente: no estaría
mal que también viniera usted. Por un lado, de nuevo podríamos tener algún
disgusto como el de hoy, y por otro… en una palabra, simplemente me gustaría
verle… para intercambiar con usted un par de palabras. Pero, lo ve, ¿no me
estará juzgando usted ahora? ¿No se pensará que estoy dándole una cita con
mucha ligereza…? Yo se la daría, a no ser… Pero ¡que eso sea un secreto mío!
Antes de todo una condición…
—¡Una condición!… Dígala, cuénteme,
cuéntemelo todo. Estoy dispuesto a todo, a todo —exclamé yo entusiasmado—. Yo
respondo por mí: seré obediente, respetuoso… Usted me conoce…
—Porque le conozco, le estoy invitando
mañana —dijo la muchacha sonriendo—. Le conozco perfectamente. Pero tenga en
cuenta una cosa, venga con una condición. Sobre todo (sea amable y cumpla lo
que le pida: está viendo que le hablo con franqueza): no se enamore de mí… Eso
está prohibido, se lo aseguro. Estoy dispuesta a una amistad, y aquí tiene mi
mano… Pero ¡no se enamore, se lo ruego!
—¡Se lo juro! —exclamé yo cogiéndole la
mano…
—Es suficiente. No jure, porque sé que es
usted capaz de estallar como la pólvora. No me juzgue por hablar así. Si usted
supiera… Tampoco yo tengo a nadie con quien intercambiar palabra, y a quien
pedirle un consejo. Claro está que no iba a buscar un consejero en la calle,
pero usted es una excepción. Le conozco como si fuéramos amigos desde hace
veinte años… ¿Verdad que no va usted a cambiar?
—Ya lo verá… solo que no sé cómo sobreviviré
estas veinticuatro horas.
—¡Que tenga un feliz sueño! Buenas noches;
y recuerde que ya he confiado en usted. Pero hace un rato lanzó usted una
exclamación tan hermosa que ¡acaso hay que dar explicaciones de cada
sentimiento, incluso en el sentido fraternal! ¿Sabe una cosa? Lo expresó usted
de una forma tan bella que al instante se me pasó por la cabeza la idea de
confiar en usted…
—¡Por el amor de Dios! Pero ¿de qué se
trata? ¿Qué es?
—Hasta mañana. Que de momento sea un
secreto. Será mejor para usted; aunque lejanamente se parezca a una novela.
Puede que se lo diga mañana y puede que no… Todavía tengo que hablar más con
usted, conocernos mejor…
—¡Oh, sí! Mañana le contaré todo sobre mi
persona. Pero ¿qué es esto? ¡Parece que me está sucediendo un milagro…! ¿Dónde
estoy? ¡Dios mío! Pero, dígame, ¿acaso no está satisfecha de sí misma por no
haberse enfadado conmigo como lo hubiera hecho otra mujer? ¿Por no haberme
rechazado desde el primer momento? Dos minutos, y me ha convertido usted para
siempre en una persona feliz. ¡Sí! ¡Feliz! ¿Quién sabe? Puede que me haya
reconciliado conmigo mismo y haya resuelto mis dudas… Es posible que me
sobrevengan minutos de esa naturaleza… Pero bueno, ya mañana le contaré todo, y
usted lo sabrá todo, todo…
—Está bien, estoy de acuerdo. Empezará
usted.
—Estoy conforme.
—¡Adiós!
Y nos despedimos. Estuve deambulando toda
la noche. No me decidía regresar a casa. ¡Estaba tan feliz…! ¡Hasta mañana!
Noche segunda
—¡Bueno, ya veo que ha sobrevivido! —me
dijo ella sonriendo y estrechándome las manos.
—Llevo aquí ya dos horas. ¡No sabe cómo lo
he pasado durante el día!
—Lo sé, lo sé… pero vayamos al asunto.
¿Sabe por qué he venido? Pues no para decir cosas absurdas como ayer. Mire una
cosa: debemos actuar con más inteligencia. Estuve dando muchas vueltas a todo esto
ayer por la noche.
—¿En qué aspecto he de actuar con más
inteligencia? Por mi parte, estoy dispuesto. Pero, a decir verdad, nunca en la
vida me han ocurrido cosas tan sensatas como las de ahora.
—¿De veras? En primer lugar, se lo suplico,
no me apriete tanto las manos; y en segundo lugar, le confieso que hoy he
estado pensando durante mucho rato en usted.
—Y bien, ¿qué ha concluido?
—¿Qué he concluido? He concluido que es
preciso comenzar por el principio, porque hoy he decidido que usted es
completamente desconocido para mí, y que ayer me comporté como una cría, una
jovencita; claro está, mi buen corazón tiene la culpa de todo. Es decir, yo me
alabé, como siempre sucede cuando uno empieza a examinar su vida. Y por ello,
para enmendar el error, he decidido enterarme ahora acerca de su vida de la
manera más detallada posible. Y como no tengo a nadie que me la cuente, deberá
hacerlo usted mismo, para que se conozca todo el intríngulis. Por ejemplo, ¿qué
tipo de persona es usted? ¡Vamos! ¡Cuente su historia!
—¡Historia! —exclamé yo asustado—.
¡Historia! Pero ¿quién le ha dicho que yo tengo una historia? No tengo
historia…
—Entonces, ¿cómo ha vivido usted sin una
historia? —interrumpió ella, sonriendo.
—Pues ¡sin historia alguna! Como dicen
aquí, simplemente viviendo, es decir, completamente solo; solo del todo.
¿Comprende lo que quiere decir solo?
—Pero ¿cómo que solo? ¿Quiere decir que
jamás ha visto a nadie?
—¡Oh, no! Veía a gente, pero a pesar de
todo estaba solo.
—Pero ¿acaso no habla usted con nadie?
—En sentido estricto, con nadie.
—Entonces, explíquese: ¿quién es usted?
Espere, yo misma lo adivinaré: usted, al igual que yo, tiene una abuela. La mía
es ciega y lleva toda la vida sin dejarme ir a ninguna parte, de modo que hasta
casi se me olvida hablar. Y cuando hace dos años hice una trastada, al darse
ella cuenta de que no había forma de sujetarme, cosió mi vestido al suyo con un
imperdible y así nos pasamos sentadas días enteros; ella tejiendo calcetines
aunque esté ciega, y yo junto a ella, cosiendo o leyendo un libro en voz alta.
De esta forma tan rara, llevo ya dos años prendida con un imperdible a su
vestido…
—¡Oh, Dios mío, qué desgracia! Pues no, yo
no tengo una abuela como la suya.
—Y si no es así, ¿cómo puede quedarse
sentado en casa…?
—Espere, ¿quiere saber quién soy?
—¡Pues sí!, ¡sí!
—¿En el estricto sentido de la palabra?
—¡En el más estricto!
—Disculpe, soy… un tipo.
—¡Un tipo, un tipo! ¿Qué tipo? —exclamó la
muchacha riéndose como si no tuviera oportunidad de reírse así durante todo el
año—. Pero ¡si es muy divertido estar con usted! Mire: aquí hay un banco.
¡Sentémonos! ¡Por aquí no pasa nadie y nadie nos oirá! ¡Comience ya a contar su
historia! Porque usted no me convencerá, tiene una historia, solo que la está
ocultando. En primer lugar, ¿qué es un… tipo?
—¿Un tipo? Un tipo es algo original, un
hombre muy gracioso —respondí yo, soltando una carcajada a continuación de su
risa infantil—. Es un tipo de carácter. Escuche: ¿sabe usted lo que es un
soñador?
—¿Un soñador? Disculpe, ¿cómo no iba a
saberlo? ¡Yo misma soy una soñadora! Algunas veces que estoy sentada junto a la
abuela, hay que ver la de ideas que me vienen a la cabeza. Te pones a soñar y
te quedas tan ensimismada en los pensamientos que vas y te casas con un
príncipe chino… ¡O quizás no, sabe Dios! Especialmente cuando tienes en qué
pensar sin necesidad de recurrir a eso —añadió la joven esta vez con un tono
bastante serio.
—¡Excelente! Puesto que si en una ocasión
se casó con un emperador chino, en tal caso, me entenderá a la perfección.
Escuche… Pero permítame: si todavía no sé cómo se llama usted.
—¡Por fin! ¡A buenas horas!
—¡Ay, Dios mío!; es que no me dio por
pensar en ello, me encontraba muy a gusto sin necesidad de saberlo…
—Me llamo Nástenka.
—¡Nástenka! Y ¿nada más?
—Nada más. ¿Acaso es poco? ¡Qué insaciable
es usted!
—¿Que si es poco? Mucho, mucho, al
contrario, es muchísimo, Nástenka. Es usted una muchacha muy bondadosa, ya que
desde el principio ha sido Nástenka para mí.
—¡Eso es! ¡Bueno!
—Pues bien, escuche, Nástenka, qué historia
más ridícula me va a salir.
Me senté junto a ella, adopté una pose
entre pedante y seria y comencé a hablar como si estuviera leyendo un libro:
—Hay en San Petersburgo, Nástenka, si no lo
sabe usted, unos rincones bastante curiosos. En esos lugares parece que no
asoma el mismo sol que para el resto de los petersburgueses, sino otro, nuevo,
como si se encargara a propósito para esos rincones, luciendo con una luz
diferente, muy particular. En esos rincones, querida Nástenka, se vive de una
forma completamente diferente que en nada se parece a la que bulle en torno a
nosotros, sino que por el contrario se vive una vida que bien pudiera
transcurrir en otro reino desconocido, y no aquí en este tiempo tan
tremendamente serio. Pues precisamente esa vida viene a ser una mezcla de algo puramente
fantástico, ardiente e ideal, con (¡oh, Nástenka!) algo terriblemente prosaico
y corriente, por no decir trivial hasta más no poder.
—¡Uf! ¡Oh, Dios mío! ¡Vaya introducción!
¿Qué es lo que oigo?
—Lo que oye usted, Nástenka (creo que jamás
me cansaría de llamarla Nástenka). Sí, lo que oye usted es que en esos rincones
vive gente rara, soñadora. El soñador, si es necesario definirlo con más
precisión, no es un hombre, sino, si quiere saberlo, un ser de género neutro.
Se ubica generalmente en algún rincón inaccesible, como si se escondiera del
mundo, y se introduce en él apegándose a su rincón como un caracol, o al menos
pareciéndose mucho a ese curioso animal que es casa y animal a la vez, como la
tortuga. ¿Por qué cree usted que ama tanto sus cuatro paredes, pintadas
precisamente de verde, cubiertas de hollín, tristes e inadmisiblemente
impregnadas de tabaco? ¿Por qué ese ridículo caballero, cuando le visita alguno
de sus pocos conocidos (y lo que sucede es que se queda sin amigos), lo recibe
de un modo tan tímido, demudándosele la cara y quedándose tan azorado como si
acabara de cometer un crimen entre esas cuatro paredes, o de hacer unos
billetes falsos o algunos versos para enviar a una revista con carta anónima,
dejando constancia en ella de que el verdadero poeta ha muerto y de que su
amigo considera un deber sagrado publicar sus versos? ¿Por qué, dígame,
Nástenka, no fluye la conversación entre esos dos interlocutores? ¿Por qué ni
la risa ni una palabra alegre salen de la boca del desconcertado compañero que
acababa de irrumpir en su casa, y al que en otras ocasiones le gusta tanto la
risa como las palabras alegres, así como las conversaciones sobre el bello
sexo, y otros temas amenos? ¿Por qué, finalmente, ese compañero, al que
probablemente conociera no hace mucho, ya en su primera visita (dado que no
habrá otra, pues el compañero ya no volverá más), se queda tan confuso,
petrificado, con lo ocurrente que es (¡eso solo si lo es!), al mirar la cara de
zozobra del dueño, a quien a su vez ya le dio tiempo a quedarse completamente
confuso, embrollarse tras los gigantescos y vanos esfuerzos de allanar y
adornar la conversación, mostrándole a su vez desde su perspectiva los
conocimientos que tiene de la sociedad, y hablarle de la belleza del sexo opuesto,
aunque solo fuera por agradar con este humilde gesto al pobre hombre que cayó
en un lugar inapropiado visitándole por error? ¿Por qué razón el huésped de
pronto coge su sombrero y sale apresuradamente acordándose de un asunto muy
importante, que jamás existió, y libera como puede su mano de los calurosos
apretones del dueño, que por todos los medios intenta demostrar su
arrepentimiento y enderezar el asunto? ¿Por qué el compañero que sale de su
casa suelta una carcajada al cerrar la puerta, y se da palabra de no volver a
entrar en casa de ese ser tan estrafalario, aunque este, en esencia, sea un
joven maravilloso que a su vez no puede dejar de imaginar algo caprichoso: de
comparar, aunque sea muy lejanamente, la fisonomía de su compañero de
conversación durante el tiempo que duró la visita con el aspecto de aquel
gatito infeliz al que estrujaron los niños, espachurrándolo y ofendiéndolo de
todas las maneras posibles, tomándolo a la fuerza como presa, confundiéndole
hasta más no poder, para meterse finalmente debajo de una silla, en la
oscuridad, donde se vio obligado a pasar una hora entera, con el pelo erizado,
bufando y lavando con sus dos patitas su ofendido hociquito; y que,
transcurrido un buen rato, mira hostil el mundo y la vida, e incluso los restos
de la comida de los señores que le lleva la compasiva ama de llaves?
—Escuche —interrumpió Nástenka, que durante
todo ese tiempo estuvo escuchándome asombrada y boquiabierta—. Escuche: ignoro
por completo por qué ha sucedido todo esto y por qué me hace usted preguntas
tan ridículas. Pero de lo que estoy segura es de que todas esas aventuras de
cabo a rabo le ocurrieron irremediablemente a usted.
—Sin duda alguna —respondí yo con cara muy
seria.
—Pues, si no cabe duda, entonces continúe
—respondió Nástenka—, porque tengo muchas ganas de saber cómo termina eso.
—¿Desea saber, Nástenka, lo que hacía
nuestro héroe en su rincón, o mejor dicho, yo, porque el héroe de todo esto soy
yo, con la particular timidez que me caracteriza? ¿Quiere saber por qué me
había alarmado y turbado tanto durante el resto del día la inesperada visita
del compañero? ¿Desea saber por qué me estremecí y me sonrojé tanto al abrir la
puerta de mi casa? ¿Por qué no supe recibir la visita y me sentí morir,
avergonzado bajo el peso de mi propia hospitalidad?
—Pues ¡sí! ¡Sí! —respondió Nástenka—, en
ello está la cuestión. Escuche: usted lo narra maravillosamente, pero ¿no se
podría contar de un modo más sencillo? Porque habla usted como si leyera un
libro.
—¡Nástenka! —le respondí con voz grave y
severa, sin poder apenas aguantar la risa—. ¡Querida Nástenka, sé que lo cuento
muy bien, pero siento no poder contarlo de otro modo! Ahora, querida Nástenka,
me parezco al espíritu del rey Salomón, que permaneció durante mil años
encerrado en una urna bajo siete sellos, y al que finalmente liberaron. Y ahora,
cuando nos hemos encontrado de nuevo tras una larga separación… porque yo ya la
conozco desde hace mucho, y porque desde hace tiempo estuve buscando a alguien,
lo que significa que la estuve buscando precisamente a usted y que nos estaba
destinado encontrarnos; ahora en mi cabeza se han abierto miles de válvulas y
tengo que derramar un río de palabras, pues de lo contrario me ahogaría. De
manera que le suplico que no me interrumpa, Nástenka, sino que me escuche
paciente y atentamente. De lo contrario, me callaré.
—¡De ninguna manera! ¡Hable! Ahora no diré
ni una palabra.
—Continúo: hay en el día, mi querida amiga
Nástenka, una hora que yo adoro extraordinariamente. Viene a ser la hora en que
la gente termina casi todos sus quehaceres, obligaciones y deberes, y todos
corren deprisa hacia sus casas para comer, descansar, y, mientras tanto, él
camina y se inventa otros temas divertidos relacionados con la tarde, la noche
y el tiempo restante. A esa hora, también nuestro héroe, y permítame, Nástenka,
hablar en tercera persona, porque en primera me resultaría tremendamente
bochornoso contarle todo esto, de modo que a esa hora, nuestro héroe, que
también tiene cosas que hacer, va caminando con los demás. Pero un extraño
sentimiento de satisfacción juguetea en su semblante pálido y ligeramente
arrugado. Mira con indiferencia el crepúsculo vespertino que se apaga
lentamente en el frío cielo petersburgués. Miento cuando digo que mira. Porque
no mira, sino que contempla inconscientemente como si a la vez estuviera cansado
o ensimismado en alguna otra cuestión más interesante, de modo que solo de
pasada, y casi involuntariamente, repara en lo que le rodea. Se siente
satisfecho porque ha finalizado hasta mañana los asuntos que le resultan
tediosos, y está tan contento como un colegial al que liberan del pupitre para
que se distraiga con travesuras y juegos divertidos. Mírele de reojo, Nástenka:
al instante verá que la alegría ya afectó felizmente a sus débiles nervios y su
fantasía, enfermizamente irritada. Y he aquí lo que piensa… ¿Cree usted que en
la comida? ¿En la tarde de hoy? ¿Qué es lo que mira de ese modo? ¿A ese
caballero de tan buen aspecto cual si estuviera plasmado en un cuadro,
inclinándose ante la dama que acaba de pasar junto a él en un espléndido coche
de veloces caballos? No, Nástenka, ¡qué le importan todas esas pequeñeces!
Ahora ya es rico con su particular vida. De repente parece convertirse en un
hombre rico, y el rayo de despedida del sol que se apaga no brilló en vano
alegremente delante de él, sino que suscitó en su cálido corazón todo un
enjambre de recuerdos. Ahora apenas se fija en aquel camino en el que antes le
podía sorprender la cosa más nimia. Ahora la diosa Fantasía (si ha leído usted
a Zhukovski, querida Nástenka) ya bordó con caprichosa mano su pátina de oro,
desplegando ante él bordados de una vida desconocida, extravagante; y ¿quién
sabe?, puede que lo transporte con su mágica mano hasta el séptimo cielo de
cristal, arrancándole del espléndido suelo de granito por el que está
caminando. Intente detenerle ahora y pregúntele: ¿dónde se encuentra ahora y
por qué calles caminó? Probablemente no recuerde nada, ni por dónde anduvo, ni
dónde se encuentra ahora, y, sonrojándose de angustia, mentiría ligeramente
para salvar las apariencias. Esa es la respuesta a por qué se estremeció casi
hasta gritar al mirar temeroso alrededor cuando una distinguida anciana que se
había equivocado de camino le detuvo cortésmente en la acera para preguntarle
por una calle. Sigue adelante con el entrecejo arrugado sin percatarse apenas
de que más de un transeúnte sonrió al verle, volviéndose para mirarle, y de que
alguna pequeña, que le cedió tímida el paso, soltó una carcajada al mirar con
ojos como platos su amplia sonrisa contemplativa y sus gestos de manos. Y, sin
embargo, esa misma Fantasía arrancó también en su vuelo juguetón a la anciana,
a los curiosos transeúntes, a la niña que se rio, y a los muzhiks que se pasan
la tarde en sus barcas que invaden la Fontanka (supongamos que en ese momento
nuestro héroe está pasando por ella), prendiendo traviesamente todo y a todos
en su cañamazo como moscas en una tela de araña. Con su nueva adquisición, el
estrafalario entra en su acogedora madriguera, se sienta a cenar, termina, y
solo regresa a la realidad cuando la pensativa y siempre triste Matriona, que
le sirve, haya recogido la mesa y entregado la pipa. Es cuando se despabila y
con sorpresa recuerda que ya cenó, completamente abstraído de cómo había
transcurrido aquello. La habitación se queda a oscuras. Siente vacío y tristeza
en su alma. Todo un reino de sueños se acaba de derrumbar alrededor de él,
destruyéndose sin dejar huella, sin ruido ni estrépito, pasando junto a él como
una visión, sin que él mismo pueda recordar lo que ha visto. Pero una sensación
oscura hace gemir y atormentar su pecho. Una sensación nueva que tienta e
irrita su fantasía suscita imperceptiblemente todo un enjambre de nuevos
espectros. El silencio reina en la pequeña habitación. La soledad y la pereza
acarician la fantasía. Esta se enciende con suavidad, y se pone ligeramente en
ebullición como el agua en la tetera de la vieja Matriona, que prosigue
tranquilamente con sus quehaceres en la cocina, preparando el café. He aquí que
ya se empieza a abrir camino entrecortadamente, y el libro cogido sin finalidad
alguna y al azar le resbala entre las manos a mi soñador, que no ha llegado ni
a la tercera página. Su imaginación de nuevo está lista para despertar,
suscitarse, y de pronto otra vez un nuevo mundo, una nueva y maravillosa vida
brilla junto a él en su centelleante perspectiva. ¡Un nuevo sueño, una nueva
vida! ¡Una nueva dosis de un veneno refinado y voluptuoso! ¡Oh! ¡Qué le importa
nuestra vida real! Para su mirada cautiva, usted y yo, Nástenka, llevamos una
vida perezosa, lenta y desvaída. ¡Para su mirada, todos nosotros estamos tan
descontentos de nuestro destino y tan fatigados de nuestra vida! Y,
verdaderamente, fíjese y verá cómo en realidad, al primer golpe de vista, todo
entre nosotros parece frío, lúgubre, como si estuviéramos enfadados…
«¡Pobres!», piensa mi soñador. Y no es de extrañar que piense así. ¡Fíjese en
esas visiones mágicas! ¡De qué modo tan encantador, con qué filigranas, y de
qué manera tan caprichosa e ilimitada se compone ante él un cuadro mágico y
animado, donde en primer plano y en primera persona, evidentemente, aparece él,
nuestro soñador, con su especial particularidad! ¡Fíjese en qué diferentes
acontecimientos, y qué infinito enjambre de sueños ardientes! Tal vez se
pregunte usted qué está soñando. ¿Para qué preguntarlo? Pues sueña con todo,
con el destino del poeta, desconocido al principio y coronado después; con la
amistad de Hoffmann; con la noche de san Bartolomé, con la Diana de Vernon, con
el papel heroico ante la toma de Kazán por Iván Vasílievich; Clara Mowbray,
Effie Deans, el concilio de los prelados y Huss ante ellos, con la rebelión de
los muertos en la obertura (¿se acuerda de la música?: ¡huele a cementerio!)
con Minna y Brenda, la batalla de Berezina, la lectura del poema en casa de la
condesa V. D., con Danton, con Cleopatra, e i suoi amanti, La casita en
Kolomna, de Pushkin, con su rinconcito junto a un ser querido, que le escucha
en una tarde de invierno con los ojos y la boca abiertos, tal y como me escucha
usted ahora, mi pequeño ángel… ¡No, Nástenka, qué más le da, qué le importa al
voluptuoso holgazán esta vida, a la que tanto nos aferramos! Él piensa que esta
vida es pobre y triste, sin adivinar que también le llegará el día en que suene
la hora fatal, en que por un día de esta triste vida entregaría él todos sus
años fantásticos, y no ya a cambio de la alegría o la felicidad, pues no
tendría preferencias en esa hora de tristeza, arrepentimientos y dolor sin
obstáculos. Pero, hasta que llegue ese momento amenazador, no desea nada, pues
está por encima de los deseos porque lo tiene todo, está saciado, él mismo es
el artífice de su vida, que va creando a su antojo a cada momento. ¡Y es que
ese mundo de cuento y fantasía se va creando de un modo tan fácil y natural!
Como si realmente todo ello no fueran visiones. Pero a decir verdad está
dispuesto a aceptar, en ese momento, que toda esa vida no es efecto de la
excitación de los sentidos, sino que todo ello es verdaderamente real,
auténtico y tangible. Y ¿por qué, dígame, Nástenka, por qué durante esos
minutos se le estremece el alma? ¿Por qué tipo de magia o voluntad invisible se
le acelera el pulso, las lágrimas brotan de los ojos del soñador, arden sus
pálidas y humedecidas mejillas y toda su existencia se llena de ese
irresistible deleite? ¿Por qué noches enteras de insomnio duran un instante,
lleno de inagotable alegría y felicidad, y cuando en su ventana brilla el alba
con su rayo de color rosa iluminando al amanecer la sombría habitación con una
luz incierta y fantástica, como ocurre en nuestras casas de San Petersburgo,
nuestro soñador, fatigado y agotado, se deja caer sobre la cama para quedarse
dormido con el alma presa de éxtasis por la enfermiza exaltación de su espíritu
y el dulce y agotador dolor de su corazón? Sí, Nástenka, nuestro héroe le hace
involuntariamente creer a uno que una pasión verdadera y genuina le atormenta
el alma, cree que hay algo vivo, tangible, en sus sueños incorpóreos. ¡Y, sin
embargo, qué engaño! El amor ha penetrado en su pecho con toda su inagotable
alegría y sus agotadores sufrimientos… Basta mirarle para convencerse. ¿Podrá
creer al mirarle, querida Nástenka, que realmente jamás conoció a la que tanto
amó en sus frenéticos sueños? ¿Acaso solo la vio en sus seductoras visiones y
solo ha soñado esa pasión? ¿Es posible que de veras no hayan caminado cogidos
de la mano en todos los años de su vida, solos los dos, dejando el mundo a un
lado y uniendo cada uno su mundo y su vida con los del compañero? ¿Acaso no era
ella quien, a última hora de la separación, estaba apoyada en su pecho
sollozando y triste, sin oír la tormenta que se preparaba bajo el cielo
amenazador, ni el viento que le arrancaba las lágrimas de sus negras pestañas?
¿Acaso todo ello había sido un sueño? ¡Y ese jardín, melancólico, abandonado y
salvaje, con sus caminitos cubiertos de musgo, solitario y sombrío, donde tanto
pasearon los dos, presos de esperanza y melancolía y amándose tan intensamente
el uno al otro, «tanto tiempo y con tanta ternura»! ¿Y aquella extraña y vieja
casa, en la que durante tanto tiempo vivió ella en soledad y tristeza junto a
su viejo y lúgubre marido, eternamente callado y bilioso, que los asustaba como
a niños tímidos que ocultaban el amor que se tenían? ¡Cómo sufrían! ¡Cómo
temían y qué puro e inocente era su amor! ¡Y, por supuesto, Nástenka, qué
malvada era la gente! ¡Dios mío! ¿Acaso él no la encontró a ella después lejos
de su tierra, bajo un cielo extraño, meridional y cálido, en una ciudad
maravillosa y eterna, en el esplendor de un baile, bajo el estruendo de la
música, en un palazzo, «precisamente un palazzo», ahogado en el mar de luces,
sobre un balcón cubierto de mirto y rosas, en el que ella, reconociéndole, se
quitó apresuradamente la máscara y susurrando: «¡Soy libre!» se lanzó
temblorosa a sus brazos? Y exclamando de entusiasmo, abrazándose los dos, se
olvidaron por un instante de la pena, la separación, los sufrimientos, la casa
lúgubre, el anciano y el jardín sombrío en la lejana tierra, y del banco en
que, tras el último beso apasionado, ella se arrancó de sus brazos petrificados
por la tristeza y la desesperación… ¡Oh!, reconocerá, Nástenka, que uno se
agitará, se turbará y se ruborizará como un colegial que acaba de meter en su
bolsillo la manzana robada del jardín vecino cuando un muchacho alto y fuerte,
juguetón y bromista, su amigo anónimo, abre la puerta y grita como si nada
pasara: «¡Hermano, acabo de llegar de Pavlovsk!». ¡Dios mío! ¡Ha muerto el
viejo conde, comienza una felicidad inenarrable…! ¡Y en ese momento llega gente
de Pavlovsk!
Me callé patéticamente, finalizando mis
conmovedoras exclamaciones. Recuerdo que tenía enormes ganas de echarme a reír
a carcajadas, porque sentía un malévolo diablillo agitarse en mi interior; se
me ponía un nudo en la garganta, me temblaba la barbilla y los ojos se me humedecían
cada vez más… Yo esperaba que Nástenka, que me estaba escuchando con sus
inteligentes y abiertos ojos, se echara a reír con su risa infantil e
irresistiblemente alegre. Me arrepentía de haber llegado tan lejos y de haber
contado en vano aquello que bullía en mi corazón desde hacía tiempo y acerca de
lo cual podía hablar como si leyera un libro; porque desde hacía mucho había
preparado la sentencia en contra de mí mismo, y no me resistía ahora a leerla,
sin esperar que se me comprendiera. Pero para mi sorpresa ella se quedó
callada, y después de un rato me estrechó la mano y me dijo tímidamente:
—¿De veras que ha vivido usted así durante
toda su vida?
—¡Toda la vida, Nástenka! —respondí—. ¡Toda
la vida, y me parece que también la acabaré del mismo modo!
—¡No, eso no puede ser! —dijo ella,
inquieta—. Eso no sucederá; del mismo modo tampoco yo puedo pasarme la vida
entera junto a mi abuela. ¡Escuche! ¿Sabe usted que no está bien vivir de ese
modo?
—¡Lo sé, Nástenka! ¡Lo sé! —exclamé sin
poder contener mi emoción—. ¡Ahora más que nunca sé que he malgastado los
mejores años de mi vida! ¡Ahora lo sé, y eso me causa más dolor, porque Dios
mismo me ha enviado a usted, a mi bondadoso ángel, para decirme esto y
demostrármelo! Ahora que estoy sentado junto a usted y le hablo, hasta me da
miedo pensar en el futuro, porque en el futuro… de nuevo me espera la soledad,
de nuevo esa vida rancia e inútil. Y ¿con qué podría soñar cuando ya he sido
tan feliz en la vida real junto a usted? ¡Que Dios la bendiga, querida muchacha,
porque no me rechazó desde el primer momento, y porque ya puedo decir que he
vivido dos noches en mi vida!
—¡Oh, no, no! —exclamó Nástenka, y unas
lagrimillas brillaron en sus ojos—. ¡Eso ya no sucederá! ¡No nos separaremos de
ese modo! ¿Qué es eso de dos noches?
—¡Oh, Nástenka, Nástenka! ¿Sabe para cuánto
tiempo me ha reconciliado conmigo mismo? ¿Sabe que ahora ya no pensaré tan mal
de mí mismo como lo he hecho otras veces? ¿Sabe que posiblemente ya no me
entristeceré por haber cometido un crimen o un pecado en mi vida, porque esta
vida es un delito y un pecado? ¡Y no piense que le estoy exagerando, por el
amor de Dios, no lo piense, Nástenka, porque a veces me sobrevienen momentos de
tanta, tanta melancolía…! Porque entonces me parece que ya no seré capaz de
empezar a vivir de otro modo; porque me parece que he perdido todo el tacto y
la intuición en lo real, en lo tangible; porque finalmente lancé maldiciones
contra mí mismo; porque a mis noches de fantasía les sobrevienen momentos de
desembriagamiento, que son horribles. Y mientras tanto oyes cómo a tu
alrededor, en un torbellino vital, la muchedumbre humana da vueltas
estruendosamente; oyes y ves cómo vive la gente (que vive de verdad), y ves que
la vida para ellos no está hecha por encargo, que su vida no se esfumará como
un sueño o una visión; que su vida, siempre joven, se renueva continuamente, y
ni una sola de sus horas se parece a otra, que lo que resulta aburrido y
monótono hasta el extremo es la asustadiza fantasía, sierva de la sombra, de la
idea; sierva de la primera nube que repentinamente ha tapado el sol y estruja
en la melancolía el verdadero corazón petersburgués, que tanto aprecia su sol.
Y ¿qué fantasía puede haber en la tristeza? Sientes que ella finalmente se
cansa, se agota en su continua tensión, porque uno finalmente madura dejando
atrás sus ideales de antes, que se esfuman como el polvo y se rompen en
pedazos; y si no hay otra vida, es preciso construirla con esos mismos pedazos.
¡Mientras tanto el alma ansía y te pide algo diferente! ¡Y en vano escarba el
soñador entre sus viejas fantasías, como si fueran ceniza en la que busca algún
rescoldo para reavivar el fuego y calentar su frío corazón, haciendo resurgir
de nuevo en él todo cuanto ha sido tan querido, cuanto arrebataba el alma,
cuanto le hacía hervir la sangre, arrancando lágrimas y cautivando sutilmente!
¿Sabe a lo que he llegado, Nástenka? ¿Sabe que hasta me siento obligado a
celebrar el aniversario de mis sensaciones, el aniversario de aquello que antes
me resultaba tan querido?; algo que en realidad nunca existió (porque ese
aniversario se celebra conforme a aquellos sueños absurdos e incorpóreos), y
esos sueños absurdos ni siquiera existen y no hay por qué sobrevivirlos: porque
también los sueños se sobreviven. ¿Sabe que ahora, en una fecha determinada, me
gusta recordar y visitar aquellos lugares donde algún día fui feliz a mi
manera? ¿Sabe que me gusta construir lo presente conforme a lo que se fue sin
retorno, y a menudo deambulo por las callejuelas y avenidas petersburguesas
como una sombra triste y afligida, sin finalidad ni necesidad alguna? Y ¡qué
recuerdos! Me viene a la memoria, por ejemplo, que justo en ese lugar, hace un
año, a la misma hora, caminé por esa acera igual de solitario que ahora.
Recuerdo que también entonces las ideas eran tristes y, aunque no estuviera
mejor, parece que de alguna manera resultaba más fácil vivir, y que no te
atormentaba esa idea oscura que ahora no te abandona; que no tenías esos
remordimientos de conciencia; remordimientos oscuros, lúgubres, que ahora no te
dejan en paz ni de día ni de noche. Y te preguntas: ¿dónde están tus sueños? Y
sacudes la cabeza diciendo: ¡cómo pasan los años! Y de nuevo te preguntas: ¿qué
has hecho con tus años?, ¿dónde has enterrado tus mejores años? ¿Has vivido o
no? ¡Mira!, te dices a ti mismo. ¡Qué frío se llega a sentir en esta vida!
Pasarán los años y vendrá la lúgubre soledad, y después, junto al bastón, la
trémula vejez y, detrás de ella, la tristeza y la melancolía. Palidecerá tu
mundo fantástico, se petrificarán y ahogarán tus sueños, y caerán cual hojas
amarillentas de los árboles… ¡Oh, Nástenka, será triste quedarse solo,
completamente solo sin tener nada que lamentar! Nada, absolutamente nada…
¡porque todo cuanto has perdido, todo eso no ha sido nada, porque el absurdo y
aberrante cero no ha sido más que un sueño!
—¡Bueno, no me haga ponerme más triste!
—dijo Nástenka, secándose una lagrimilla que salía de sus ojos—. ¡Ahora ya ha
terminado! Ahora estaremos los dos juntos; me pase lo que me pase, no nos
separaremos jamás. Escuche. Soy una muchacha sencilla, he estudiado poco,
aunque la abuela pagaba a un profesor para darme clases. Pero, a decir verdad,
yo le entiendo, porque todo cuanto usted me acaba de contar también lo he
vivido yo cuando la abuela me cosió con imperdibles a su vestido. Yo no lo
habría podido contar tan bien como usted, porque no he estudiado —repitió
tímidamente, expresando todavía admiración y respeto por mi discurso patético y
mi elevado estilo—; pero estoy muy contenta de que haya confiado en mí. Ahora
yo le conozco bien, le conozco a fondo. Y ¿sabe una cosa? Me gustaría contarle
también mi historia, toda íntegra, sin ocultar nada, y después de ello me dará
usted un consejo. Es usted una persona muy inteligente, ¿me da su palabra de
que me dará ese consejo?
—¡Oh, Nástenka! —respondí—. Aunque antes
jamás había sido consejero, y menos aún consejero inteligente, me parece
sensato lo que usted me propone. Bueno, mi querida Nástenka, ¿de qué consejo se
trata? Dígamelo abiertamente. Ahora me siento tan contento y feliz, tan
valiente y ocurrente, que no será necesario recurrir a trucos para responder
con palabras precisas.
—¡No, no! —interrumpió Nástenka echándose a
reír—, no me hace falta un consejo inteligente, sino uno que salga del corazón,
fraternal, como si me quisiera usted hace ya un siglo.
—¡De acuerdo, Nástenka! ¡De acuerdo!
—exclamé entusiasmado—. ¡Si yo la quisiera veinte años, a pesar de ello no la
querría más de lo que la quiero ahora!
—¡Deme su mano! —dijo Nástenka.
—¡Aquí está! —le respondí yo, dándole la
mano.
—Comencemos mi historia, pues.
La historia de Nástenka
—Ya conoce usted la mitad de la historia,
es decir, ya sabe usted que tengo una abuela anciana…
—Y si la segunda mitad es tan corta como
esta… —la interrumpí yo sonriendo.
—Calle y escuche. Antes que nada vamos a
poner la condición de no interrumpir, porque de lo contrario me equivocaré.
Bueno, pues escuche atentamente:
»Yo tengo una abuela anciana. Vivo con ella
desde que era muy pequeña, porque mis padres murieron. Hay que tener en cuenta
que antes la abuela vivía mejor, pues hasta hoy recuerda días mejores. Ella fue
quien me enseñó francés y después me buscó un profesor particular. Cuando yo
tenía quince años, pues ahora tengo diecisiete, terminaron mis estudios. Y en
ese tiempo fue cuando hice algunas travesuras; lo que hice no se lo voy a
contar, pero es suficiente con que le diga que no fue nada grave. Entonces una
mañana me llamó la abuela y me dijo que, como estaba ciega, no podía vigilarme.
Cogió entonces un imperdible y prendió su vestido al mío, diciendo que así es
como viviríamos siempre, si yo, claro está, no sentaba la cabeza. En una
palabra, al principio no podía apartarme de ella de ninguna de las maneras:
tenía que hacerlo todo junto a la abuela: trabajar, leer, estudiar. Una vez se
me ocurrió hacer un truco y convencí a Fiokla para que se sentara en mi lugar.
Fiokla es nuestra criada y está sorda. Se sentó en mi lugar. Durante ese rato
la abuela se quedó dormida en su sillón, y yo me fui a casa de una amiga que no
vive lejos. Pero la cosa terminó mal. La abuela se despertó cuando yo no había
regresado aún y preguntó algo pensando que yo estaba quieta sentada en mi
sitio. Fiokla, al ver que la abuela la preguntaba, y ella que no oía lo que le
decía, sin saber qué hacer, desabrochó el imperdible y salió corriendo…
Llegado este punto Nástenka se calló y se
echó a reír. Yo me reí con ella. Pero ella al instante se detuvo.
—Escuche: usted no se ría de la abuela. Yo
me río, porque me hace gracia… Pero ¿qué se puede hacer cuando la abuela es
así? Pero yo, a pesar de todo, la quiero un poco. Y bien, entonces recibí mi
merecido: al instante me sentó nuevamente a su lado sin que ya pudiera moverme
ni hacer nada.
»Bueno, se me había olvidado decirle que
tenemos, más bien que la abuela tiene, su propia casa, es decir, una casita
pequeña, con solo tres ventanas, de madera y tan vieja como la abuela. Arriba
hay un desván; y un día un inquilino nuevo se instaló en nuestro desván…
—¿Se entiende que era un inquilino mayor?
—puntualicé yo de pasada.
—Pues claro —respondió Nástenka—, y sabía
estar callado mejor que usted. Aunque a decir verdad apenas hablaba. Era un
anciano seco, mudo, ciego y cojo, de manera que finalmente se le hizo imposible
vivir en este mundo y murió. Después de aquello tuvimos que instalar a otro
inquilino, pues no podíamos vivir sin alquilar. Nuestros únicos ingresos eran
la pensión de la abuela y lo que cobrábamos por el alquiler. Y, como si fuera a
propósito, el nuevo inquilino era un hombre joven que no era de aquí sino que
estaba de paso. Como no regateó, la abuela lo aceptó. Después me preguntó:
«¿Qué, Nástenka, es joven nuestro inquilino?». No quise mentirle y dije:
«Bueno, abuela, no es del todo joven, pero tampoco parece viejo». «Bueno ¿y
tiene buen aspecto?», preguntó la abuela.
»Tampoco quise mentirle. «Sí, tiene buen
aspecto, abuela». Y la abuela me dijo: «¡Ay, qué castigo! Te lo digo, nieta,
para que no le mires a la cara. ¡Vaya tiempos que corren! ¡Hay que ver, un
inquilino tan insignificante, y tiene que tener buen aspecto! ¡Eso no pasaba en
mis tiempos!».
»La abuela lo relacionaba todo con sus
tiempos. En sus tiempos ella era más joven, el sol calentaba más, las ciruelas
no se ponían tan pronto ácidas… y todo lo relacionaba con sus tiempos mozos. Y
he aquí que estoy yo sentada y pensando: «¿Por qué la abuela me hace esas
preguntas: que si el inquilino tiene buen aspecto, que si es joven?». Pero eso
solo lo pensé un momento y continué sentada contando los puntos y haciendo
calceta, olvidándome después de ello por completo.
»Un día por la mañana vino a vernos el
nuevo inquilino para recordarnos que habíamos prometido empapelarle la
habitación. Una palabra siguió a la otra, y como la abuela es charlatana me
dice: «Ve, Nástenka, a mi dormitorio y tráeme las cuentas». Yo me levanté
deprisa y sin saber por qué me sonrojé toda, olvidándoseme además que estaba
sentada y prendida con un imperdible. En lugar de desabrochar despacito el
imperdible para que el inquilino no se percatara, di un tirón tan fuerte que
arrastré el sillón de la abuela. Al darme cuenta de que ahora el inquilino lo
sabía todo sobre mí, me sonrojé, me quedé clavada en el sitio y de pronto rompí
a llorar. ¡Sentí en aquellos momentos tanta vergüenza y amargura que quería
morirme! Y la abuela gritó: «¿Qué haces quedándote ahí parada?», y yo lloraba
aún más… Al ver el inquilino que estaba abochornada delante de él, hizo una
reverencia y se marchó.
»Desde entonces, cuando oía un ruido en el
zaguán, me quedaba paralizada. «Ya está», pensaba yo, «ya viene el inquilino»,
y por si acaso desabrochaba despacito el imperdible. Pero no era él. No venía.
Pasaron dos semanas: el inquilino nos envió un recado a través de Fiokla en que
decía que tenía muchos libros en francés que eran muy buenos, y que podíamos
leerlos. Que si no le gustaría a la abuela que yo se los leyera para no
aburrirse. La abuela aceptó agradecida, pero no paró de preguntar si eran libros
morales, «en caso de que no lo sean, tú, Nástenka, no debes leerlos pues
aprenderías cosas malas».
»—¿Y qué puedo aprender, abuela? ¿Qué es lo
que dicen?
»—¡Ah! —me dijo—. Escriben cómo los jóvenes
seducen a las muchachas, y bajo el pretexto de casarse con ellas se las llevan
de la casa paterna para después abandonar a las pobres muchachas a la voluntad
de Dios, que se pierden de la manera más lamentable. Yo —dijo la abuela— he
leído muchos de esos libros, y todo está tan maravillosamente expresado que te
pasas la noche leyéndolos en silencio. Así que tú —dijo—, Nástenka, ten
cuidado, no los leas. ¿Y qué libros ha traído? —preguntó la abuela.
»—Todos son novelas de Walter Scott,
abuela.
»—¡Las novelas de Walter Scott! Bueno, ¿y
no habrá en ellas algún truco? Mira a ver si no habrá introducido él dentro
alguna notita de amor.
»—No, abuela —le dije—, no hay ninguna
nota.
»—Mira debajo de la encuadernación. ¡A
veces, ellos las introducen allí, entremedias, los muy tunantes…!
»—No abuela. Tampoco hay nada debajo de la
encuadernación.
»—Bueno, está bien.
»De modo que nos pusimos a leer a Walter
Scott y en cosa de un mes nos leímos casi la mitad de los libros. Después él
continuó enviándonos más. Nos mandó la obra de Pushkin, de modo que yo ya no
podía vivir sin libros y dejé de pensar en casarme con un príncipe chino.
»Así transcurrían las cosas cuando un día
me crucé en la escalera con nuestro inquilino. La abuela me había mandado a
hacer un recado. Él se detuvo, yo me sonrojé toda, y él también, pero se echó a
reír, me saludó y preguntó por la salud de la abuela, y me dijo: «Y bien, ¿ha
leído usted los libros?». Y yo le respondí: «Los he leído». «¿Y cuál le ha
gustado más?». Y yo le dije: «Ivanhoe y Pushkin son los que más me han
gustado». Con esto concluyó aquella vez la conversación.
»Al cabo de una semana de nuevo me topé con
él en la escalera. En aquella ocasión no iba a hacer ningún recado de la abuela
sino que era yo quien necesitaba algo. Eran cerca de las tres y el inquilino
volvía a esa hora a casa. «¡Hola!», me dijo. Y yo le respondí: «¡Hola!».
»—¿Y qué? —me dijo—, ¿no se aburre usted de
estar todo el día sentada junto a la abuela?
»Cuando me preguntó aquello, no sé por qué
me ruboricé toda, me avergoncé y me sentí ofendida, seguramente al pensar que
ya era un tema que estaba en boca de todos. Estuve a punto de no responderle y
marcharme, pero no tuve fuerzas.
»—¡Escuche! —me dijo—, ¡si usted es una
buena muchacha! Disculpe que le hable en este tono, pero le aseguro que deseo
su bien más que su abuela. ¿No tiene usted ninguna amiga a la que pudiera
visitar?
»Le respondí que no tenía ninguna, que tuve
una, Máshenka, pero que se había marchado a vivir a Pskov.
»—Escuche —me dijo él—. ¿Quiere venir
conmigo al teatro?
»—¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?
»—Pues márchese usted despacito de su lado…
»—No —le dije—. No quiero engañar a la
abuela. ¡Adiós!
»—Bueno, pues adiós —respondió él, y no
dijo más.
»Pero después de la comida vino a vernos.
Se sentó y estuvo largo rato hablando con la abuela, preguntando si salía a
alguna parte, si tenía conocidos. Y de pronto dijo:
—Pues hoy he sacado un palco para la ópera.
Representan El barbero de Sevilla. Unos conocidos querían ir a verlo, pero
después desistieron y me he quedado con una entrada en la mano.
»—¡El barbero de Sevilla! —exclamó la
abuela—. ¿Y es el mismo Barbero que representaban en mis tiempos?
»—Sí, el mismo —dijo él mirándome—; ¿lo
conoce? —yo ya lo había comprendido todo, me sonrojé, y el corazón me saltaba
por la espera.
»—¡Cómo no iba a conocerlo! —respondió la
abuela—. En mis tiempos yo misma representé el papel de Rosina en un teatro
casero.
»—¿Y no querría ir hoy? —dijo el
inquilino—. La entrada que tengo se perdería en vano.
»—¡Pues sí, vayamos! —dijo la abuela—. ¿Por
qué no habíamos de ir? Pero resulta que mi Nástenka nunca ha estado en el
teatro.
»¡Dios mío, qué alegría! Al momento nos
pusimos en marcha, nos arreglamos y partimos al teatro. La abuela aunque
estuviera ciega deseaba oír música, pero aparte de eso es buena, pues lo que
más quería era agradarme a mí, porque por nuestra cuenta nosotras nunca nos
habríamos decidido a ir. No le voy a contar la impresión que me causó El
barbero de Sevilla, solo que durante toda la tarde nuestro inquilino me miraba
de un modo tan agradable, se dirigía a mí en un tono tan cortés, que enseguida
comprendí que por la mañana me pondría a prueba proponiéndome que me fuera sola
con él al teatro. ¡Bueno, qué alegría! Me fui a dormir tan orgullosa, tan
alegre, y el corazón me latía con tanta fuerza que hasta tuve un poco de fiebre
y me pasé la noche delirando con El barbero de Sevilla.
»Yo creí que después de aquello el
inquilino vendría a vernos más a menudo, pero no lo hizo. Casi dejó de
visitarnos. Como máximo un par de veces al mes y solo para invitarnos al teatro.
Fuimos al teatro dos veces más. Solo que yo no estaba contenta. Me percaté de
que a él simplemente le daba lástima que yo viviera en esas condiciones con la
abuela; nada más. Según pasaba el tiempo me di cuenta de que no podía estarme
quieta sentada: no leía, tampoco hacía mis labores, a veces me echaba a reír y
le hacía alguna travesura a la abuela para hacerla rabiar, y otras, simplemente
me echaba a llorar. Finalmente adelgacé y casi caigo enferma. Pasó la temporada
de ópera y el inquilino dejó de visitarnos por completo. Cuando nos
encontrábamos (siempre en la misma escalera, se entiende), él se inclinaba sin
decir nada, todo serio, como si no quisiera hablar, y bajaba después al porche
mientras yo seguía aún en mitad de la escalera, colorada como una cereza,
porque al cruzarme con él empezaba a subírseme toda la sangre a la cabeza.
»Y ahora ya viene el final. Hace ahora
justo un año, en el mes de mayo, vino el inquilino a casa diciendo a la abuela
que ya había concluido todas sus gestiones aquí y que debía partir de nuevo a
Moscú por un año. En cuanto lo oí, me quedé pálida y como muerta me dejé caer
en la silla. La abuela no se percató de nada. Y él, tras decirnos que nos
dejaba, se despidió y se marchó.
»¿Qué iba yo a hacer? Le di muchas vueltas,
estaba muy triste, hasta que por fin tomé una decisión. Él se marchaba al día
siguiente y decidí resolverlo todo por la noche, cuando la abuela se fuera a
dormir. Y así pasó. Hice un hatillo y metí todo dentro; todo cuanto tenía de
vestidos y ropa, y con él en la mano, ni viva ni muerta, me dirigí al desván
donde vivía nuestro inquilino. Creo que tardé una hora en subir la escalera. En
cuanto abrí la puerta para entrar en su habitación, él me vio y dio un grito.
Debió de pensar que era un fantasma y fue corriendo a ofrecerme agua, porque
apenas me tenía en pie. El corazón me latía con fuerza, me dolía la cabeza y
estaba mareada. Cuando me recompuse, puse mi hatillo en su cama, me senté junto
a él, me tapé la cara con las manos y rompí a llorar desconsoladamente. Él
pareció comprenderlo todo al instante, y permanecía delante de mí pálido y
mirándome de un modo tan triste que faltaba poco para que me estallara el
corazón.
»—Escúcheme —dijo él—. Escúcheme, Nástenka,
no puedo hacer nada. Soy pobre y de momento no puedo ofrecer nada, ni siquiera
un puesto de trabajo decente. ¿Cómo íbamos a vivir si yo me casara con usted?
»Estuvimos hablando largo rato, pero
finalmente yo estallé y le dije que no podía vivir con la abuela, que me
escaparía de su lado, que no quería que me cosiera con un imperdible, y que si
él quería me iría con él a Moscú, porque no podía vivir sin él. La vergüenza,
el amor y el orgullo… todo ello hablaba al mismo tiempo en mi interior, y me
faltó poco para caer en la cama y delirar. ¡Temía tanto el rechazo!
»Estuvo un rato sentado en silencio,
después se levantó, se acercó a mí y me cogió de la mano.
»—¡Escuche, mi buena y querida Nástenka!
—dijo con lágrimas en la voz—. Escuche. Le juro que si en algún momento tengo
posibilidades de casarme, inmediatamente formaría usted parte de mi felicidad.
Le aseguro que ahora solo usted puede hacerme feliz. Escuche, yo me voy a Moscú
y permaneceré allí justo un año. Espero arreglar mis asuntos. Cuando regrese y
si usted sigue queriéndome, le juro que seremos felices. Pero ahora es
imposible, no puedo, no tengo derecho a ofrecerle nada. Le juro que, si no es
al cabo de un año, algún día se hará realidad; se entiende que en caso de que
no prefiera usted a otro, porque no puedo ni me atrevo a pedirle que me dé su palabra.
»Eso fue lo que me dijo, y al día siguiente
se marchó. Lógicamente acordamos no decir ni palabra de aquello a la abuela.
Así lo quiso él. Y, bueno, ahora ya casi termina mi historia. Pasó justo un
año. Él regresó, y ya lleva aquí tres días y…
—Y ¿qué? —exclamé yo impaciente por oír el
final.
—¡Hasta ahora no se ha presentado!
—respondió Nástenka como si quisiera recobrar fuerzas—. No se sabe nada de él…
Llegado este punto se detuvo, se quedó
callada, bajó la cabeza y de pronto, tapándose la cara con las manos, empezó a
sollozar de tal modo que mi corazón al oír su llanto dio un vuelco.
No podía imaginarme un desenlace así.
—¡Nástenka! —dije con voz tímida e
insinuante—. ¡Nástenka, no llore, por el amor de Dios! ¿Cómo lo sabe usted?
Puede que aún no haya venido…
—¡Está aquí! ¡Está aquí! —respondió
rápidamente Nástenka—. Yo sé que se encuentra aquí. Habíamos acordado una cosa.
Aquella noche, antes de su marcha, cuando nos dijimos todo lo que yo le conté,
acordamos salir a dar un paseo por aquí, justamente en este muelle. Eran las
diez de la noche. Estuvimos sentados en este banco. Yo ya no lloraba, me
deleitaba escuchándole… Me dijo que en cuanto regresara vendría a nuestra casa
y, si yo no lo rechazaba, le contaríamos todo a la abuela. ¡Ahora ha regresado,
lo sé, pero no viene!
Y de nuevo se echó a llorar.
—¡Dios mío! ¿Acaso no hay forma de
ayudarla? —exclamé yo, saltando del banco verdaderamente desesperado—. Dígame,
Nástenka, ¿y no podría yo ir a verle…?
—¿Acaso es posible? —dijo ella, levantando
de pronto la cabeza.
—¡No! ¡Claro que no! —señalé yo,
ocurriéndoseme de repente—. Pero mire, escríbale una carta.
—¡No, de ninguna de las maneras! ¡No lo
puedo hacer! —respondió ella decididamente, pero ya con la cabeza gacha y sin
mirarme.
—¿Cómo que no puede? ¿Por qué es imposible?
—continué yo, aferrándome a mi idea—. Sepa una cosa, Nástenka: que no se trata
de una carta cualquiera. Porque hay cartas y cartas y… ¡Oh, Nástenka, es así!
¡Créame! No le voy a dar un consejo absurdo. Todo eso se puede preparar. Si
usted ha dado el primer paso, y ahora ya…
—¡No puede ser! ¡No puede ser! Podría
parecer que quiero comprometerle…
—¡Oh, mi querida Nástenka! —interrumpí yo,
sin ocultar la sonrisa—. ¡Le digo a usted que no! Usted, a decir verdad, está
en su derecho porque él le hizo una promesa. Y por lo que veo se trata de una
persona delicada, que ha actuado correctamente —continué yo, entusiasmándome
cada vez más por la lógica de mis propias conclusiones y mis convencimientos—.
¿Cómo ha actuado él? Dio su palabra de compromiso. Le dijo que en caso de
casarse, no lo haría con nadie que no fuera usted y le dio plena libertad para
rechazarle en cualquier momento… En un caso así, usted puede dar el primer
paso, tiene derecho a hacerlo, lleva ventaja, aunque solo fuera, por ejemplo,
para liberarle del compromiso dado…
—¡Escuche! ¿Cómo la escribiría?
—¿Qué?
—Pues esa carta.
—Yo por ejemplo la escribiría del siguiente
modo: «Muy señor mío…».
—¿Y necesariamente ha de ser así? ¿«Muy señor
mío»?
—¡Necesariamente! Además, qué más da. Yo
creo…
—¡Bueno, bueno, continúe!
—«¡Muy señor mío! Disculpe que yo…». ¡Por
lo demás, no, no hace falta dar ningún tipo de excusas! El propio hecho lo
justifica todo. Diga simplemente:
Me dirijo a usted. Perdone mi impaciencia.
Durante todo el año fui feliz esperándole. ¿Acaso ahora soy culpable por no
soportar un solo día de duda? Ahora que ha regresado usted, puede que haya
cambiado de intención. En tal caso esta carta le demostrará que ni me quejo ni
le recrimino. No le culpo porque no soy dueña de su corazón. ¡Mi destino es
así!
Es usted una persona honesta. No se burle
ni se enfade al leer estas impacientes líneas mías. Recuerde que las escribe
una pobre joven, que está sola, sin nadie que la pueda orientar ni aconsejar, y
que nunca supo dominar su corazón. Pero disculpe que por un instante la duda
haya penetrado en mi corazón. No sería usted capaz de ofender ni siquiera
mentalmente a la persona que tanto le amó y le ama.
—¡Sí, sí! Así es exactamente como yo lo he
pensado —exclamó Nástenka, y la alegría brilló en sus ojos—. ¡Oh! Ha disipado
usted mis dudas, Dios mismo le ha enviado a mí. ¡Se lo agradezco! ¡Se lo
agradezco!
—¿El qué? ¿Haber sido enviado por Dios?
—respondí yo, mirando entusiasmado su rostro lleno de felicidad.
—Sí, aunque sea eso.
—¡Ay, Nástenka! ¡Debemos agradecer a
algunas personas el simple hecho de vivir junto a nosotros! ¡Yo le agradezco
que nos hayamos encontrado, y que la recordaré todo un siglo!
—Bueno, basta. Y ahora escuche: entonces
acordamos que en cuanto él llegara haría saber de su presencia dejándome una
carta en casa de unos conocidos míos, gente buena y sencilla, que no saben nada
de esto; y en caso de no poder escribirme la carta, porque no siempre se puede
contar todo en una carta, entonces el día de su llegada vendría aquí, donde nos
citamos, a las diez en punto de la noche. Sé que ya ha llegado; pero ya lleva
aquí tres días y no tengo carta suya ni ha venido. Escaparme de la abuela por
la mañana me resulta imposible. Entregue mañana usted mismo mi carta a esa
buena gente de la que le hablo: ellos se la harán llegar; y en caso de haber
respuesta, usted me la traerá a las diez de la noche.
—¡Pero la carta, la carta! Si lo primero
que tengo que hacer es escribir la carta. De este modo, quizás todo podría
solucionarse pasado mañana.
—¡La carta…! —respondió Nástenka,
ligeramente confusa—, ¡la carta…!; pero…
No finalizó la frase. Al principio volvió
la cara, se sonrojó como una rosa, y de pronto sentí la carta en mi mano, escrita
al parecer ya hacía tiempo, completamente preparada y con el sobre cerrado. ¡Un
recuerdo conocido, tierno y simpático, pasó por mi cabeza!
—¡Ro-ro-si-si-na-na! —dije yo.
—¡Rosina! —entonamos los dos, yo casi
abrazándola de entusiasmo, y ella sonrojándose hasta más no poder, y riendo
entre lágrimas, que como perlas temblaban sobre sus negras pestañas.
—¡Bueno, basta! Ahora, adiós —dijo ella
deprisa—. Aquí tiene usted la carta y la dirección donde debe llevarla. ¡Adiós!
¡Hasta la vista! ¡Hasta mañana!
Me apretó con fuerza las dos manos, hizo un
ademán con la cabeza y como una flecha desapareció en su callejuela. Permanecí
un largo rato en el sitio, acompañándola con la vista.
«¡Hasta mañana! ¡Hasta mañana!», se me pasó
por la cabeza cuando hubo desaparecido.
Noche tercera
Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin un
rayo de luz, igual que lo será mi vejez. Pensamientos extraños, sensaciones
oscuras e interrogaciones poco claras se agolpan en mi cabeza, sin que me
encuentre con fuerzas ni ganas para resolverlos. ¡No seré yo quien resuelva
todo esto!
Hoy no nos veremos. Ayer, cuando nos
estábamos despidiendo, las nubes comenzaron a cubrir el cielo y empezó a
levantarse la niebla. Le dije que al día siguiente haría mal tiempo. No me
respondió, no quería contrariarse; para ella ese día era claro y luminoso y
ninguna nube cubriría su felicidad.
—¡Si llueve no nos veremos! —dijo ella—. No
vendré.
Pensé que no se daría cuenta de la lluvia
de hoy, pero a pesar de ello no apareció.
Ayer fue nuestro tercer encuentro, nuestra
tercera noche blanca…
¡Y hay que ver cómo la alegría y la
felicidad hacen que el hombre sea algo maravilloso! ¡Cómo bulle de amor el
corazón! Parece que quieres fundir tu corazón con el otro, deseando que todo
transcurra de la forma más alegre y que todo sonría. ¡Y qué contagiosa es esa
alegría! Ayer en sus palabras había tanta complacencia, tanta bondad suya hacia
mi corazón… ¡Cómo me cortejaba, qué tierna se mostraba y cómo alentaba y mimaba
mi corazón! ¡Oh, cuánta coquetería encierra la felicidad! Y yo… Yo me lo tomaba
todo como un juego limpio; pensaba que ella…
Pero Dios mío, ¿cómo podía pensar yo eso?
¿Cómo podía estar tan ciego cuando todo estaba ya en manos de otro, y nada me
pertenecía; cuando, finalmente, incluso la misma ternura, su solicitud, su
amor, sí, amor hacia mí, no eran más que la felicidad por la próxima cita con
el otro, el deseo de trasladarme también a su felicidad…? Cuando él no apareció
y esperábamos en vano, ella frunció el entrecejo y se quedó cohibida y
acobardada. Todos sus gestos y palabras ya no eran tan suaves, juguetones y
alegres. Y, cosa extraña, se mostró más atenta conmigo, como si instintivamente
quisiera verter sobre mí aquello que deseaba y lo que temía si la cosa no se
cumpliera. Mi Nástenka se quedó tan apocada y asustada que finalmente parecía
creer que yo la amaba y se apiadó de mi pobre amor. Ello sucede cuando somos
infelices y sentimos con más fuerza la desgracia de los demás; el sentimiento
no se rompe, sino que se concentra…
Acudí al encuentro con el corazón
rebosante, haciéndoseme interminable la espera. No presentía lo que iba a
experimentar; ni que todo aquello tuviera el desenlace que tuvo. Estaba
radiante de felicidad, esperaba una respuesta. Y la respuesta fue ella misma.
Él debía venir, llegar corriendo a su llamamiento. Ella llegó una hora antes
que yo. Al principio se reía de todo, y sonreía a cada palabra mía. Yo empecé a
hablar y me quedé callado.
—¿Sabe por qué estoy tan contenta? —dijo
ella—. ¿Por qué estoy tan contenta de verle? ¿Y por qué le quiero tanto hoy?
—¿Y bien? —dije yo con el corazón encogido.
—Le quiero porque no se ha enamorado usted
de mí. Porque cualquier otro en su lugar estaría molestándome, dándome la lata,
quejándose, haciéndose el enfermo, ¡mientras que usted es tan adorable!
En ese momento apretó tanto mi mano que me
faltó poco para lanzar un grito. Se echó a reír.
—¡Dios mío, qué buen amigo es usted! —dijo
pasado un minuto, en tono serio—. ¡Si el mismo Dios le ha enviado a mí! Pero
¿qué sería de mí si no estuviera usted ahora conmigo? ¡Qué desinteresado!
¡Cuánto me quiere! Cuando me case mantendremos una gran amistad, más que si
fuéramos hermanos. Yo le querré casi tanto como a él…
En aquel instante sentí mucha tristeza y,
sin embargo, algo similar a la risa se removió en mi alma.
—Usted tiene un ataque de nervios —dije
yo—. Cree que él no vendrá.
—¡Vaya por Dios! —respondió ella—. Si no
fuera tan feliz creo que me echaría a llorar por su desconfianza y sus
reproches. Por lo demás, usted me dio la idea y me hizo pensar mucho; pero lo
pensaré más tarde, y ahora le confieso que tiene usted razón. ¡Sí! No parezco
la misma. Estoy completamente a la expectativa y todo me llega con demasiada
susceptibilidad. Pero ¡ya es suficiente, dejemos a un lado los sentimientos…!
En ese momento se oyeron unos pasos y en la
oscuridad apareció un transeúnte que se dirigía justo hacia nosotros. Los dos
nos echamos a temblar, a ella le faltó poco para lanzar un grito. Yo bajé su
mano e hice un gesto como si fuera a apartarme. Pero estábamos equivocados: no
era él.
—¿De qué tiene miedo? ¿Por qué ha retirado
mi mano? —dijo ella, dándomela de nuevo—. ¿Y bien? Lo encontraremos juntos. Yo
quiero que vea cuánto nos queremos el uno al otro.
—¡Cómo nos queremos el uno al otro!
—exclamé.
«¡Oh, Nástenka, Nástenka!», pensé yo,
«¡cuánto has dicho con esas palabras! ¡Un amor como este, Nástenka, en
determinados momentos enfría el corazón y vuelve pesarosa el alma! Tu mano está
fría y la mía arde como el fuego. ¡Qué ciega estás, Nástenka…! ¡Oh! ¡Qué
insufrible resulta una persona feliz en momentos como este! Pero no puedo
enfadarme contigo…».
Finalmente sentí que mi corazón estallaba.
—¡Escuche, Nástenka! —exclamé—. ¿Sabe cómo
me he sentido durante todo el día?
—¿Qué? ¿Qué es lo que le ha sucedido?
¡Cuéntemelo deprisa! ¿Por qué ha estado todo este rato callado?
—En primer lugar, Nástenka, hice todos sus
recados, entregué la carta, estuve en casa de sus conocidos; después… me fui a
casa y me eché a dormir.
—¿Solo eso? —interrumpió ella echándose a
reír.
—Sí, casi nada más —respondí con esfuerzo,
porque unas absurdas lagrimillas empezaron a aflorar en mis ojos—. Me desperté
una hora antes de la cita, con la impresión de no haber dormido. No sé qué me
sucedió. Venía para contarle todo esto, como si el tiempo se hubiera detenido
para mí, como si solo una sensación, un sentimiento, desde este momento debiera
quedarse para siempre dentro de mí, como si un minuto debiera continuar toda la
eternidad y toda mi vida se hubiera detenido… Cuando desperté, creí que una
dulce melodía que había oído en algún lugar volvía a aflorar en mi memoria.
Tenía la impresión de que durante toda la vida había estado queriendo salir de
mi alma y solo ahora…
—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —interrumpió
Nástenka—. ¿Cómo es que ha sucedido esto? No entiendo nada.
—¡Ay, Nástenka! Me gustaría, de algún modo,
transmitirle esa extraña sensación… —dije yo con voz lastimera, en la que aún
remotamente latía la esperanza.
—¡Basta, basta, no siga! —dijo ella. ¡Y al
instante se dio cuenta, la muy tunanta!
De pronto se puso muy habladora, alegre y
traviesa.
Me cogía del brazo, sonreía, invitándome
también a reír, y cada tímida palabra mía se reflejaba en ella en forma de una
sonora y prolongada risa… Empecé a enojarme y ella de pronto se puso a coquetear.
—Escuche —dijo ella—, me sienta mal que no
se haya enamorado usted de mí. Después de esto, ¿quién entiende a los hombres?
Pero a pesar de todo, caballero inflexible, no podrá usted dejar de alabarme
por lo sencilla que soy. Yo le cuento absolutamente todo, hasta las tonterías
que se me pasan por la cabeza.
—¡Escuche! ¡Parece que han dado las once!
—dije yo, cuando se oyeron las campanadas de una lejana torre de la ciudad. De
pronto Nástenka se detuvo, dejó de sonreír y se puso a contar.
—Sí, son las once —dijo finalmente con voz
tímida e indecisa.
Al instante me quedé compungido por haberla
asustado haciéndole contar las horas y me maldije por mi ataque de rabia. Me
producía lástima y no sabía cómo redimir mi pecado. Me puse a tranquilizarla y
a buscar razones que justificaran su ausencia, a esgrimir argumentos y pruebas.
Nadie era más fácil de engañar entonces que ella, y además en momentos así
todos escuchamos con alegría una palabra de consuelo, y nos sentimos felices
con solo una sombra de justificación.
—Pero ¡si esto es ridículo! —dije yo,
acalorándome cada vez más y satisfecho por la claridad de mis pruebas—. Si no
podía venir. También a mí me ha engañado y engatusado usted, Nástenka,
haciéndome incluso perder la noción del tiempo… Dese cuenta de que apenas le
dio tiempo a recibir la carta; supongamos que no pudiera venir, supongamos que
piensa contestar, en cuyo caso la carta no llegaría hasta mañana. Mañana en
cuanto amanezca iré a recogerla y le haré saber lo que sea. Suponga,
finalmente, miles de posibilidades: como, por ejemplo, que no estuviera en casa
cuando llegara la carta, y puede que no la haya leído hasta ahora. Todo es
posible.
—¡Sí, sí! —respondió Nástenka—, ni siquiera
lo pensé: claro que todo es posible —dijo con voz complaciente en la que en
forma de disonancia dolorosa se percibía otra idea lejana—. Ya sé lo que tiene
que hacer usted mañana —dijo—. Vaya lo más temprano posible y si hay algo me lo
dice enseguida. Porque usted sabe dónde vivo —y de nuevo empezó a repetirme la
dirección de su casa.
Después, de pronto se puso muy tierna y
tímida conmigo… Parecía escuchar atentamente lo que le decía; pero cuando me
dirigí a ella con una pregunta, se quedó confusa y en silencio giró la cabeza.
La miré a los ojos, y efectivamente: estaba llorando.
—Pero ¿es posible? Pero ¡qué niña es! ¡Qué
infantil…! ¡Vamos, basta!
Intentó sonreír y tranquilizarse, pero le
temblaba la barbilla y le palpitaba el pecho.
—Estoy pensando en usted —dijo tras un
minuto de silencio—. Es usted tan bondadoso, que tendría que ser de piedra para
no sentirlo. ¿Sabe lo que me ha venido ahora a la cabeza? Los he comparado a
los dos. ¿Por qué él, y no usted? ¿Por qué él no es como usted? Él no es tan
bueno como usted, aunque yo le quiera más.
No respondí nada. Parecía que Nástenka
estaba esperando que yo dijera algo.
—Claro que puede que no lo comprenda bien
todavía, no lo conozco bien. ¿Sabe una cosa? Siempre he tenido la sensación de
tenerle respeto. Siempre se ha mostrado tan serio, tan orgulloso. Cierto que
esa es la impresión que da, y que su corazón es más tierno que el mío… Recuerdo
cómo me miraba cuando me dirigí a él con mi hatillo; pero a pesar de todo le
respeto demasiado, como si no estuviéramos en pie de igualdad.
—¡No, Nástenka! ¡No! —respondí yo—, ¡eso
quiere decir que le ama usted más que a nada en el mundo, incluso más que a sí
misma!
—Sí, supongamos que así sea —respondió
ingenuamente ella—, pero ¿sabe lo que se me ha pasado ahora por la cabeza? Solo
que no voy a hablar de él, sino en general. Ya lo pensé hace tiempo. Escuche,
¿por qué no nos tratamos fraternalmente los unos a los otros? ¿Por qué hasta el
hombre más bondadoso parece siempre disimular y callar en presencia de otro?
¿Por qué no se puede expresar en el momento lo que tienes en el corazón, sabiendo
que tus palabras no se las llevará el viento? Porque todo el mundo se cree más
severo de lo que realmente es, como si temiera ofender con sus sentimientos si
los muestra demasiado deprisa…
—¡Ay, Nástenka!, es cierto lo que dice.
Pero sucede a menudo —interrumpí yo, conteniendo en aquellos momentos mis
sentimientos más que nunca.
—¡No, no! —respondió ella con gran pesar—.
Usted, por ejemplo, no es como los demás. Yo, a decir verdad, no sabría
expresar lo que siento. Me parece que, por ejemplo, usted… aunque solo fuera
ahora… creo que se sacrifica por mí —añadió ella tímidamente y mirándome de
soslayo—. Usted… y disculpe si le hablo de este modo: soy una muchacha
sencilla. He visto poco en esta vida y la verdad es que a veces no sé ni hablar
—dijo con una voz temblorosa que parecía ocultar algún sentimiento y procuraba
a su vez sonreír—, pero me gustaría expresarle que le estoy agradecida y que
también siento todo esto… ¡Oh! ¡Que Dios se lo pague haciéndole feliz! Porque
lo que usted me describió con su soñador no es en absoluto cierto, o sea,
quiero decir, que en absoluto le corresponde a usted. Usted se está reponiendo,
realmente no es la misma persona que describió. Si algún día se enamora, ¡que
Dios le haga feliz junto a ella! A ella no le deseo nada, porque ya será feliz
con usted. Lo sé, yo soy una mujer, y debe creer lo que digo…
Se quedó callada y me apretó fuertemente la
mano. De la agitación que tenía no podía hablar. Pasaron varios minutos.
—Sí, por lo que se ve, hoy no vendrá —dijo
finalmente levantando la cabeza—. ¡Es muy tarde…!
—Vendrá mañana —dije yo en un tono
convincente y severo.
—Sí —añadió ella, alegrándose—. Yo misma
veo ahora que vendrá mañana. ¡Entonces hasta mañana, pues! ¡Hasta mañana! Si
llueve, posiblemente no vendré. Pero pasado mañana vendré, lo haré sin falta,
ocurra lo que ocurra. Esté aquí, pase lo que pase. Deseo verle y contarle todo.
Y después, cuando nos estábamos
despidiendo, me dio su mano y me dijo en tono claro y mirándome a los ojos:
—Porque desde ahora siempre estaremos
juntos, ¿no es así?
¡Oh, Nástenka, Nástenka! ¡Si supieras qué
solo me siento ahora!
Cuando dieron las nueve de la noche, no
pude permanecer más tiempo en la habitación, me vestí y salí sin reparar en el
desapacible tiempo que hacía. Estuve sentado allí, en nuestro banco. Ya me
había dirigido a su callejuela, pero me sentí incómodo y me di la vuelta sin
mirar sus ventanas y a dos pasos de su casa. Regresé a casa tan triste como no
lo estaba desde hacía tiempo. ¡Qué tiempo más malo, húmedo y aburrido! Si
hiciera bueno, me estaría paseando toda la noche…
Pero ¡hasta mañana! Mañana ella me lo
contará todo.
Sin embargo, hoy no ha habido carta. Por lo
demás, así es como debía ser. Ya estarán juntos…
Noche cuarta
¡Dios mío, cómo ha terminado todo esto!
¡Qué fin ha tenido!
Llegué a las nueve de la noche. Ella ya
estaba allí. La vi desde lejos. Estaba de pie como la primera vez, apoyada en
la barandilla del muelle y sin darse cuenta de que me acercaba.
—¡Nástenka! —le dije, sobreponiéndome y
superando la agitación.
Ella se dio rápidamente la vuelta.
—¡Venga! —dijo ella—. ¡Venga, más rápido!
Yo la miraba asombrado.
—Pero ¿dónde está la carta? ¿Trajo usted la
carta? —repitió ella, agarrándose con la mano a la barandilla.
—No, yo no tengo la carta —dije
finalmente—. Pero ¿es que él no ha venido?
Ella palideció terriblemente, y permaneció
un largo rato mirándome inmóvil. Yo había destruido su última esperanza.
—¡Allá él! —dijo finalmente con voz
entrecortada—. ¡Allá él si ha decidido dejarme así!
Bajó los ojos; después hizo un gesto para
mirarme, pero no pudo. Todavía durante unos minutos estuvo haciendo el esfuerzo
de sobreponerse a su agitación, pero de pronto se dio la vuelta, se apoyó en la
balaustrada del muelle y se echó a llorar.
—¡Basta, basta! —empecé a decirle yo, sin
que me quedaran fuerzas para continuar; además ¿qué podía decirle?
—No me tranquilice —me decía ella
llorando—. No me hable de él, ni me diga que va a venir, ni que no me ha
abandonado de un modo tan cruel e inhumano. ¿Por qué, por qué? ¿Acaso había
algo en mi carta, en mi infeliz carta?
En ese momento sus sollozos interrumpieron
su voz. Me dolía el corazón de verla.
—¡Oh, qué inhumano y cruel es esto! —dijo
de nuevo—. ¡Y ni una sola línea! ¡Ni una línea! Podía haber respondido que no
le hacía falta alguna, que me rechaza, pero no escribir ni una sola línea a lo
largo de tres días enteros… ¡Qué fácil le resulta insultar y ofender a una
pobre e indefensa muchacha culpable únicamente de amarle! ¡Oh, cuánto he
llegado a soportar durante estos tres días! ¡Dios mío! Cuando recuerdo que fui
yo quien acudió a verle la primera vez, que me humillé ante él, lloré y
supliqué una gota de amor… ¡Y después de eso…! Escuche —dijo dirigiéndose a mí,
y sus negros ojos brillaron—. ¡Si no es así! ¡No puede ser así! ¡No es natural!
O usted o yo estamos equivocados. ¿Es posible que no haya recibido la carta?
¿Puede que hasta hoy no sepa nada? ¿Cómo es posible? Júzguelo usted mismo,
dígame, por el amor de Dios, explíqueme, porque no consigo entenderlo, ¿cómo es
posible actuar de un modo tan bárbaro como ha hecho él conmigo? ¡Ni una sola
palabra! ¡Si hasta con las peores personas se porta la gente con más compasión!
¿Es posible que él haya oído algo? ¿Que alguien le haya dicho algo sobre mí?
—exclamó ella dirigiéndose a mí—. ¿Qué piensa usted?
—Escuche, Nástenka, mañana iré a verle de
su parte.
—¿Y bien?
—Le preguntaré todo, y le contaré todo.
—¿Y qué más?, ¿qué más?
—Usted escriba una carta. ¡No diga que no,
Nástenka! ¡No diga que no! Yo haré que vea digno su proceder, él lo sabrá todo,
y si…
—¡No, amigo mío! ¡No! —interrumpió ella—.
¡Ya está bien! ¡No recibirá de mí ni una palabra, ni una línea! ¡Es suficiente!
¡No le conozco, ya no le quiero y le ol-vi-da-ré…!
No terminó la frase.
—¡Tranquilícese, tranquilícese! Siéntese
aquí, Nástenka —dije yo indicándole el banco.
—Estoy tranquila. ¡Está bien! ¡No es nada!
¡Solo son unas lágrimas! ¡Ya se me secarán! ¿Cree usted que me voy a suicidar?
¿Que me voy a tirar al agua…?
Mi corazón estallaba de emoción. Quise
empezar a hablar, pero no pude.
—¡Escuche! —continuó ella, cogiéndome la
mano—. Dígame: usted no actuaría así, ¿verdad? ¿Abandonaría a una muchacha que
vino donde usted por su propio pie? No se burlaría cruelmente de ella por tener
un corazón tan débil y absurdo. ¿Usted la protegería? ¡Usted sabría que estaba
sola, que no podía mirar por sí misma, que no supo actuar de otro modo respecto
al amor que sentía por usted! ¡Sabría que no era culpable, que finalmente no
tenía la culpa… que no había hecho nada…! ¡Oh, Dios mío, Dios mío…!
—¡Nástenka! —exclamé yo finalmente, sin
poder sobreponerme a la agitación—. ¡Me está usted martirizando! ¡Me está
destrozando el corazón, me está matando! ¡No puedo callar! ¡Tengo que hablar y
expresar lo que bulle aquí, en mi corazón…!
Al decirlo, me levanté del banco. Ella me
cogió de la mano y me miró asombrada.
—¿Qué le ocurre? —dijo finalmente.
—¡Escuche! —dije yo en tono decidido—.
Escúcheme, Nástenka. ¡Lo que voy a decirle ahora es absurdo, son ilusiones
vanas y una estupidez! Sé que eso nunca se podrá realizar, pero no puedo callar
más. ¡Le pido anticipadamente disculpas por lo que está sufriendo ahora…!
—¿De qué se trata?, ¿qué es? —dijo ella
dejando de llorar y mirándome fijamente con una extraña curiosidad brillando en
sus sorprendidos ojos—. ¿Qué le ocurre?
—Es una quimera, pero yo la amo, Nástenka.
¡Eso es! Bueno, ya lo sabe usted todo —dije gesticulando con la mano—. Ahora
usted misma juzgará si puede hablar conmigo como hasta este momento, y si
finalmente escuchará lo que le vaya a decir…
—Bueno, ¿y qué? —interrumpió Nástenka—.
¿Qué hay de nuevo en eso? Ya sabía desde hacía tiempo que usted me amaba, solo
que creía que me quería así, sencillamente… ¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío!
—Al principio todo era muy sencillo,
Nástenka, mientras que ahora, ahora… me siento igual que usted cuando se
dirigió donde él con su hatillo de ropa. Peor de lo que se sentía usted, porque
entonces él no quería a nadie, mientras que ahora usted quiere a otro…
—Pero ¿qué me está diciendo? Ahora no le comprendo
en absoluto. Pero escuche, ¿por qué todo esto?; o mejor dicho, ¿por qué me dice
esto, y así de repente…? ¡Dios mío! ¡Estoy diciendo tonterías! Pero usted…
Y Nástenka se quedó completamente turbada.
Sus mejillas se encendieron y bajó la mirada.
—¿Qué puedo hacer, Nástenka? ¿Qué puedo
hacer? Soy culpable, y he abusado… Pero no, yo no tengo la culpa, Nástenka, soy
consciente de esto y lo siento, pues mi corazón me dice que tengo razón, y que
en absoluto puedo ofenderla ni agraviarla. Fui su amigo; bueno, y también lo
soy ahora, no he cambiado en nada. Mire cómo me corren las lágrimas, Nástenka.
Allá ellas, que corran… no molestan a nadie. Ya se secarán…
—Pero ¡siéntese, siéntese! —dijo ella,
haciéndome sentar en el banco—. ¡Ay, Dios mío!
—¡No, Nástenka! No me voy a sentar. Ya no
puedo estar aquí más tiempo, usted no me verá ya más. Lo diré todo y me
marcharé. Solo quiero decirle que usted jamás se habría enterado de que yo la
amaba. Yo habría guardado mi secreto. Y no la estaría martirizando en estos
momentos con mi egoísmo. ¡No! Pero no he podido soportarlo ya. Usted misma
empezó a hablar de ello, usted tiene la culpa… tiene toda la culpa, y no yo. No
puede alejarme de su lado…
—Pero ¡no! ¡Yo no le echo de mi lado! —dijo
Nástenka, ocultando la pobre como podía su turbación.
—¿No me aleja de su lado? ¿No? Yo mismo
quería irme. Y me marcharé, solo que antes le contaré todo, porque cuando me
hablaba yo no podía permanecer indiferente al verla llorar y martirizarse
porque, bueno, porque… (lo diré, Nástenka), porque la rechazaban, rechazaban su
amor, y yo sentía que en mi corazón ¡hay tanto amor para usted, Nástenka!
¡Tanto…! Y he estado tan triste por no poderla ayudar en ese amor… que el
corazón se me rompía, y no podía callar porque tenía que hablar, Nástenka. ¡He
tenido que hablar…!
—¡Sí, sí, dígamelo!… hábleme así —dijo
Nástenka con un gesto delicado—. A lo mejor le extraña que le hable así, pero…
hable. ¡Ya le diré más tarde! ¡Le contaré todo!
—Usted siente lástima de mí, Nástenka.
Sencillamente siente lástima de mí, amiga mía. Lo que se ha perdido, perdido
está, y lo que se ha dicho ya no vuelve atrás. ¿No es así? Bueno, ahora ya lo
sabe usted todo. Esto es un punto de apoyo. ¡Todo está bien ahora! Pero
escuche. Cuando usted estaba ahí sentada y llorando, yo pensaba para mis
adentros (¡oh, déjeme decir lo que pensaba!), pensaba que usted… bueno, que de
alguna manera absolutamente indirecta ya no le quería. Entonces, yo ya pensaba
esto, Nástenka, ayer y anteayer… entonces yo haría todo lo posible para que
usted me quisiera: si usted misma dijo que ya casi me quería. Y ahora ¿qué más?
Bueno, esto es casi todo lo que quería decir; solo queda preguntar: ¿qué es lo
que ocurriría si se enamorara usted de mí? Solo quería decir eso, nada más.
Escúcheme, amiga mía, porque a pesar de todo sigue siendo mi amiga, y yo, claro
está, soy un hombre sencillo, pobre e insignificante, solo que no se trata de
eso (parece que no estoy hablando de lo que debo, pero es por lo confuso que
estoy, Nástenka)… Yo la amaría tanto, que si usted le siguiera queriendo a él y
continuara amando al que yo no conozco, a pesar de todo no se percataría del
peso de mi amor. Usted únicamente oiría y sentiría que junto a usted late un
corazón noble y apasionado, que para usted… ¡Oh, Nástenka! ¿Qué ha hecho usted
conmigo?
—¡No llore! ¡No quiero que llore usted!
—dijo Nástenka, levantándose rápidamente del banco—. ¡Vamos, levántese,
levántese! ¡Venga conmigo, no llore, no llore! —dijo, limpiándome las lágrimas
con su pañuelo—. Bueno, ahora vámonos. Puede que le diga algo… Si él ahora me
ha abandonado porque ya me olvidó, y aunque todavía le ame (pues no quiero
engañarle…), pero escúcheme y responda. Por ejemplo, en el caso de que yo le
tomara cariño a usted, es decir, solo si… ¡Oh, amigo mío! ¡Ahora me doy cuenta
de cómo le ofendí entonces, cuando me reí de su amor! ¡Cuando le elogiaba por
no haberse enamorado de mí…! ¡Oh, Dios mío! Pero ¡cómo pude yo no darme cuenta!
¿Cómo pudo pasárseme? ¡Qué estúpida fui! Pero… bueno, he tomado la decisión de
decirlo todo…
—Escúcheme, Nástenka, ¿sabe una cosa? Yo me
alejaré de usted. ¡Eso es! Porque de este modo solo la estoy martirizando.
Porque ahora le remuerde la conciencia por haberse reído de mí, pero yo no
quiero, no quiero, que junto a la pena que siente… ¡Claro que yo tengo la
culpa, Nástenka! Pero ¡adiós!
—Espere, escúcheme: ¿puede esperar?
—¿Esperar qué? ¿Cómo?
—Yo le quiero a él, pero eso pasará, debe
pasar, no puede no pasar. Ya se está pasando, lo siento… Tal vez termine hoy
mismo, porque le odio, porque se rio de mí, cuando usted lloraba a mi lado,
porque usted no me habría rechazado como él, porque me quiere, mientras que él
no, y porque en suma yo misma le quiero a usted. ¡Sí, le quiero! Le quiero como
usted me quiere a mí. Si yo misma le dije eso antes, usted mismo lo escuchó… le
quiero porque es usted mejor que él, porque es más noble que él, porque,
porque, él…
La emoción de la pobre era tal, que no pudo
terminar la frase; apoyó su cabeza en mi hombro, después en mi pecho, y rompió
a llorar amargamente. Yo la tranquilizaba, la calmaba, pero ella no cesaba de
llorar. No hacía más que apretarme la mano y decir entre sollozos: «¡Espere,
espere! ¡Ya se me pasa! ¡Quiero hablarle… no piense que estas lágrimas… son
debilidad, espere a que se me pase…!». Por fin cesó de llorar, se secó los ojos
y de nuevo nos pusimos a andar. Yo quería hablar, pero ella estuvo un largo
rato rogándome que me esperara. Nos quedamos en silencio… Finalmente se
recompuso y se puso a hablar…
—Mire —dijo Nástenka con voz débil y
temblorosa, en la que de pronto sonó una nota que me llegó directamente al
corazón gimiendo dulcemente—: no piense que soy tan inestable y voluble. No
crea que puedo olvidarme y cambiar tan rápidamente y tan a la ligera… Le he
amado a él durante todo el año, y por Dios juro que jamás, jamás, le fui infiel
siquiera en el pensamiento. Él ha despreciado esto. Se ha reído de mí… allá él.
Pero me ha herido y ha ofendido mi corazón. Yo, yo no le quiero, porque solo
puedo amar al que es generoso, al que me entiende y es noble, pues yo misma soy
así y él no se merece a alguien como yo. Bueno, ¡allá él! Es mejor que haya
actuado así, que yo me desengañara de él esperanzada, y que me enterara después
de cómo es realmente… ¡Bueno, ya se acabó! Pero ¿quién sabe, amigo mío?
—continuó ella, apretándome la mano—, ¿quién sabe? Es posible que todo mi amor
fuera un engaño de los sentimientos, una imaginación. Es posible que haya
comenzado como una travesura, absurdamente, por encontrarme bajo la vigilancia
de la abuela. Quizás debiera amar a otro y no a él, a otra persona que se
apiadara de mí, y, y… Pero dejemos, dejemos eso —se interrumpió Nástenka
ahogándose de agitación—. Yo solo quería decirle… quería decirle que si a pesar
de que le quiero a él (no, mejor dicho, de que le quería), si a pesar de ello,
dice usted todavía… si siente que su amor es tan grande que puede reemplazar
finalmente en mi corazón al otro… si desea apiadarse de mí, si no quiere
dejarme a solas con mi destino, desconsolada y desesperanzada, si quiere amarme
siempre, tal y como lo está haciendo ahora, entonces le juro que el
agradecimiento… que mi amor será finalmente digno del suyo. ¿Me cogerá usted
ahora de la mano?
—¡Nástenka! —exclamé yo, ahogándome en
sollozos—. ¡Nástenka…! ¡Oh, Nástenka!
—Bueno, ¡basta, basta! ¡De veras! —dijo sin
poder apenas sobreponerse—. Ahora ya está dicho todo. ¿No es verdad? ¿No es
así? Usted es feliz y yo también. Ni una palabra más de ello. ¡Espere,
compadézcase de mí…! ¡Hable de otra cosa, por el amor de Dios…!
—¡Sí, Nástenka, sí! Bueno, dejémoslo, ahora
soy feliz; yo… Hablemos de otra cosa. Cambiemos de tema, vamos. ¡Sí! Estoy
dispuesto…
Y, sin saber de qué hablar, nos pusimos a
reír, a llorar, a decir mil palabras sin sentido y que no venían a cuento. Tan
pronto caminábamos por la acera como retrocedíamos y cruzábamos la calle.
Después nos parábamos y de nuevo cruzábamos el muelle. Parecíamos unos críos…
—Ahora, Nástenka, estoy viviendo solo —dije
yo—. Y mañana… Nástenka, usted sabrá que soy pobre, y que todo mi capital
asciende a mil doscientos rublos, pero no importa…
—Por supuesto que no; pero la abuela tiene
una pensión y no será una carga. Tendríamos que llevarnos a la abuela.
—Claro que nos llevaremos a la abuela… solo
que también está Matriona… ¡Ay, si usted también tiene a Fiokla! Matriona es
bondadosa, solo que tiene un defecto: carece absolutamente de imaginación,
Nástenka. Pero ¡eso no importa…!
—Da lo mismo. Ellas pueden estar juntas.
Entonces, múdese a nuestra casa.
—¿Cómo es eso? ¿Donde usted? Está bien, estoy
dispuesto…
—Sí, como inquilino. Arriba tenemos una
buhardilla; está vacía. Teníamos una inquilina, una anciana de familia noble,
pero se mudó, y sé que la abuela quiere alquilárselo a algún joven. Y yo le
pregunto: «¿Y por qué a un joven?». Y ella me responde: «Pues porque yo ya
estoy vieja; pero no te pienses, Nástenka, que quiero casarte con él». Y me
percaté de que precisamente de eso se trataba…
—¡Ay, Nástenka…!
Y los dos nos echamos a reír.
—¡Ya basta! ¿Y dónde vive usted? Se me ha
olvidado.
—Allí, cerca del puente, en la casa de
Barannikov.
—¿Esa casa que es tan grande?
—Sí, esa casa tan grande.
—¡Ay, la conozco, es una buena casa! Es
solo que… ¿sabe una cosa? Déjela y múdese a vivir con nosotras cuanto antes…
—Mañana mismo, Nástenka, mañana mismo. Debo
algo por el alquiler, pero no importa… Pronto cobraré…
—¿Sabe? A lo mejor me pongo a dar clases.
Me prepararé y me pondré a dar clases…
—¡Estupendo…! Y a mí me ascenderán pronto,
Nástenka…
—De modo que mañana será usted mi
inquilino…
—Sí, e iremos a ver El barbero de Sevilla,
porque pronto lo volverán a representar otra vez.
—Sí, iremos —dijo sonriendo Nástenka—. No,
mejor sería que fuéramos a oír otra cosa y no El barbero…
—Bueno, está bien, otra cosa. Claro, mejor
será, no me había dado cuenta…
Mientras hablábamos, los dos caminábamos
como si estuviéramos embriagados, como si no supiéramos lo que nos sucedía. Tan
pronto nos deteníamos y nos quedábamos un largo rato hablando en el mismo
lugar, como de pronto nuevamente arrancábamos a andar para llegar Dios sabe
dónde, para otra vez más echarnos a reír y a llorar… De repente, Nástenka
expresaba su deseo de regresar a casa sin que yo me atreviera a retenerla.
Arrancábamos a andar y al cabo de un cuarto de hora de nuevo nos encontrábamos
en nuestro banco en el muelle. Allí Nástenka suspiró, y le brotaron nuevamente
lágrimas en los ojos. Me quedé acobardado y sobrecogido de frío… Pero al
instante ella me apretó la mano, tirando nuevamente de mí para volver a andar,
charlar y conversar…
—¡Ya es hora, debo regresar a casa! Creo
que ya es muy tarde —dijo finalmente Nástenka—, ¡dejémonos de tantas
chiquilladas!
—Sí, Nástenka, solo que ahora ya no podré
conciliar el sueño. No voy a ir a casa.
—Creo que yo tampoco podré dormirme. Pero
acompáñeme usted…
—Por supuesto.
—Ahora es preciso que lleguemos hasta mi
casa.
—Por supuesto, por supuesto…
—¿Palabra de honor?… ¡Porque alguna vez
habrá que volver a casa!
—Palabra de honor —respondí yo sonriendo.
—¡Vamos pues!
—Vamos. ¡Mire el cielo, Nástenka, mírelo!
Mañana hará una mañana estupenda. ¡Qué cielo tan azul y qué luna! Mire cómo esa
nube amarilla va a cubrirla ahora. ¡Mire, mire…! No. Ha pasado de largo.
¡Mírelo, mírelo…!
Pero Nástenka no miraba la nube y
permanecía callada como si se hubiera quedado petrificada. Al cabo de un minuto
empezó a apretarse contra mí con cierta timidez. Su mano temblaba en la mía. La
miré… Ella se apretó contra mí con más fuerza todavía.
En ese instante junto a nosotros pasó un
caballero joven. De pronto se detuvo, se quedó mirándonos fijamente y después
avanzó unos pasos hacia nosotros. Mi corazón se estremeció…
—Nástenka —dije yo a media voz—. ¿Quién es,
Nástenka?
—¡Es él! —respondió ella susurrando,
apretándose contra mí, aún más estremecida… Yo apenas podía sostenerme en pie.
—¡Nástenka! ¡Nástenka! ¡Eres tú! —se oyó
una voz detrás de nosotros, y en aquel instante el joven caballero avanzó unos
pasos más hacia nosotros.
¡Dios mío, qué grito dio ella, cómo se
estremeció! ¡Cómo se arrancó de mis brazos y se lanzó a su encuentro…! Me quedé
mirándoles con el corazón hecho pedazos. Pero, apenas le hubo extendido
tímidamente la mano y se hubo echado en sus brazos, de pronto se dio la vuelta
y como una ráfaga de aire o un relámpago se lanzó hacia mí, y sin que me diera
tiempo de reponerme me rodeó el cuello con los brazos y me dio un fuerte y
ardiente beso. Después, sin decir palabra, de nuevo se lanzó hacia él, le cogió
de las manos y le arrastró tras ella.
Permanecí un largo rato mirándoles…
Finalmente los dos desaparecieron de mi vista.
La mañana
Mis noches terminaron por la mañana. Hacía
un día desapacible. Llovía, y la lluvia golpeaba tristemente en mis cristales.
La habitación estaba oscura y el patio sombrío. Me dolía la cabeza y estaba
mareado. La fiebre recorría todos los miembros de mi cuerpo.
—Señor, el cartero le ha traído una carta
—dijo Matriona inclinándose sobre mí.
—¡Una carta! ¿De quién? —exclamé yo,
saltando de la silla.
—No veo, señor, mírelo, puede que aquí
ponga quién lo envía.
Rompí el sello. ¡Era de Nástenka!
¡Oh, perdone, disculpe! De rodillas le
ruego que me perdone… Le he engañado a usted y a mí misma. Ha sido un sueño,
una ilusión… Hoy estoy sufriendo por usted hasta más no poder. ¡Perdóneme,
perdóneme…!
No me culpe, porque en absoluto he cambiado
respecto a usted. Dije que le iba a querer, y le quiero ahora, y aún más que
eso. ¡Oh, Dios mío! ¡Si pudiera amarles a los dos a la vez! ¡Oh, si usted fuera
él!
«¡Oh, si él fuera usted!», se me pasó por
la cabeza. ¡Recordé tus propias palabras, Nástenka!
¡Dios sería testigo de lo que sería capaz
de hacer ahora por usted! Yo sé que se siente mal y está triste. Yo le ofendí,
pero ya sabe que, cuando se ama, la ofensa no puede sostenerse mucho tiempo. ¡Y
usted me ama!
¡Se lo agradezco! ¡Sí, le agradezco ese
amor! Porque ha impregnado mi memoria como un dulce sueño que al despertar se
recuerda largo tiempo. Porque recordaré eternamente aquel momento en que me
abrió usted su corazón tan fraternalmente acogiendo generosamente el mío, que
estaba destrozado, para protegerlo, cuidarlo con ternura y curarlo… Si usted me
perdona, su recuerdo se enaltecerá en mí con un eterno sentimiento de gratitud
que jamás se borrará de mi alma… Guardaré ese recuerdo y le seré fiel, no lo
cambiaré ni traicionaré mi corazón: es demasiado constante. Ayer mismo se
volvió rápidamente hacia aquel a quien ha pertenecido siempre.
Nos encontraremos, usted vendrá a vernos,
no nos dejará, y será eternamente un amigo mío, un hermano… Y cuando me vea,
¿me tenderá usted su mano? ¿Verdad que sí? Usted me la tenderá, me perdonará,
¿no es cierto? ¿Me ama como antes?
¡Oh, quiérame, no me abandone, porque le
quiero tanto en estos momentos!, porque soy digna de su amor… porque lo
mereceré… mi querido amigo. La semana que viene me caso con él. Regresó
enamorado y jamás se olvidó de mí… No se moleste porque le escriba sobre él.
Pero me gustaría ir con él a su casa. Le cogerá simpatía, ¿verdad?
¡Perdóneme y recuerde y quiera a su Nástenka!
Estuve un largo rato releyendo la carta.
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Finalmente la carta resbaló de mis manos y
me cubrí la cara.
—¡Caramba! ¡Caramba! —dijo Matriona.
—¿Qué sucede, mujer?
—Pues que he quitado todas las telarañas
del techo. Ahora incluso puede casarse e invitar a la gente, antes de que se
ensucie de nuevo…
Miré a Matriona… Todavía era una mujer
vital y joven, y no sé por qué se me presentó de pronto con la mirada apagada,
arrugas en la cara, encorvada y senil… No sé la razón por la que me figuré mi
habitación tan envejecida como ella. Las paredes y los suelos parecían
descoloridos y todo estaba ensombrecido. No sé por qué al mirar por la ventana
me dio la impresión de que la casa de enfrente también se tornaba decrépita y
sombría, a la vez que la pintura de sus columnas se ahuecaba y caía; que las
cornisas se habían ennegrecido y agrietado y en las paredes de color ocre
chillón aparecían manchas…
Tal vez un rayo de sol que asomaba detrás
de una nube se ocultara detrás de otra, preñada de lluvia, oscureciendo
nuevamente todo ante mis ojos. Probablemente me figuraría pasar fugaz y
tristemente toda la perspectiva de mi futuro, viéndome en aquel momento quince
años después, como un hombre envejecido en aquella misma habitación, igual de
solitario y junto a la misma Matriona que no había ganado en luces durante esos
años.
Pero ¡recordar yo mi ofensa, Nástenka!
¿Ensombrecer con una oscura nube tu felicidad clara y serena? ¿Envenenar tu
corazón con secretos remordimientos, obligándolo a latir con tristeza en los
momentos de tu felicidad? ¿Ajar un solo pétalo de esas delicadas flores que
entrelaces en tus negros rizos cuando junto a él te dirijas al altar…? ¡Eso
jamás, jamás! ¡Que resplandezca tu cielo, que tu tierna sonrisa sea clara y
serena, que Dios te bendiga por un minuto de felicidad que des a otro corazón
solitario y agradecido!
¡Dios mío! ¡Un minuto entero de felicidad!
¿Acaso es poco para toda una vida humana…?
*FIN*
“Белые
ночи”,
Отечественные записки, 1848
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