I
Kino se despertó casi a oscuras. Las estrellas lucían aún
y el día solamente había tendido un lienzo de luz en la parte baja del cielo,
al este. Los gallos llevaban un rato cantando y los madrugadores cerdos ya
empezaban su incesante búsqueda entre los leños y matojos para ver si algo
comestible les había pasado hasta entonces inadvertido. Fuera de la casa
edificada con haces de ramas, en el plantío de tunas, una bandada de pajarillos
temblaban estremeciendo las alas.
Los ojos de Kino se abrieron, mirando primero al
rectángulo de luz de la puerta, y luego a la cuna portátil donde dormía
Coyotito. Por último volvió su cabeza hacia Juana, su mujer, que yacía a su
lado en el jergón, cubriéndose con el chal azul la cara hasta la nariz, el
pecho y parte de la espalda. Los ojos de Juana también estaban abiertos. Kino
no recordaba haberlos visto nunca cerrados al despertar. Las estrellas se
reflejaban muy pequeñas en aquellos ojos oscuros. Estaba mirándolo como lo
miraba siempre al despertarse.
Kino escuchaba el suave romper de las olas mañaneras
sobre la playa. Era muy agradable, y cerró, los ojos para escuchar su música.
Tal vez solo él hacía esto o puede que toda su gente lo hiciera. Su pueblo
había tenido grandes hacedores de canciones capaces de convertir en canto
cuanto veían, pensaban, hacían u oían. Esto era mucho tiempo atrás. Las
canciones perduraban; Kino las conocía, pero sabía que no habían seguido otras
nuevas. Esto no quiere decir que no hubiese canciones personales.
En la cabeza de Kino había una melodía clara y suave, y
si hubiese podido hablar de ella, la habría llamado la Canción Familiar.
Su manta le cubría hasta la nariz para protegerlo del
aire desagradablemente húmedo. Sus ojos se movieron al oír un rumor a su lado.
Era Juana levantándose casi sin ruido. Descalza se acercó a la cuna de
Coyotito, se inclinó sobre él y pronunció una palabra de cariño. Coyotito miró
un momento hacia arriba, cerró los ojos y volvió a dormirse.
Juana fue hacia el fogón, extrajo un tizón y lo aireó
para reavivarlo mientras dejaba caer sobre él algunas astillas.
Kino se había levantado envuelto en su manta. Deslizó los
pies en sus sandalias y salió a ver la aurora.
Al traspasar la puerta se inclinó para rodear mejor sus
piernas con el borde de la manta. Veía las nubes sobre el Golfo como hogueras
en el firmamento. Una cabra se acercó a él resoplando y -mirándolo con sus ojos
fríos y ambarinos. A su espalda el fuego de Juana llameaba lanzando flechas de
luz entre las rendijas de la pared de ramaje y haciendo de la puerta un cuadro
de luz oscilante. Una polilla lo atravesó en busca del fuego. La Canción
Familiar sonaba ahora detrás de Kino, y su ritmo era el de la muela de piedra
que Juana movía para triturar el grano de las tortas matinales.
El alba llegaba rápida ya, un destello, un relámpago y
luego una explosión ígnea al surgir el sol del fondo del Golfo. Kino miró al
suelo para librar sus ojos del resplandor. Oía el batir de la masa de las
tortas y su aroma sobre la batea del horno. En el suelo las hormigas se apresuraban,
divididas en dos castas: grandes y relucientes, pequeñas y parduscas, mucho más
veloces. Kino las observó con la indiferencia de un dios mientras una de las
pequeñas trataba frenéticamente de, escapar a la trampa de arena que una
hormiga-león había preparado para ella.
Un perro flaco y tímido se aproximó y a una suave llamada
de Kino se acurrucó, colocó el extremo de la cola sobre sus patas y apoyó
delicadamente su hocico sobre una estaca hundida en el suelo. Era negro, con
manchas amarillentas donde debiera tener las cejas. Aquella era una mañana como
otras y sin embargo perfecta entre todas. Oyó el leve crujir de las cuerdas al
sacar Juana a Coyotito de su cuna, lavarlo y envolverlo en su chal de modo que
quedara muy cerca de su seno. Kino podía ver todo esto sin mirarlo. Juana
cantaba en voz baja una vieja canción que solo tenía tres notas y, no obstante,
interminable variedad de pausas. Esto también formaba parte de la Canción
Familiar, como todo. A veces llegaba a ser un acorde doloroso que ponía nudos
en la garganta, musitando: “esto es certeza, esto es calor, esto lo es TODO”.
Al otro lado de la empalizada había otras casas de ramas,
de las que también salía humo y los rumores previos al desayuno, pero aquellas
eran otras canciones, los cerdos otros cerdos, las esposas unas distintas de
Juana. Kino era joven y fuerte y su cabello- negro caía sobro su morena frente.
Sus ojos eran cálidos y fieros y su bigote exiguo y áspero. Libró su nariz de
la manta, porque el aire oscuro y venenoso había huido y la luz dorada del sol
caía sobre la casa. Junto a la cerca dos gallos se encaraban con las alas
combadas y las plumas del cuello erizadas. Su lucha era torpe; no eran gallos
de pelea. Kino los miró un momento y luego sus ojos se alzaron hacia una
bandada de palomas silvestres que se dirigían hacia las montañas, al interior,
recogiendo luz sobre sus cuerpos blancos. El mundo ya estaba despierto, y Kino
se incorporó y entró en su choza.
Cuando atravesó la puerta, Juana estaba en pie, algo
apartada del centelleante fogón. Devolvió a Coyotito a su cuna y empezó a
peinarse la negra cabellera hasta formar dos trenzas a cuyos extremos ató dos
cintas verdes. Kino se agachó junto al hogar, extrajo una tortilla caliente, la
mojó en salsa y se la comió. Luego bebió un poco de pulque y dio por terminado
su desayuno, el único que había conocido exceptuando los días de fiesta y un
increíble banquete de pastelillos que había estado a punto de matarlo. Cuando
Kino hubo acabado, Juana regresó al fuego y desayunó. En una ocasión habían
hablado, pero no hay necesidad de palabras cuando se actúa por hábito. Kino
suspiraba satisfecho, y ésta era suficiente conversación.
El sol caldeaba la cabaña, atravesando sus paredes
discontinuas. Uno de los delgados rayos cayó sobre la cuna de Coyotito y las
cuerdas que la sostenían.
Fue un instante en que dirigieron sus miradas a la cuna,
y entonces ambos se quedaron rígidos. Por la cuerda que sostenía el lecho
infantil en la pared un escorpión descendía lentamente. Su venenosa cola estaba
extendida tras él pero podía encogerla en un segundo.
La respiración de Kino se hizo silbante y tuvo que abrir
la boca para impedirlo. Su expresión había perdido el aire de sorpresa y su
cuerpo ya no estaba rígido. A su cerebro acudía una nueva canción, la Canción
del Mal, la música del enemigo, una melodía salvaje, secreta, peligrosa, bajo
la cual la Canción Familiar parecía llorar y lamentarse.
El escorpión seguía bajando por la cuerda hacia el
pequeño. En su interior, Juana repetía una vieja fórmula mágica para guardarse
del peligro, y, más audible, un Avemaría entre dientes. Pero Kino se movía ya.
Su cuerpo atravesaba el cuarto suave y silenciosamente. Llevaba las manos
extendidas, las palmas hacia abajo, y. tenía puestos los ojos en el escorpión.
Bajo éste, Coyotito reía y levantaba la mano para cogerlo. La sensación de
peligro llegó al bicho cuando Kino estaba casi a su alcance.
Se detuvo, su cola se levantó lentamente sobre su cabeza
y la garra curva de su extremo surgió reluciente.
Kino estaba absolutamente inmóvil. Ola el susurro mágico
de Juana y la música cruel del enemigo. No podía moverse hasta que lo hiciera
el escorpión, consciente ya de la muerte que se le acercaba. La mano de Kino se
adelantaba muy despacio, y la cola venenosa seguía alzándose. En aquel momento
Coyotito, riéndose, sacudió la cuerda y el escorpión cayó.
La mano de Kino había saltado a cogerlo, pero pasó frente
a sus dedos, cayó sobre el hombro de la criatura y descargó su ponzoña. Al
momento Kino lo había cogido entre sus manos, aplastándolo. Lo tiró al suelo y
empezó a golpearlo con el puño, mientras Coyotito lloraba de dolor. Kino siguió
golpeando al enemigo hasta que no fue más que una mancha húmeda en el polvo.
Sus dientes estaban al descubierto, el furor ardía en sus ojos y la Canción del
Enemigo rugía en sus oídos.
Pero Juana había cogido al pequeño en sus brazos.
Encontró la herida ya enrojecida, la rodeó con sus labios, aspiró fuerte,
escupió y volvió a succionar mientras Coyotito chillaba, Kino permaneció en
suspenso, su ayuda de nada servía, era un estorbo.
Los gritos del pequeño atrajeron a los vecinos, que
fueron surgiendo de sus casuchas de ramaje. El hermano de Kino, Juan Tomás, su
gorda esposa Apolonia y sus cuatro hijos se agolparon en la puerta bloqueando
el paso mientras detrás de ellos otros trataban de mirar adentro y un
pequeñuelo se deslizaba entre las piernas de los demás para ver mejor. Los que
estaban delante pasaban la noticia a los de atrás.
Escorpión. Ha picado al pequeño.
Juana dejó de chupar la herida un momento. El orificio
era un poco mayor y sus bordes estaban blancos por la succión, pero la roja
hinchazón se extendía cada vez más en torno suyo formando un duro bulto
linfático. Toda aquella gente sabía cuanto había que saber del escorpión. Un
adulto podía ponerse muy enfermo, pero un niño fácilmente podía morir. Sabían
que primero venía la hinchazón, luego la fiebre y la sequedad de garganta,
después dolorosas contracciones del estómago y por último Coyotito podía morir
si había entrado en su cuerpo suficiente veneno. Los gritos del pequeño se
habían convertido en gemidos.
Kino había admirado muchas veces la férrea contextura de
su paciente y frágil mujer. Ella, obediente, respetuosa, alegre y paciente, era
capaz de retorcerse, en los dolores del parto sin exhalar un grito. Sabía
soportar el hambre y la fatiga incluso mejor que el mismo Kino. En la canoa era
fuerte como Un hombre, y ahora hacía una cosa del todo sorprendente.
—El doctor —pedía—. Id a buscar al doctor.
La demanda pasó de boca en boca entre los que se
amontonaban al exterior, que repitieron: «Juana pide un doctor». Asombroso,
memorable, pedir la presencia del doctor, y conseguirla, más asombroso aún. El
doctor no se acercaba jamás a las cabañas. ¿Cómo iba a hacerlo cuando tenía más
trabajo del que podía atender entre los ricos que vivían en las casas de piedra
y cemento de la ciudad?
—No vendrá —exclamaron los vecinos.
—No vendrá —repitieron los parientes desde la puerta.
—El doctor no vendrá —dijo Kino a Juana.
Ella lo miró con ojos tan filos como los de una leona.
Era el primer hijo de Juana, casi todo lo que había en el mundo para ella. Kino
se dio cuenta de su determinación y la música familiar sonó en su cerebro con
tono acerado.
—Entonces iremos a él —decidió Juana. Con una mano
dispuso el chal azul sobre su cabeza haciendo que un extremo envolviera a la
llorosa criatura y con el otro cubrió sus ojos para protegerlos de la luz. Los
de la puerta empujaron a los de atrás para abrir paso. Kino la siguió y
acompañados por todos emprendieron el camino.
Era ya un problema de toda la comunidad.
Formaban una acelerada y silenciosa procesión
dirigiéndose al centro de la ciudad, delante Juana y Kino, tras ellos Juan
Tomás y Apolonia, bailándole el enorme vientre por efecto de la apresurada
marcha, y luego todos los vecinos con los niños corriendo a ambos lados. El sol
amarillo proyectaba sus sombras negras hacia adelante, de modo que andaban
persiguiéndolas.
Llegaron al lugar en que cesaban las cabañas y empezaba
la ciudad de piedra y mampostería, la ciudad de grandes muros exteriores y
frescos jardines interiores donde las fuentes murmuraban y la buganvilla
purpúrea, cárdena y blanca trepaba por las paredes. De los ocultos jardines
oían los trinos de pájaros enjaulados y el salpicar del agua fresca sobre los
mosaicos recalentados. La procesión atravesó la iluminada plaza y cruzó por
delante de la iglesia. Había crecido mucho y los recién llegados eran
rápidamente informados sobre la marcha de cómo el pequeño había sido picado por
un escorpión y su padre y su madre lo llevaban al doctor.
Y los recién llegados, en particular los mendigos de la
entrada de la iglesia que eran grandes expertos en análisis financiero, miraban
rápidamente la vieja falda azul de Juana, velan los rotos de su chal, evaluaban
las cintas verdes en su pelo, leían la edad en la manta de Kino y el millar de
lavados de sus ropas, los clasificaban al momento como gente mísera y seguían
tras ellos para ver qué clase de drama se iba a representar. Los cuatro
mendigos de la puerta de la iglesia conocían todo lo existente en la ciudad.
Estudiaban la expresión de las jóvenes en el confesionario, las miraban al
salir y sabían la naturaleza del pecado. Estaban enterados de todos los
pequeños escándalos y de algunos grandes crímenes. Dormí en los mismos
escalones de la puerta de la iglesia así nadie podía entrar en el templo a
buscar consuelo sin que ellos se enterasen. Y conocían al doctor. Sabían de su
ignorancia, su crueldad, su avaricia, sus apetitos, sus pecados. Conocían sus
feas intervenciones en abortos y los pocos centavos que daba alguna vez como
limosnas. Habían visto entrar en la iglesia los cadáveres de todas sus
víctimas, y ahora como que la misa había terminado y no era toda la hora mejor
de su negocio, seguían a la procesión procurando aprender nuevas cosas sobre
sus congéneres, dispuestos a ver lo que iba a hacer el obeso e indolente doctor
con una criatura indigente mordida por un escorpión. La apresurada procesión
llegó por fin a la gran verja de la casa del doctor. Oían allí también el
jugueteo del agua, el canto de lo pájaros y el ruido de escobas sobre las losas
de la avenidas sombreadas. Y olían también el tocino frito en la cocina del
doctor.
Kino vaciló un momento. Este doctor no. era compatriota
suyo. Este doctor era de una raza que casi durante cuatrocientos años había
despreciado a raza de Kino, llenándola de terror, de modo que indígena se
acercó a la puerta lleno de humildad y como siempre que se acercaba a un
miembro de aquella casta, Kino se sentía débil, asustado y furioso a la vez. La
ira y el terror se mezclaban en él. Le sería más fácil matar al doctor que
hablarle, pues los de la estirpe del doctor hablaban a los compatriotas de Kino
como si fueran simples bestias de carga. Cuando levantó su mano derecha para
coger el aldabón (le la verja la rabia se había apoderado de él, en sus oídos
sonaba intensamente la música del enemigo y sus labios se contraían fuertemente
sobre sus dientes; pero con la mano izquierda se quitaba el sombrero. El
metálico aldabón resonó contra la verja. Kino acabó de destocarse y esperó.
Coyotito gemía en brazos de Juana, que le hablaba dulcemente. La procesión se
apiñó más para ver y oír más de cerca.
Al cabo de un momento la gran verja se abrió unas
pulgadas. Kino pudo ver el verde frescor del jardín y los juegos del agua en la
fuente. El hombre que lo miraba era de su propia raza. Kino le habló en la
lengua ancestral.
—Mi pequeño, mi primogénito, ha sido envenenado por un
escorpión — explicó—. Necesita que lo curen.
La verja se cerró un poco y el criado se negó o emplear
el viejo idioma.
—Un momentito —dijo—. Voy a informarme.
Cerró la verja y echó el cerrojo. El sol proyectaba las
negras siluetas del grupo sobre los blancos muros.
En su alcoba el doctor estaba sentado en la cama. Llevaba
puesto el batín de seda roja tornasolada que se había hecho traer de París,
algo justo sobre su pecho cuando se lo abrochaba. En su regazo tenía una
bandeja de plata con una chocolatera del mismo metal y una tacita de porcelana
china; tan delicada que parecía una insignificancia cuando la levantaba en su
mano gigantesca, sosteniéndola entre índice y pulgar y apartando los otros tres
dedos.
Sus ojos descansaban sobre bolsas de carne fláccida y su
boca tenía un rictus de desagrado. Se estaba poniendo muy gordo y su voz era
ronca por la grasa que oprimía su garganta. Junto a él, en una mesita, había un
gong oriental y una caja de cigarrillos. El mobiliario del cuarto era enorme,
oscuro y tristón. Los cuadros eran religiosos, incluso la gran fotografía en
colores de su difunta esposa que, sin duda, gracias a las misas pagadas con su
dinero, estaba en la Gloria. El doctor había sido en otro tiempo -muy breve –
un miembro del gran mundo y el resto de su vida habla sido una eterna añoranza
de su Francia. «Aquello –decía- era vida civilizada», con lo que se refería a
ingresos suficientes para mantener una querida y comer en restaurantes. Vació
la segunda taza de chocolate y mordisqueó un bizcocho. El criado llegó desde el
jardín hasta su puerta y esperó que su presencia fuera observada.
—¿Qué hay? —preguntó el doctor.
—Un indio con una criatura. Dice que le ha picado un
escorpión.
El doctor bajó la taza con cuidado antes de dejar su ira
en libertad.
—-¿No tengo nada que hacer más que curar mordeduras de
insectos a los indios? Soy un doctor, no un veterinario.
—Sí, patrón —dijo el criado.
—¿Tiene dinero? —preguntó el doctor—. No, nunca tienen
dinero. Yo, solo yo en el mundo tengo que trabajar por nada, y estoy harto ya.
¡Ve a ver si tiene dinero!
El criado abrió la verja. Un poquito y miró a los que
esperaban. Esta vez habló en el antiguo idioma.
—¿Tienes dinero para pagar el tratamiento?
Kino hurgó en algún escondite secreto debajo de su manta
y sacó un papel muy doblado.
Pliegue a pliegue fue desdoblándolo, hasta que al fin aparecieron
ocho perlas deformes, feas y grisáceas como úlceras, aplastadas y casi sin
valor. El criado cogió el papel y volvió a cerrar la puerta, pero esta vez no
tardó en reaparecer. Abrió la verja el espacio suficiente para devolver el
papel.
—El doctor ha salido —explicó—. Lo han llamado desde un
caserío. —Y cerró apresuradamente.
Una ola de vergüenza recorrió todo el grupo. Se
separaron. Los mendigos volvieron a los escalones de la iglesia, los curiosos
huyeron, los vecinos se apartaron para no ver la vergüenza de Kino.
Durante largo rato Kino permaneció frente a la verja con
Juana a su lado. Lentamente devolvió a su cabeza el sombrero de peticionario. Y
entonces, impulsivo, golpeó la verja con el puño. Bajó la mirada y contempló
casi con asombro sus nudillos despellejados y la sangre que corría por entre
sus dedos.
II
La ciudad ocupaba un ancho estuario, alineando sus
edificios de fachadas amarillentas a lo largo de la playa, sobre la que yacían
las canoas blancas y azules que procedían de Nayarit, embarcaciones que durante
siglos se venían recubriendo con una materia impermeable cuyo secreto de
fabricación había estado siempre en poder de la gente pescadora. Eran barquitas
esbeltas y de alto bordo, con la proa muy curvada, lo mismo que la popa, y un
soporte en el centro donde podía emplazarse un mástil para izar tina pequeña
vela latina.
La playa era de arena dorada, pero al borde del agua se
veía sustituida por un amontonamiento de algas y conchas. Los cangrejos
desprendían burbujas y removían el fondo moviéndose en sus agujeros (te arena
y, entre las rocas, pequeñas langostas entraban y salían continuamente de sus
cavernas. El fondo del mar abundaba en seres que nadaban, se arrastraban o
simplemente vegetaban. Las parduscas algas oscilaban a impulsos de débiles
corrientes y las verdes hierbas submarinas se alzaban como cabelleras mientras
pequeños caballos de mar se adherían a sus largas hebras. Manchados botetes, lo
peces venenosos, se escondían en el fondo de aquel césped, y los policromos
cangrejos nadadores pasaban sobre ellos una y otra vez.
En la playa los perros y cerdos hambrientos de la ciudad
buscaban incansables algún pez muerto o algún pájaro marino que hubiera
arribado con la pleamar.
Aunque la mañana estaba tan solo iniciada, ya se había
levantado la bruma engañosa. El aire in cierto aumentaba algunas cosas y
levantaba otras sobre el horizonte del Golfo de tal manera que todos los
panoramas eran irreales y no podía darse, crédito a la vista; mar y tierra
tenían las firmes claridades y la vaguedad confusa de un sueño. A esto podría
deberse que la gente del Golfo creyese en las cosas del espíritu y de la
imaginación pero no confiase en sus ojos acerca de distancias, trazado de
contornos o cualquier exactitud óptica. Al otro lado del estuario se veía clara
y telescópicamente definido un bosquecillo de mangles, mientras que otro igual
a su lado no era más que una difusa mancha verdinegra. Parte de la playa
opuesta desaparecía tras un telón brillante con aspecto de agua. No había
certeza en la visión ni prueba de que lo visto estuviese allí o no. La gente
del Golfo suponía que en todas partes ocurría igual, y no les parecía extraño.
Una bruma cobriza se apoyaba en el agua y el cálido sol matutino martilleaba
sobre ella y la hacía vibrar, cegadora. Las chozas de los pescadores estaban a
la derecha de la ciudad, y las canoas abordaban la playa frente a esta zona.
Kino y Juana descendieron lentamente hasta la playa y la
canoa de Kino, la única cosa de valor que poseía en el mundo. Era muy vieja. Su
abuelo la había comprado en Nayarit, se la había legado al padre de Kino y así
habla llegado hasta sus manos. Era a la vez su única propiedad y su único medio
de vida, pues un hombre que tenga una embarcación puede garantizar a una mujer
que algo comerá. Es como un seguro contra el hambre. Cada año Kino repasaba su
canoa con la materia cuyo secreto también le venía de su padre. Al llegar a la
canoa acarició su proa con ternura como hacía siempre. Depositó en la arena su
piedra de inmersión, su canasta y las dos cuerdas. Dobló su manta y la colocó
sobre la proa.
Juana puso a Coyotito sobre la manta y lo cubrió con su
chal para que no le diera el sol. Estaba muy quietecito ahora, pero la
inflamación de su hombro había proseguido cuello arriba hasta la oreja y tenía
toda la cara enrojecida y con aspecto febril.
Juana entró unos pasos en el agua y recogió un puñado de
broza submarina hizo con ella una pelota y la aplicó en el hombro de su hijo,
remedio tan bueno como cualquier otro y probablemente mejor que el que el
doctor había prescrito. Solo tenía el inconveniente de ser demasiado sencillo y
de no costar nada. Los dolores de estómago no habían empezado aún. Acaso Juana
había sorbido el veneno a tiempo, pero no así sus preocupaciones por su
primogénito. Mas no había rogado por la curación directa de su hijo, sino
porque le fuera posible halla una perla con la que pagar al doctor por la
curación del niño, ya que la mentalidad del pueblo es tan insustancial como los
espejismos del Golfo.
Kino y Juana empujaron la canoa hacia el a y cuando la
proa flotó, Juana se embarcó, mientras Kino empujaba por la popa andando tras
ella hasta que flotó por entero y se estremeció al primer embate de las olas.
Luego, con ritmo coordinado, Juana y Kino movieron sus remos de doble pala y la
canoa hendió el agua con un persistente susurro.
Hacía largo rato que habían salido los otros pescadores
de perlas. Al cabo de pocos momentos Kino los distinguió bajo la bruma,
navegando sobre e banco de ostras.
La luz se filtraba a través de las aguas hasta el lecho
en que yacían las rugosas ostras perlíferas un lecho pedregoso y tapizado de
conchas destrozadas. Este mismo banco había hecho del Rey de España un gran
poder europeo en años pretéritos ayudándole a costear sus guerras y a ornar las
iglesias en provecho de su alma. Ostras grises con pliegues como faldas
femeninas, ostras recubiertas de impávidos peces de roca y escondidas entre
largos tallos vegeta les, y, por encima, pequeños cangrejos pululando
incesantemente. A un accidente estaban expuestas estas ostras: que un grano de
arena cayese entre los pliegues de sus músculos e irritase su carne hasta que
ésta, para protegerse, recubriera el grano con una capa de suave cemento. Pero
una vez empezada, el organismo no podría detener esta secreción sobre el cuerpo
extraño, hasta que se desprendiera en una bajamar o la ostra fuese destruida.
Durante siglos los hombres habían buceado para arrancar
las ostras de sus lechos y abrirlas, en busca de granos de arena recubiertos.
Nubes de peces vivían desde entonces con las ostras devueltas rotas al mar.
Pero las perlas eran meros accidentes y hallar una era suerte un golpecito
amistoso de un dios en el hombro del escogido.
Kino tenía dos cuerdas, una ligada a una pesada piedra y
la otra a un cesto. Se quitó camisa y pantalones y dejó el sombrero en el fondo
de la canoa. El agua parecía oleaginosa. Cogió la piedra con una mano y la
canasta con la otra, se sentó en la borda con los pies en el agua y la piedra
lo arrastró al fondo. Se alzó tras él un torbellino de burbujas y poco después
el agua se aclaró y pudo ver. Por encima, la superficie del agua era fuliginoso
y ondulante espejo, roto aquí y allá por las quillas de las canoas.
Se movía con precaución, para no enturbiar el agua. Con
los pies sobre la piedra que lo, había sumergido, sus manos actuaban velozmente
desprendiendo ostras, unas aisladas, otras en grupos. Las guardaba en el cesto
y seguía buscando afanoso.
El pueblo a que Kino pertenecía había cantado todos los
hechos y todas las cosas. Había ideado canciones a la pesca, al mar iracundo y
al mar en calma, a la luz y a las tinieblas, al sol y a la luna, y todas las
canciones seguían en el alma de Kino y de su pueblo, conscientes u olvidadas.
Cuando hubo llenado su cesto, Kino era dueño de una canción, cuyo ritmo lo
marcaban los latidos de su pecho y su melodía estaba en el agua grisverdosa y
en los animales marinos que nadaban en tomo suyo. Pero en su canción se
guardaba otra más recóndita, casi imperceptible, pero existente, dulce,
secreta, y esta canción era la de la Perla Posible, pues cada molusco del oeste
podía contener una perla. Las probabilidades eran escasas, pero la suerte y los
dioses podían estar con él. Y sabía que en la canoa, Juana le ayudaba en el
rito mágico, rígido el rostro y tensos los músculos para empujar a la fortuna,
para arrancar la suerte de manos de los dioses, ya que la necesitaba para curar
el hombro enfermo de su Coyotito. Y como la necesidad era grande y el deseo
mayor, la pequeña y secreta melodía de la Perla Posible era más fuerte que
nunca. Frases enteras de su melodía se hacían oír junto a la canción eterna del
Fondo del Mar.
Kino, orgulloso de su juventud y fuerza, era capaz de
permanecer sumergido más de dos minutos sin evidente esfuerzo, y este tiempo lo
empleaba hábilmente en seleccionar los moluscos mayores. Un poco a su derecha
había una masa de roca verde recubierta de ostras en cría no aptas para la
pesca.
Kino rodeó el amontonamiento rocoso, y entonces, al lado
de éste, bajo un pequeño reborde, vio una ostra muy grande, aislada de todos
sus congéneres más jóvenes. El caparazón estaba entreabierto, pues la vieja
ostra se sentía segura bajo aquel reborde rocoso y entre los músculos de color
de rosa vio un destello casi fantasmal momentos antes de que la ostra se cerrase.
Su corazón aumentó el ritmo de su latir y la melodía de la Perla Posible inundó
sus oídos. Lentamente desprendió la ostra de su lecho, y la llevó con ternura a
su pecho. Desprendió sus pies de la cuerda que rodeaba la piedra y su cuerpo
ascendió a la superficie hasta que su negro pelo brilló a la luz del sol. Se
acercó al borde de la canoa y dejó la ostra a bordo.
Juana estabilizó la embarcación mientras él subía. Sus
ojos de pescador brillaban excitados, pero tranquilamente tiró de las cuerdas
hasta que tuvo arriba la gran piedra y la cesta de las ostras. Juana se dio
cuenta de su excitación y procuró mirar a otra parte. No es bueno desear algo
con excesivo fervor. Hay que ansiarlo, pero teniendo gran tacto en no irritar a
la divinidad. Pero Juana dejó de respirar. Con movimientos deliberadamente
significativos, Kino abría la hoja de su fuerte cuchillo y miraba pensativo la
canasta. Tal vez fuera mejor abrirla gran ostra la última. Tomó del cesto una
de las menores, seccionó el músculo, rebuscó entre los pliegues carnosos y la
arrojó al mar. Entonces pareció que viera la gran ostra por primera vez. Se
arrodillo en el fondo de la canoa, la cogió y la examinó sus valvas eran
relucientes y oscuras y tenían poca adherencias. Kino vacilaba en abrirla. Sabía
que lo que había visto podía ser un reflejo, un trozo de concha caído allí por
casualidad o una completa ilusión. En aquel Golfo de luces inciertas había más
ilusiones que realidades.
Pero sentía sobre sí los ojos de Juana, que no sabía
esperar. Puso una mano en la cabeza de Coyotito, y dijo con dulzura:
—Ábrela.
Kino introdujo su cuchillo entre los bordes de caparazón.
Notaba la firmeza de los músculos tensos en el interior, oponiéndose a la hoja
cortante Movió ésta con destreza, el músculo se relajó y la ostra quedó
abierta. Los carnosos labios saltaron desprendidos de las valvas y se
replegaron vencidos Kino los apartó y allí estaba la gran perla, perfecta como
la luna. Recogía la luz purificándola y devolviéndola en argéntea
incandescencia. Era tan de como un huevo de gaviota. Era la perla mayor del
mundo.
Juana respiró con dificultad y gimió un poco. Para Kino
la secreta melodía de la Perla Posible se hizo clara y espléndida, rica y
cálida, luminosa triunfante. En la superficie de la gran perla veía formas de
ensueño. Extrajo la perla de la carne que la había creado y la levantó en su
palma, le dio la vuelta y vio que sus curvas eran perfectas. Juan se acercó a
mirarla sobre la mano de él, la misma mano que había golpeado la verja del
doctor, y en la que las heridas en los nudillos se habían vuelto grisáceas por
efecto del agua salada.
Instintivamente Juana se acercó a Coyotito que dormía
sobre la manta de su padre. Levantó el amasijo de hierbas húmedas y miró su
hombro.
—¡Kino! —gritó con voz aguda.
Él dejó de mirar la perla y vio que la hinchazón remitía
en el hombro del pequeño, que el veneno huía de su cuerpo. Entonces el puño de
Kino se cerró sobre la perla y la emoción se adueñó de él. Echó la cabeza atrás
y lanzó un alarido. Los ojos le giraban en las órbitas y su cuerpo estaba
rígido. Los hombres de las demás canoas levantaron los ojos asombrados, y
metiendo los remos en el mar se dirigieron hacia la canoa de Kino.
III
Una ciudad se parece mucho a un animal. Tiene un sistema
nervioso, una cabeza, unos hombros y unos pies. Está separada de las otras
ciudades, de tal modo que no existen dos idénticas. Y es además un todo
emocional. Cómo viajan las noticias a su través es un misterio de difícil
solución. Las noticias parecen ir más de prisa que la rapidez con que los
muchachos pueden correr a transmitirlas, más de prisa de lo que las mujeres
pueden vocearlas de ventana en ventana.
Antes de que Kino, Juana y los demás pescadores hubiesen
llegado a la choza del primero, los nervios de la ciudad vibraban con la
noticia. Kino había encontrado la Perla del Mundo. Antes de que jadeantes
rapazuelos pudieran articular las palabras de su mensaje, sus madres lo sabían.
La noticia volaba más allá de las humildes cabañas y llenaba como el espumoso
frente de la marea toda la ciudad de piedra encalada. Alcanzó al cura mientras
paseaba por el jardín, poniendo en sus ojos una mirada pensativa y
rememorándole unas imprescindibles reparaciones en la iglesia. Se preguntaba
qué valor alcanzaría la perla y si había bautizado al hijo de Kino después de
haber casado a éste, cosa que no recordaba. La noticia llegó a los mercaderes y
éstos pusieron sus ojos en las telas almacenadas que no habían podido vender.
La noticia llegó al doctor mientras estaba sentado junto
a su mujer, cuya única enfermedad era la vejez, sin que ella ni el doctor
quisieran admitirlo. Y cuando se le hizo patente quién era Kino, el doctor puso
rostro grave y orgulloso a la vez.
—Es mi cliente —declaró—. Estoy tratando a su hijo una
picadura de escorpión.
Y giró los ojos en sus órbitas pensando en París.
Recordaba la habitación que allí había ocupado como un lujoso departamento y la
mujer de rostro duro que había vivido con él como una jovencita bella y amable,
aunque no había sido ninguna de estas tres cosas. El doctor dejó de mirar a su
decrépita consorte y se vio sentado en un restaurante de París en el momento en
que un camarero descorchaba una botella de vino.
La noticia llegó muy pronto a los mendigos de la iglesia
y les hizo regocijarse en extremo, pues sabían que no hay espíritu más
desprendido en el mundo que el de un pobre a quien de pronto favorece la
fortuna.
Kino había encontrado la Perla del Mundo. En la ciudad,
en sus covachuelas, se hallaban los hombres que compraban perlas a los
pescadores. Esperaban sentados a que las perlas fuesen llegando, y parloteaban,
luchaban, gritaban y amenazaban hasta que obtenían del pescador el precio más
bajo posible. Pero había un precio por debajo del cual no se atrevían a ponerse
ya que había ocurrido que algún pescador desesperado había dado sus perlas a la
iglesia. Cuando terminaba la compra ellos se quedaban solos y sus dedos
jugueteaban incansables con las perlas, deseando poder ser sus dueños. Porque
no había en realidad muchos compradores, sino uno solo, y todos ellos eran sus
agentes, en oficinas separadas para dar apariencia de competencia. Llegó la
noticia a estos hombres y su ojos se nublaron, sus dedos sintieron extraña
quemazón y cada uno pensó que el patrón no viviría siempre y alguno tendría que
sucederle. Y todos empezaron a calcular el capital necesario para instalarse.
Toda clase de gente empezó a interesarse por Kino -gente
con cosas que vender y gente con favores que pedir—. Kino había encontrado la
Perla del Mundo. La esencia de la perla se combinó con la esencia de los
hombres y de la reacción precipitó un curioso residuo oscuro. Todo el mundo se
sintió íntimamente ligado a la perla de Kino, y ésta entró a formar parte de
los sueños, las especulaciones, los proyectos, los planes, los frutos, los
deseos, las necesidades, las pasiones y los vicios de todos y de cada uno, y
solo una persona quedó al margen: Kino, con lo cual convirtióse en el enemigo
común.
La noticia despertó algo infinitamente negro y malvado en
la ciudad; el negro destilado era como el escorpión, como el hambre al olor de
la comida, o como la soledad cuando el amor se le niega. Las glándulas
venenosas de la ciudad empezaron a segregar su líquido mortífero y toda la
población se inflamó, infectada.
Pero Kino y Juana no sabían nada de esto. Como eran
felices y estaban excitados creían que todo el mundo compartía su alegría. En
efecto, así pasaba con Juan Tomás y Apolonia, y ellos entraban también en el
mundo. Por la tarde, cuando el sol remontó las montañas de la Península para sepultarse
en el mar abierto, Kino buscó cobijo en su casa y Juana con él. La casucha
estaba atestada de vecinos. Kino tenía la gran perla en la mano, como algo
cálido y vivo. La música de la perla se había unido con la de la familia de tal
modo que una embellecía a la otra. Los vecinos miraban la perla que Kino
sostenía y se preguntaban cómo podía un hombre tener tanta suerte.
Y Juan Tomás, en cuclillas al lado derecho de Kino pues
era su hermano, preguntó:
—¿Qué vas a hacer ahora que eres rico?
Kino miró su perla y Juana bajó las pestañas y se cubrió
el rostro con el chal para que no se viese su excitación. En la superficie
iridiscente de la perla se formaban las imágenes que la mente de Kino había
soñado en el pretérito y había rechazado por imposibles. Veía a Juana, a
Coyotito y a él mismo. Estaban ante el altar y se casaban ahora que podían
pagarlo. Contestó en voz baja:
—Nos casaremos… en la iglesia.
En la perla veía cómo iban vestidos: Juana con un chal
muy tieso por lo nuevo y una nueva falda, bajo cuyo borde Kino podía ver unos
zapatos. Todo estaba en la perla, que brillaba incesante con ricas imágenes de
ensueño. El también llevaba ropas nuevas, un sombrero mejor, no de paja sino de
fieltro negro, y zapatos de ciudad. Y Coyotito llevaba un traje azul de marino
estadounidense y una gorra blanca como Kino había visto una vez a bordo de un
yate de recreo en el estuario. Todo esto estaba en la perla, y Kino siguió
diciendo:
—Tendremos vestidos nuevos.
La música de la perla era ya en sus oídos como un coro de
trompetas triunfales.
Luego fueron apareciendo en la centelleante superficie
gris de la joya las cosas que Kino necesitaba: un arpón que sustituirla al
perdido hacía un año, un arpón nuevo, de hierro, con una anilla al extremo de
la barra; y -su mente casi no podía atreverse a soñar tanto- un rifle -pero,
¿por qué no, siendo tan rico? Y Kino se vio en la perla con una carabina
Winchester. Era el sueño más loco de su vida y el más agradable.
Sus labios vacilaban antes de darle forma audible:
—Un rifle —declaró—. Puede que un rifle.
El rifle echaba abajo todas las barreras. Era una
verdadera imposibilidad, y si podía pensar tranquilamente en ello, horizontes
enteros se disgregaban y se veía libre de toda atadura. Porque se dice que los
humanos no se satisfacen jamás, que se les da una cosa y siempre quieren algo
más. Y se dice esto con erróneo desprecio, ya que es una de las mayores
virtudes que tiene la especie y la que la hace superior a los animales que se
dan por satisfechos con lo que tienen.
Los vecinos, apretujados y silenciosos dentro de la
cabaña, asentían a sus declaraciones fantásticas. Un hombre murmuró:
—Un rifle. Tendrá un rifle.
La música de la perla ensordecía a Kino. Juana lo miró y
sus ojos se admiraban de su valor y su fantasía. Una fuerza eléctrica le había
invadido en el momento de descubrir la derrota de los horizontes. En la perla
veía a Coyotito sentado en un pupitre del colegio como el que había visto una
vez a través de una puerta entreabierta. Coyotito vestía chaqueta, cuello
blanco y ancha corbata de seda. Más aún, Coyotito escribía sobre un gran trozo
de papel. Kino miró a sus vecinos casi desafiador.
—Mi hijo irá a la escuela —anunció, y todos quedaron
fascinados. Juana detuvo el aliento, brillándole los ojos mientras miraba a su
marido y a Coyotito en sus brazos para ver si podía ver verdad lo dicho.
El rostro de Kino brillaba, profético.
—Mi hijo leerá y abrirá los libros, y escribirá y lo hará
bien. Y mi hijo hará números, y todas esas cosas nos harán libres porque él
sabrá, y por él sabremos nosotros.
En la perla Kino se veía a sí mismo y a Juana sentados
junto al fuego mientras Coyotito leía un gran libro.
—Esto es lo que la perla hará —terminó. Nunca había
pronunciado tantas palabras seguidas. Y de pronto tuvo miedo de sus palabras.
Su mano se cerró sobre la perla y robó su luz a todas las miradas. Kino tenía
miedo como lo tiene siempre un hombre al decir:
—Así será —sin saberlo a ciencia cierta.
Los vecinos sabían ya que acababan de presenciar algo
maravilloso. Sabían que en adelante el tiempo se contaría a partir de la perla
y su hallazgo, y que este momento sería discutido durante largos años. Si todo
lo profetizado tenía lugar, ellos relatarían -el aspecto de Kino, sus palabras
y el brillo de sus pupilas, y dirían: “Era un hombre transfigurado. Algún poder
le había sido imbuido. Ya veis en qué gran hombre se ha convertido a partir de
aquel momento. Y yo lo vi”.
Y si los proyectos de Kino se reducían a la nada, los
mismos vecinos dirían: “Así empezó. Una estúpida locura se apoderó de él y le
hizo decir insensateces. Dios nos libre de cosas parecidas. Sí, Dios castigó a
Kino por su rebelión contra el curso normal de las cosas. Ya ven en qué ha
parado todo. Y yo mismo fui testigo del momento en que perdió la razón”.
Kino miró su puño cerrado y vio las cicatrices en los
nudillos que habían golpeado la verja.
Llegaba la noche. Juana envolvió a su hijito en el chal,
apoyó su leve bulto en su cadera, fue al fogón, tomó un tizón, colocó sobre él
unas astillas y sopló hasta obtener unas llamas que danzaron iluminando todos
los rostros. Sabían que debían ir a preparar sus respectivas cenas, pero se
sentían reacios a salir.
Ya estaban las tinieblas dentro de la casa y el fuego de
Juana dibujaba sombras en las paredes de ramaje cuando corrió un murmullo de
boca en boca:
—Viene el Padre, viene el párroco.
Los hombres se descubrieron y se apartaron de la puerta,
y las mujeres envolvieron sus cabezas en los chales y bajaron los ojos. Kino y
su hermano Juan Tomás siguieron en pie. Entró el cura, un anciano canoso de
cutis marchito y ojos llenos de juventud. Consideraba niños a aquella gente, y
como a tales los trataba.
—Kino —empezó con dulzura—. Te llamas como un gran
hombre, como un Padre de la Iglesia. —Sus palabras sonaban a bendición—. Tu
homónimo civilizó el desierto y pacificó las mentes de tu pueblo ¿no lo sabías?
Está en los libros.
Kino miró rápidamente a la cabeza de Coyotito, apoyada en
el flanco de Juana. Algún día, pensaba, aquel muchacho sabría qué cosas estaban
en los libros y qué cosas no. Ya no había música en el cerebro de Kino, pero
ahora lenta, delicadamente, empezaba a sonar la melodía de aquella mañana, la
música del mal, del enemigo, pero muy débil. Y Kino miró a sus vecinos para ver
quién podía haber traído tal música consigo.
Pero el sacerdote hablaba de nuevo.
—Me he enterado de que has encontrado una gran fortuna,
una gran perla.
Kino abrió su mano y la exhibió, y el cura aspiró con
fuerza al ver el tamaño y belleza de la perla. Luego dijo:
—-Espero que te acordarás de dar gracias, hijo mío, a
quien te ha concedido este tesoro, y que rogarás su protección para el futuro.
Kino inclinó la cabeza torpemente, y fue Juana la que
habló en voz baja:
—Sí, Padre. Y nos casaremos. Kino lo ha dicho.
Miró a los vecinos buscando su testimonio y ellos
confirmaron sus palabras solemnemente.
El cura contestó:
—Es placentero ver que tus primeros pensamientos son tan
buenos. Dios los bendiga, hijos míos —y volvióse, se alejó calladamente, y la
gente se apartó para hacerle paso.
Pero la mano de Kino se había cerrado fuerte mente sobre
la perla y miraba en torno suyo con desconfianza, porque la música maldita
estaba en sus oídos, intentando ahogar la de la perla.
Los vecinos fueron escabulléndose hacia sus hogares y
Juana se acercó al fuego y puso a hervir la cazuela de barro llena de
legumbres. Kino fue hasta la puerta y se paró en el umbral. Como siempre,
aspiraba el humo de muchos fuegos, vela las rutilantes estrellas y notaba la
humedad del aire nocturno que le hacía envolverse mejor en su manta.
El perro flaco acudió a él y se tendió a sus pies. Kino
bajó la vista al suelo pero no lo vio. Al traspasar los lejanos horizontes
había entrado en un vasto páramo de soledad. Se sentía desamparado y aislado, y
le parecía que los chirriantes grillos y las ruidosas ranas entonaban la
melodía del mal. Se estremeció y trató de envolverse mejor en la manta. Llevaba
todavía la perla en la mano, oprimiéndola con fuerza, y la sentía cálida,
suave, contra su piel.
Tras él oía a Juana amasando las tortas antes de
depositarlas en la batea del horno. Kino apreciaba detrás de sí todo el calor y
toda la seguridad de su familia y oía la Canción Familiar como el runruneo de
un gato casero.
Pero ahora, al anunciar cómo sería su futuro, lo había
creado. Un proyecto es algo real, y las cosas proyectadas son como
experimentadas ya. Un proyecto, una vez ideado y trazado se hace realidad,
indestructible pero propicia a ser atacada. De este modo era real el futuro de
Kino, pero desde el momento en que quedó plantado habían surgido otras fuerzas
con el propósito de destruirlo, y esto lo sabía él muy bien, de tal modo que ya
se preparaba a rechazar los ataques. También sabía que los dioses no gustan de
los proyectos humanos, y que odian el exito si no tiene lugar por mero accidente.
Sabía que los dioses se vengan de un hombre cuando triunfa por sus propios
méritos, y en consecuencia Kino temía a los proyectos, mas habiendo esbozado
uno ya no podía anularlo. Para rechazar los ataques, Kino empezaba a envolverse
en un duro caparazón que lo aislara del mundo. Sus ojos y su cerebro paladeaban
el peligro antes de que hubiese aparecido.
Desde la puerta vio cómo se acercaban dos hombres; uno de
ellos llevaba una linterna que iluminaba las piernas de ambos. Atravesaron la
puerta del cercado y se acercaron a la choza. No tardó en ver que uno era el
doctor y el otro el criado que habla abierto la verja por la mañana. Los
nudillos destrozados de la mano derecha de Kino parecían abrasarle al descubrir
de quiénes se trataba.
El doctor empezó:
—No estaba en casa cuando vinisteis esta mañana. Pero
ahora, a la primera oportunidad, he acudido a ver al pequeño.
Kino siguió obstruyendo la puerta, llenos los ojos de
odio y furor, pero a la vez de miedo, pues los cientos de años de dominación
habían calado muy hondo en su espíritu.
—El niño está ya casi bien —contestó con sequedad.
El doctor sonrió, pero en sus ojos saltones no había
sonrisa.
—A veces, amigo mío —arguyó—, la picadura de escorpión
tiene un curioso efecto. Se produce una aparente mejoría, y luego, sin previo
aviso, ¡puf!
Unió los labios y simuló una pequeña explosión para
indicar lo rápido del accidente, y movió su maletín negro de doctor para que la
luz de la lámpara lo iluminara, pues sabía que la raza de Kino tenía gran
respeto por las herramientas de cualquier índole.
—A veces —siguió en tono melifluo—, a veces el resultado
es una pierna paralítica o una espalda corcovada. Oh, yo conozco bien la
picadura del escorpión, amigo mío, y sé curarla.
Kino seguía sintiendo rabia y odio junto con infinito
terror. Él nada sabía, y quizás el doctor sí. Y no podía correr el albur de
oponer su cierta ignorancia contra la posible sabiduría de aquel hombre. Había
caído en la trampa en que caía siempre su pueblo, como sucedería hasta que,
como él había dicho, pudieran estar seguros de que las cosas de los libros
estaban verdaderamente en ellos. No podía jugar al azar con la vida o la salud
de Coyotito. Se hizo a un lado y dejó que el doctor y su criado entrasen en la
cabaña.
Juana se apartó del fuego y se echó atrás al verlos
entrar, cubrió el rostro de su hijo con el chal y al extender el doctor su
mano, abrazó con fuerza a la criatura y miró a Kino, sobre cuyo rostro el fuego
hacía danzar movibles sombras.
Kino asintió con un gesto, y solo entonces dejó ella que
el doctor cogiera al pequeño.
—Levanta la luz —ordenó el médico, y cuando el criado
obedeció, miró un momento la herida en el hombro infantil. Meditó unos momentos
y luego levantó el párpado del niño para mirar el globo del ojo. Movió la
cabeza con gesto de aprobación mientras Coyotito se debatía en sus brazos.
—Es como suponía —declaró—. El veneno ya está dentro y no
tardará en descargar su golpe mortal. ¡Mira! —volvió a levantar el párpado—.
Mira, es azul.
Y Kino, que miraba lleno de ansiedad, vio que
efectivamente, era un poco azul. No recordaba si siempre había sido un poco
azul. Pero la trampa estaba ante él y no podía orillarla.
Los ojuelos del doctor rezumaban humedad.
—Le daré algo que tal vez anule el veneno —anunció. Y
devolvió el niño a Kino.
Luego sacó de su maletín un frasquito de polvo blanco y
una cápsula de gelatina. Llenó la cápsula con un poco de polvo y la cerró,
envolvió ésta en otra mayor y la cerró también. Entonces actuó con gran
destreza. Volvió a coger al niño y le tiró del labio hasta que abrió la boca.
Sus dedos colocaron la cápsula en el fondo de la boca, sobre la lengua, de
donde no podía escupirla, recogió del suelo la botella de pulque y dio un trago
a Coyotito, y con esto dio por terminada su actuación. Volvió a mirar el ojo de
la criatura, apretó los labios y simuló meditar.
Por fin entregó a Juana su hijo y se volvió a Kino.
—Creo que el veneno atacará dentro de una hora —anunció—.
La medicina puede salvar al pequeño, pero dentro de una hora estaré de vuelta.
Tal vez esté a tiempo de salvarlo—. Respiró con fuerza y salió de la choza, y
su criado le siguió con la linterna.
Ahora tenía Juana al niño bajo su chal, y lo miraba con
ansioso temor. Kino se le acercó, levantó el borde del chal y lo miró. Adelantó
una mano para levantarle el párpado y entonces se dio cuenta de que seguía
llevando en ella la perla. Fue hacia un arca colocada junto a la pared, sacó un
trozo de tela, envolvió en ella la perla, se dirigió a un rincón, cavó con las
uñas en el suelo, colocó la perla en el agujero, lo cubrió y lo disimuló.
Entonces volvió junto a Juana, que acurrucada, no apartaba los ojos de su hijo.
El doctor, de vuelta en su casa, se dejó caer en su
sillón y miró el reloj. Su familia le llevó una frugal cena a base de
chocolate, dulces y fruta, y él miró la comida con desagrado.
En las casas de los vecinos el mismo tema seguía
dominando todas las conversaciones. Se enseñaban unos a otros el tamaño de la
perla, y hacían gestos acariciadores en el aire para indicar su belleza. Desde
ahora espiarían muy de cerca a Juana y a Kino para ver si la riqueza los volvía
locos, como sucedía siempre. Todos sabían por qué había acudido el doctor. No
era buen histrión y comprendían muy bien su actitud.
En el estuario una bandada de pececillos corría veloz
saltando de cuando en cuando sobre las olas para huir de otros mayores que
pretendían devorarlos. Desde sus cabañas los pescadores oían el leve chapoteo
en el agua de los pequeños y el fuerte rumor de los saltos de los mayores
durante la persecución. La niebla que brotaba del Golfo iba depositándose sobre
matojos y cactus dejando en ellos gotas saladas. Y los ratones nocturnos se
deslizaban por el campo tratando de escapar a los milanos que se les echaban
encima en profundo silencio.
El peludo can de manchas ambarinas sobre los ojos llegó a
la puerta de Kino y miró hacia el interior. Sacudió sus cuartos traseros al
mirarlo Kino y se tumbó perezoso cuando dejó de sentir sus ojos sobre sí. No
entró en la casa, pero observó cómo devoraba Kino las legumbres de la cazuela,
acompañadas de una torta de maíz y de largos tragos de pulque.
Kino terminó su cena, y estaba liando un cigarrillo
cuando Juana lo llamó con voz aguda:
—Kino.
La miró, se levantó y fue hacia ella porque veía el
terror en su mirada. Se detuvo a su lado y miró hacia abajo, pero la luz era
demasiado escasa. Acercó unos leños al fuego para que levantaran llama y
entonces pudo ver la cara de Coyotito. La tenía enrojecida, tragaba saliva con
gran esfuerzo, pero algo brotaba entre sus labios. Había empezado el espasmo de
los músculos del estómago y el pobre niño padecía mucho.
Kino se arrodilló al lado de su esposa.
—El doctor lo sabía —observó, pero pensó para sí que
aquel polvo blanco era muy sospechoso. Juana se balanceaba cantando la Canción
de la Familia como si pudiera ahuyentar así el peligro, y la criatura vomitaba
sin cesar entre sus brazos. Kino dudaba y la música del mal ahogaba en su
cabeza la canción de Juana.
El doctor acabó su chocolate y recogió los trocitos de
pastel caídos en el plato. Se limpió los dedos en una servilleta, miró el
reloj, se levantó y tomó su maletín.
La noticia de la recaída del niño había Regado
rápidamente a las cabañas, porque la enfermedad es, después del hambre, el peor
enemigo de los pobres. Y alguien comentó:
—La suerte, ya ven, trae malos compañeros.
Todos se mostraron de acuerdo y se encaminaron a casa de
Kino. Atravesaron las tinieblas envueltos en sus mantas hasta que llenaron de
nuevo la choza de Kino. En pie, lo observaban todo y hacían comentarios a la inoportunidad
de tal desgracia en un momento de alegría, diciendo:
—Todo está en manos de Dios.
Las viejas se agachaban junto a Juana tratando de
ayudarla o al menos de consolarla.
Entonces apareció el doctor, seguido de su criado, y las
viejas huyeron como gallinas asustadas. Tomó al pequeño, lo examinó y palpó su
cabeza.
—Ya ha actuado el veneno —anunció—. Creo que puedo
vencerlo. Haré todo lo posible. —Pidió agua, y en la taza vertió tres gotas de
amoníaco, abrió la boca al niño y le obligó a beber. El joven paciente se
estremeció y escupió rechazando el tratamiento y Juana lo miró con ojos de
terror. El doctor hablaba sin parar—: Es una suerte que yo conozca el veneno
del escorpión, o de otro modo… —se encogió de hombros pasando por alto lo que
pudiera haber ocurrido.
Pero Kino tenía sospechas y no podía apartar la vista del
maletín abierto del doctor, y en él el frasco de polvo blanco. Gradualmente los
espasmos se redujeron y el pequeño relajó sus músculos, suspiró profundamente y
se durmió, cansado de vomitar.
El doctor lo devolvió a los brazos de Juana.
—Ahora se pondrá bueno —aseguró—. He ganado la batalla.
—Y Juana lo contempló con adoración.
El doctor cerraba ya su maletín.
—¿Cuándo creen que puden pagarme estas visitas? —inquirió
con dulzura.
—Cuando haya vendido mi perla le pagaré —declaró Kino.
—¿Tienes una perla? ¿Una buena perla? —preguntó el doctor
con interés.
Y entonces el coro de vecinos prorrumpió al unísono:
—Ha encontrado la Perla del Mundo —y unieron los pulgares
a los índices para indicar su tamaño.
—Kino va a ser rico —exclamaron—. Es una perla como no se
ha visto otra igual.
El doctor parecía sorprendido.
—No me había enterado. ¿Guardas esa perla en lugar
seguro? ¿No quieres que te la guarde en mi caja de caudales?
Los ojos de Kino casi habían desaparecido y la piel de
sus mejillas estaba tensa.
—La tengo bien guardada —contestó—. Mañana la venderé y
entonces le pagaré.
El doctor se encogió de hombros pero sus ojos no se
separaron de los de Kino. Sabía que la perla, tenía que estar escondida en la
casa y suponía que Kino había de mirar hacia el sitio en que la había
enterrado.
—Sería una irrisión que te robasen antes de que pudieras
venderla —insistió el doctor, y vio que los ojos de Kino se volvían
involuntariamente hacia el suelo cerca del rincón extremo de la cabaña.
Cuando se hubo marchado el médico y todos los vecinos
hubieron vuelto a sus hogares a regañadientes, Kino se acurrucó junto a las
brasas del fogón y escuchó los ruidos nocturnos, el suave rodar de las olas en
la playa y los lejanos ladridos de unos perros, el silbido de la brisa entre
las ramas del tejado y las ahogadas conversaciones de sus vecinos.
Porque aquella gente no duerme toda la noche; se
despiertan a ratos, charlan un poquito y luego vuelven a dormirse. No había pasado
mucho tiempo cuando Kino se incorporó y fue hasta la puerta.
Aspiraba los aromas de la brisa y escuchaba intentando
captar algún extraño rumor de seres arrastrándose, porque la música del mal
llenaba su alma y tenía miedo a la vez que furia combativa. Después de
escudriñar la noche con sus cinco sentidos se dirigió al rincón en que estaba
enterrada la perla, la extrajo, la llevó a su jergón y bajó éste cavó otro
agujero donde la guardó.
Juana, sentada junto al fuego, lo miraba con ojos
interrogantes y al verle enterrar la perla, preguntó:
—¿A quién temes?
Kino buscó en su cerebro la verdadera respuesta y dijo al
cabo:
—-A todos —y le pareció que su cuerpo se envolvía en una
dura coraza.
Al cabo de un rato ambos yacían juntos sobre el jergón.
Juana no había puesto al pequeño en su cuna colgante, sino que lo tenía en sus
brazos cubriéndole la cara con su chal… Por fin se apagó el último destello del
hogar.
Pero el cerebro de Kino ardía aún durante el sueño, y
soñaba que Coyotito sabía leer en un libro grande como una casa, con letras del
tamaño de perros, y las palabras galopaban y danzaban por todo el libro. Luego
la oscuridad se extendió sobre la página y con ella volvió otra vez la música
maldita y Kino se agitó en su lecho. Al sentir su agitación, Juana abrió los
ojos en las tinieblas. Entonces se despertó él, ensordecido por la música del
mal, y siguió tumbado con los oídos alerta.
En este momento, del rincón les vino un leve rumor que
podía ser simple ilusión, un movimiento furtivo, el roce de un pie sobre la
tierra o el susurro casi inaudible de una respiración. Kino contuvo la suya
para escuchar y se dio cuenta de que el maligno ser que había entrado en su
casa la contenía también para escuchar. Durante un rato no les Regó sonido
alguno de aquel rincón de la cabaña. Kino llegó a pensar que había soñado en
aquel ruido, pero la mano de Juana subió por su hombro como avisándole, y
entonces oyó de nuevo el rumor de unos pies sobre la tierra y unas uñas
escarbando en el suelo.
Un furor salvaje llenó el pecho de Kino, su mano buscó
entre las ropas su cuchillo y saltó como un gato rabioso, buscando a tientas al
intruso que ocupaba aquel rincón de su casa. Tocó tela, le dirigió un golpe con
su cuchillo y lo erró, descargó otro, y entonces su cabeza pareció estallar de
dolor y vio extrañas lucecitas. Algo se escurrió velozmente por el umbral, se
oyeron pasos precipitados, y luego silencio.
Kino notaba que por la frente le corría la sangre y oía a
Juana llamándolo:
—-¡Kino, Kino! —Y su voz estaba llena de terror.
Volvió a sentirse sereno con la misma rapidez con que se
había enfurecido y contestó:
—Estoy bien. Ya se ha ido.
Volvió a su lecho. Juana encendía ya el fuego. En las
cenizas calientes prendió una ramita, inflamó un poco de paja y cortezas y
consiguió que una débil luz azul llenara la cabaña. Entonces de un lugar
escondido sacó una vela bendita, la encendió y la puso en pie sobre una piedra.
Actuaba rápidamente, musitando algo mientras se movía. Humedeció el borde de su
chal y lavó la sangre de la frente de Kino.
—No es nada —protestó él, pero su voz era áspera y su
alma estaba llena de odio.
La tensión nerviosa que había ido acumulándose en el
espíritu de Juana brotó de pronto hirviente en la superficie.
—Esto es algo maldito —gritó con frenesí—. ¡Esta perla es
pecado! Nos destruirá —y su voz tenía registros muy agudos—. Tírala, Kino, o
déjame romperla entre dos piedras. Enterrémosla y olvidemos el sitio.
Devuélvela al mar. Nos ha traído el mal. Kino, esposo mío, nos destruirá. —A la
luz de la vela sus ojos y sus labios temblaban de miedo.
Pero el rostro de Kino, su mente y su voluntad eran ya
inconmovibles.
—Es nuestra única oportunidad —contestó—. Nuestro hijo
debe ir a la escuela. Debe romper la trampa que nos ahoga.
—Nos destruirá —siguió gimiendo Juana—. Y a nuestro hijo
también.
—Calla —ordenó Kino—. No digas más. Por la mañana
venderemos la perla y entonces el mal se habrá ido y quedará el bien. Ahora
calla, mujer.
Sus ojos contemplaban el fuego y entonces se dio cuenta
que tenía el cuchillo en la mano. Lo levantó y vio la hoja de acero manchada de
sangre. Hizo un gesto como para limpiarla en sus pantalones pero luego lo clavó
en tierra y así quedó limpio.
Gallos lejanos empezaron a cantar y un aire nuevo anunció
la aurora. El viento del amanecer rizaba las aguas del estuario y suspiraba
bajo los mangles. El golpeteo de las olas sobre la arena había cobrado mayor
fuerza. Kino levantó el jergón, descubrió su perla y la puso ante sí para
contemplarla. Y su belleza, reluciente a la luz de la vacilante bujía, fascinó
su cerebro. Era tan hermosa, tan suave, tan musical, una música de delicada
promesa, garantía del futuro, la comodidad, la seguridad… Su cálida
luminiscencia era un antídoto a la enfermedad y un muro frente a la insidia.
Era una puerta que se cerraba sobre el hambre. Mientras la miraba, los ojos de
Kino se dulcificaban y su rostro perdía rigidez. Veía la imagen de la perla, y
oía de nuevo la hermosa música del fondo del mar, de las luces verdes de las
praderas submarinas. Juana, mirándolo a hurtadillas, lo vio sonreír. Y como
eran una sola persona y una sola voluntad, ella sonrió con él.
El día empezaba lleno de esperanzas.
IV
Es maravilloso el modo con que una pequeña ciudad
mantiene el dominio de sí misma y de todas sus unidades constitutivas. Si uno
cualquiera de sus hombres, mujeres o niños actúa y se conduce dentro de las
normas preestablecidas, sin quebrantar muros ni diferir con nadie, no hace
arriesgadas experiencias en ningún sentido; no enloquece ni pone en peligro la
estabilidad y la paz espiritual de la ciudad, entonces tal unidad puede
desaparecer sin que vuelva a oírse nada de ella. Pero en cuanto un hombre se
aparta un poco de los caminos tradicionales, los nervios de toda la comunidad
se estremecen y ponen en contacto estrecho a todas las demás células.
Así, en La Paz se supo a primeras horas de la mañana que
Kino iba a vender su perla aquel día, Se sabía ya entre vecinos del caserío
pescador, entre los mercaderes del barrio oriental, y en la iglesia, porque los
monaguillos habían llevado la nueva. Hasta las monjas que se amontonaban en las
gradas de la capilla. La mayoría de los traficantes en perlas lo sabían
también, y al llegar el día, cada uno de ellos estaba sentado frente a su
bandejita forrada de terciopelo negro, acariciando perlas con la yema de los
dedos y haciendo números mentalmente.
Se suponía que los compradores de perlas eran individuos
que actuaban aisladamente, compitiendo en la adquisición de las perlas que los
pescadores les llevaban. Hubo un tiempo en que era así, pero aquel método
resultaba absurdo ya que a menudo, en la excitación por arrebatar una buena
perla a los competidores, se había llegado a ofrecer precios demasiados
elevados. Esta extravagancia no podía tolerarse, y ahora solo había un
comprador con muchas manos, y los hombres que en sus oficinas esperaban a Kino
sabían qué precio habían de ofrecer, cuánto debían regatear y qué método tenía
que desarrollar cada uno. Y aunque los beneficios de tales individuos no
superaban nunca sus sueldos, los compradores de perlas estaban excitados,
porque en la caza siempre hay excitación y su caza era la del precio más bajo
posible. Todo hombre tiene en el mundo como función el ejercicio de sus
habilidades, y nadie deja de hacer cuanto puede en este terreno, sin referencia
alguna a sus opiniones personales. Totalmente al margen de cualquier recompensa
que pudieran conseguir, de cualquier palabra de encomio, de cualquier ascenso,
un comprador de perlas era un comprador de perlas y el más feliz y más hábil de
todos el que adquiriese a precio más bajo.
El sol estaba aquella mañana al rojo blanco, arrebatando
la humedad al Golfo y al estuario y esparciéndola por el aire, haciéndolo
vibrar y descomponiendo la visión. Al norte de la villa se veía en el horizonte
una montaña que se hallaba a más de doscientas millas de distancia, con sus
laderas cubiertas de pinares y una recia cima rocosa coronando los límites de
la arboleda.
Aquella mañana las canoas seguían alineadas sobre la
playa; los pescadores no salían en busca de perlas porque iban a suceder muchas
cosas dignas de verse cuando Kino fuese a vender la gran perla.
En las chozas de ramas, los vecinos de Kino seguían
sentados frente a sus desayunos hablando de lo que harían de ser ellos los
dueños de la perla. Uno decía que se la regalaría al Santo Padre de Roma, otro
que pagaría misas por las almas de su familia durante mil años, otro opinaba
que lo mejor fuera distribuir el dinero entre los necesitados de La Paz, y un
cuarto defendía que de todas las cosas buenas a hacer con el precio de la
perla, ninguna como la caridad a manos llenas. Todos deseaban que la súbita
riqueza no enloqueciera a Kino, no hiciera de él un verdadero rico, no lo
sumergiera en toda la maldad del orgullo, el odio y la frialdad. Kino era
querido de todos; sería doloroso que la perla lo echase a perder. -Es tan buena
la pobre Juana -decían- y Coyotito, y los que vengan. Sería doloroso que la
perla los aniquilase.
Para Kino y Juana era aquélla la mañana más grande de sus
vidas, comparable tan solo al día del nacimiento del niño. Este iba a ser el
día del que todos los demás dependiesen.
Dirían: “Eso fue dos años antes de que vendiésemos la
perla” o: “Seis semanas después de la venta de la perla”.
Juana, cuando pensaba en esto, olvidaba todos sus
temores. Vistió a Coyotito con las ropas que le había preparado para el
bautismo, en espera de tener dinero para la ceremonia. Y ella se peinó sus
guedejas negras, ató sus extremos con dos cintas rojas y se puso la falda y el
corpiño que tenía confeccionado para la boda. El sol estaba a media altura
cuando estuvieron listos. Las ropas de Kino, muy raídas, estaban por lo menos
limpias, y además, era el último día que vestiría de harapos. Porque al
siguiente, o aquella misma tarde, tendría ropa nueva.
Los vecinos, espiando la puerta de Kino por las rendijas
de las paredes de sus casas estaban dispuestos también. No era por ostentación
por lo que acompañaban a Kino y a Juana a la venta de la perla. Era un momento
de expectación, histórico, y estarían locos si no fuesen. Incluso sería un
gesto inamistoso.
Juana se puso el chal con esmero, dejó bajo su brazo
derecho uno de los extremos y lo recogió con la mano, formando una bolsa en la
que colocó a Coyotito con la cabeza fuera para que pudiese verlo todo y tal vez
recordar. Kino se puso su ancho sombrero de paja y comprobó con la mano que lo
llevaba airosamente, no como un hombre descuidado e inexperto, ni tampoco como
lo llevaría un anciano, sino un poco echado hacia adelante para denotar
agresividad, formalidad y vigor. Pueden adivinarse muchas cosas en la posición
de un sombrero en la cabeza de un hombre. Kino se calzó sus sandalias y se las
ató a los tobillos. Envolvió la perla en un trozo de piel de gamuza y el
paquetito lo introdujo en una cartera de cuero que colocó con cuidado en un
bolsillo de su camisa. Dobló con cuidado su manta y la colgó de su hombro
izquierdo. Estaban dispuestos. Kino salió con aire digno de la casa,
siguiéndole Juana con Coyotito. Y cuando echaron a andar por el sendero hacia
la ciudad, los vecinos se les unieron. Las casas vomitaban personas, las
puertas hervían de chiquillos. Mas por la seriedad del caso, solo un hombre
caminaba junto a Kino, y era su hermano, Juan Tomás.
Juan Tomás trataba de prevenirlo.
—Debes tener cuidado de que no te estafen —le advirtió.
—Mucho cuidado —convino Kino.
—No sabemos qué precios se pagan en otras partes —siguió
hablando Juan Tomás—. ¿Cómo sabremos que nos ofrecen una cantidad razonable si
desconocemos lo que el traficante obtiene en otros sitios?
—Eso es verdad —dijo Kino—, pero ¿cómo vamos a saberlo?
Estamos aquí, no allí.
Mientras se dirigían a la ciudad la muchedumbre se
agolpaba tras ellos, y Juan Tomás, de puro nerviosismo, no podía callarse.
—Antes de que nacieras, Kino —le decía—, los viejos
idearon un sistema para obtener más dinero con sus perlas. Se les ocurrió que
sería mejor tener un agente que llevara las perlas a la capital y las diera,
cobrándose una comisión por su trabajo.
Kino asintió.
—Lo sé —declaró—. Era una buena idea.
—De modo que buscaron a un hombre, le dieron las perlas y
lo enviaron. Nunca más se volvió a oír hablar de él y las perlas
desaparecieron. Buscaron otro agente y desapareció del mismo modo. Entonces
olvidaron el proyecto y regresaron al viejo camino trillado.
—-Sí —confirmó Kino—. He oído a nuestro padre explicarlo.
Era una buena idea, pero iba contra la religión, según dice el cura. La pérdida
de las perlas era el castigo contra los que querían traicionar a su patria
chica. El Padre asegura que cada hombre y cada mujer son como un soldado que
Dios coloca para custodiar una parte de la fortaleza del Universo. Unos están
en las murallas y otros en el interior del castillo, pero todos han de ser
fieles a su puesto de centinela, sin abandonarlo nunca, o de lo contrario el
castillo quedaría expuesto a los asaltos del Infierno.
—He oído ese sermón —comentó Juan Tomás—. Lo predica cada
año.
Los hermanos, mientras caminaban, semicerraban los ojos
para mirar a todas partes con disimulo, tal como sus abuelos y bisabuelos
habían hecho durante cuatrocientos años desde el día en que llegaron los
extranjeros con su autoridad, su pólvora y .sus sermones. Durante los
cuatrocientos años los compatriotas de Kino solo habían podido aprender un
medio de defensa: semicerrar los ojos, apretar los labios y sumirse en una
actitud distante y altiva. Era como edificar una pared en su tomo, pared que
los aislaba totalmente.
La procesión era solemne, imbuida de la importancia del
momento, y el niño que manifestaba tendencia a patalear, chillar, llorar o
hacer travesuras, era reducido al silencio por sus mayores. Era un día tan
importante que un anciano iba con ellos a hombros de su sobrino. La procesión
dejó atrás la aldehuela y entró en la ciudad encalada cuyas calles eran
relativamente anchas con estrechas aceras frente a los edificios. Y como la vez
anterior, al pasar frente a la iglesia se les unieron los mendigos, los
tenderos se asomaron a verlos pasar, las tabernuchas perdieron momentáneamente
sus asiduos y algunos mercaderes cerraron sus locales para marchar con el
grupo. El soldaba de lleno en las calles y todo guijarro tenía su propia sombra
bien marcada.
La noticia del avance de la procesión se adelantaba a
ésta y en sus oscuros tabucos los compradores de perlas estaban ya rígidos y en
actitud de alerta. Sacaron papeles para poder simular actividad a la llegada de
Kino y guardaron las perlas en los cajones, porque no es buena cosa dejar ver
una perla inferior junto a una belleza. Ya estaban ellos enterados -de la
magnificencia de la perla de Kino. Las tiendas de estos especuladores estaban
todas en una misma callejuela, con sus ventanas enrejadas y con celosías de
madera para que solo entrara un poquito de luz exterior.
En una de ellas esperaba sentado un hombre corpulento. Su
fisonomía era paternal y bondadosa y en sus ojos brillaban los más amistosos
sentimientos. Era un repartidor de “buenos días”, un ceremonioso estrechador de
manos, un hombre divertido que siempre tenía un chiste a punto sin que ello le
impidiera llegar en un instante a la tristeza más honda al recordar el
fallecimiento de la tía del interlocutor, con ojos enternecedoramente húmedos.
Aquella mañana había colocado en su mesa un jarrón con una flor, un hibisco
escarlata, junto a la bandejita negra de terciopelo. Se había afeitado hasta no
dejar más que la mancha azulada de la barba sobre el cutis, sus manos estaban
limpias y sus uñas recortadas. Tenía abierta la puerta y tarareaba una
cancioncilla mientras con los dedos de la mano derecha hacía desaparecer y
aparecer de nuevo una moneda, con hábil truco de prestidigitador. Pero no
miraba sus rápidos dedos; la acción era mecánica, precisa, mientras el hombre
canturreaba y miraba la puerta abierta. Oyó el rumor de muchos pasos
aproximándose y sus dedos aumentaron la velocidad del juego, y cuando la figura
de Kino llenó el umbral, la moneda desapareció con un destello final.
—-Buenos días, amigo mío —exclamó el enorme individuo—.
¿En qué puedo ayudarte?
Kino se esforzaba por adaptar su vista a la oscuridad de
la estancia, cegado como estaba por el resplandor exterior. Los ojos del
especulador tenían ahora una mirada firme y cruel como la de un halcón,
mientras el resto de su rostro sonreía con toda cordialidad. Y disimuladamente,
bajo la tapa de la mesa, su mano derecha seguía haciendo el juego de
prestidigitación.
—Tengo una perla —declaró Kino, y Juan Tomás apoyó sus
palabras con un gruñido. Los vecinos se agolpaban en la puerta y unos cuantos
niños habíanse encaramado en la verja de la ventana.
—Una perla —repitió el mercader—. Hay veces que un hombre
me trae una docena. Bien, veamos tu perla. La valoraremos y se te dará el mejor
precio posible. —Sus dedos movían la moneda a velocidad vertiginosa.
Kino actuaba por instinto del modo más teatral posible.
Sacó lentamente la carterita de cuero, tomó de ella el trozo de gamuza y dejó
que la gran perla rodase sobre el negro terciopelo, e inmediatamente miró el
rostro que tenía ante sí. Pero allí no había signo ni movimiento alguno, el
rostro no cambió, mas la mano que jugueteaba oculta perdió su precisión, la
moneda tropezó con un dedo y cayó sin ruido sobre el regazo del hombre. La mano
se crispó bajo el borde de la mesa, y cuando salió de su escondite, el índice
acarició tembloroso la gran perla. Luego, con la ayuda del pulgar, la levantó
hasta los ojos haciéndola centellear en el aire.
Kino contenía la respiración, y también sus vecinos, toda
la multitud hacia comentarios en voz baja.
—Está observándola… todavía no se ha hablado del precio.
La mano del traficante habla adquirido de pronto vigorosa
personalidad. Sopesaba la gran perla, la dejaba caer sobre la bandejita y el
índice la oprimía con fuerza y parecía insultarla mientras que por el rostro
del mercader vagaba una triste y desdeñosa sonrisa.
—-Lo siento, amigo mío —habló por fin, elevando los
hombros para indicar que de la desgracia no era él responsable.
—Es una perla de gran valor —dijo Kino.
Los dedos del traficante siguieron jugando con la perla
haciéndola correr sobre el terciopelo y rebotar en los bordes de la bandeja.
—Esta perla es demasiado grande —explicó—. ¿Quién va a
querer comprarla? No hay mercado para cosas así. No pasa de ser una curiosidad.
Lo siento; creías que era algo de valor, pero ya ves que solo es una
curiosidad.
Kino estaba perplejo y aturdido.
—Es la Perla del Mundo —protestó—. Nadie ha visto nunca
otra igual.
—Sufres un error —insistió el otro—. Es grande y fea.
Como curiosidad puede tener interés; acaso un museo la exhibirá junto a una
colección de fósiles marinos. Yo solo podría darte mil pesos.
El rostro de Kino se ensombreció y se hizo amenazador.
—Vale cincuenta mil —contestó— y usted lo sabe. Lo que
quiere es estafarme.
Se oyó un fuerte murmullo entre la multitud al circular
por ella el precio ofrecido, y el traficante sintió un poco de miedo.
—No me culpen a mí —suplicó—. No soy más que un tasador.
Pregúntenle a los otros. Vayan a sus oficinas y enseñelen la perla… o mejor,
haganlos venir aquí, para que vean que no los engaño. Muchacho —llamó, y cuando
su criado apareció en la puerta de la trastienda, le ordenó—: Ve a casa de tal,
de tal otro, y de tal otro. Diles que se pasen por aquí y no les expliques el
motivo. Solamente que me gustaría verlos. —Su mano derecha volvió a desaparecer
bajo la mesa con otra moneda que empezó a saltar de nudillo en nudillo con vertiginosa
rapidez.
Los amigos de Kino hablaban con volubilidad. Habían
temido que sucediera una cosa así. La perla era grande pero tenía un extraño
tinte, que desde el principio les había inquietado. Y, después de todo, mil
pesos no eran nada despreciable. Eran una riqueza relativa para un hombre que
no poseía nada. Supongamos que Kino los aceptara; al fin y al cabo el día antes
estaba en la miseria.
Pero Kino había endurecido su espíritu y sus
pensamientos. Sentía el roce del destino, se creía rodeado de un círculo de
lobos famélicos, ola el vuelo lúgubre de voraces buitres sobre su cabeza.
Sentía el hielo maligno en tomo suyo y se sentía inerme, indefenso. En sus
oídos rugía la música del mal, y sobre el terciopelo centelleaba la perla, de
la que el tasador no podía apartar los ojos.
Los curiosos agolpados en la entrada se apartaron para
dejar pasar a los tres compradores de perlas. Se había hecho el silencio, pues
nadie quería perderse una palabra, un gesto o una expresión. Kino callaba y
observaba. Sintiendo una leve presión en su espalda, se volvió para encontrarse
con los ojos de Juana, que le devolvieron las fuerzas.
Los recién llegados no se miraban ni tampoco a la perla.
El dueño del local habló así:
—He fijado un precio a esta perla y el dueño no lo halla
justo. Voy a pedirles que la examinen y hagan una oferta. Fíjate —indicó a
Kino— que no he mencionado cuál era el precio.
El primero de los convocados, seco y estirado, pareció
ver la perla por primera vez en aquel instante. La cogió, la hizo girar entre
índice y pulgar y la arrojó con desprecio sobre la bandeja.
—No me incluyan en la discusión —exclamó—. No voy a hacer
oferta alguna. Me niego. Esto no es una perla; es una monstruosidad —y sus
labios se curvaron desdeñosamente.
El segundo, un hombrecillo de tímidos modales y voz muy
aguda la tomó a su vez y la examinó con gran cuidado. Sacó una lupa de su
bolsillo y se valió de ella para estudiar la perla. Empezó a reír suavemente.
—Hay perlas falsas mejores que ésta —declaró—. Conozco
bien estas cosas. Es blanda y yesosa, perderá el colorido y desaparecerá dentro
de pocos meses. Mira… —ofreció la lupa a Kino indicándole cómo había de usarla,
y Kino, que nunca había visto con aumento la superficie de una perla, quedó
perplejo ante el aspecto extrañamente rugoso de aquélla.
El tercero la arrebató de manos del pescador.
—A uno de mis clientes le gustan estas cosas —le dijo—.
Te ofrezco quinientos pesos y tal vez pueda vendérsela por seiscientos.
Kino volvió a apoderarse de la perla, la envolvió en la
gamuza y la guardó en su pecho.
Entonces intervino el hombre sentado detrás de la mesa.
—Soy un loco, bien lo sé, pero mantengo mi primera
oferta. Sigo ofreciendo mil pesos. ¿Qué haces? —preguntó al ver a Kino
guardarse la perla.
—-Esto es una estafa —gritó Kino con fuerza—. Mi perla no
se vende aquí. Voy a tener que ir a la capital.
Los compradores se miraron unos a otros. Se dieron cuenta
de que habían ido demasiado lejos; sabían que se les reñiría severamente por su
fracaso, y en un esfuerzo el que había pujado más alto propuso:
—Podría llegar hasta mil quinientos.
Pero Kino se abría paso entre la multitud. Las voces
llegaban a él muy debilitadas, pues la sangre rabiosa le ensordecía. Se alejó a
grandes zancadas, y Juana lo siguió, corriendo.
Al caer la noche los vecinos en sus chozas comentaban
entre bocado y bocado el gran tema de aquella mañana. No tenían certeza de
nada; les parecía una perla maravillosa, pero en realidad nunca las habían
visto de aquella especie, y sin duda los traficantes sabrían más de perlas que
ellos.
—Y es muy significativo —repetían— que compradores no
discutieron entre sí. Todos sabían que la perla no valía nada.
—Pero, ¿y si lo hubiesen preparado de antemano?
—Si es así, toda nuestra vida hemos estado sien do
estafados.
—Acaso —argüía uno—, acaso habría sido mejor que Kino
hubiese aceptado los mil quinientos pesos. Era mucho dinero, más del que había
visto nunca. Puede que Kino fuese un loco. Supongamos que se fuera de veras a
la capital y no encontrase comprador para su perla. No sobreviviría a una cosa
así.
—Y ahora —decían los temerosos—, ahora que los había
desafiado, los especuladores ya no querrían tratar con él. Podría ser que Kino
se hubiera cortado la retirada con su actitud.
Otros oponían que Kino era un valiente y que tenía razón.
De su valentía todos podían sacar provecho. Estos estaban orgullosos de Kino.
En su casa Kino yacía sobre su jergón, meditando. Había
enterrado la perla bajo una piedra del fogón y ahora miraba los dibujos de la
tela del colchón hasta que sus arrabescos le mareaban. Había perdido un mundo
para no ganar ninguno, y tenía miedo. Jamás en toda su vida se había alejado de
su hogar. Le atemorizaba el monstruo desconocido que llamaban “la capital”. Se
asentaba sobre el agua y entre montañas, a más de mil millas de allí, cada una
de las cuales parecía una amenaza. Pero Kino había perdido su mundo y tenía que
trepar hasta otro nuevo. Su sueño del futuro seguía siendo real e
indestructible, había dicho “iré” y esto hacía también realidad la partida.
Decidir marcharse y decirlo era como estar a medio camino.
Juana le vio enterrar la perla y estuvo observándole
mientras lavaba a Coyotito y preparaba las tortas.
Entró Juan Tomás y se sentó junto a Kino, guardando
silencio hasta que por fin Kino preguntó:
—¿Qué otra cosa podía hacer? Son unos estafadores.
Juan Tomás asintió con gravedad. Era el mayor y de él se
aconsejaba siempre Kino.
—Es difícil dar consejo —habló—. Sabemos que nos vienen
estafando desde la cuna. Pero vamos viviendo. Has desafiado no solo a los compradores
de perlas, sino a la organización entera de nuestra vida, y temo por ti.
—¿Qué he de temer sino el hambre? —preguntó Kino.
Juan Tomás no parecía conforme.
—Eso hemos de temerlo todos. Pero, supongamos que no te
equivocas, supongamos que tu perla es de gran valor… ¿crees que ya está todo
resuelto?
—¿Qué quieres decir?
—-No lo sé —repuso Juan Tomás—, pero temo por ti. Pones
los pies en terreno desconocido y no tienes idea del camino a seguir.
—Quiero irme. Irme muy pronto —insistió Kino.
—Sí —Juan Tomás estaba de acuerdo—. Debes hacerlo, pero
me pregunto si en la capital hallarás alguna diferencia. Aquí tienes amigos y
me tienes a mí, tu hermano. Allí nadie.
—¿Qué puedo hacer? —gimió Kino—. Aquí no encuentro más
que injusticia. Mi hijo debe tener una oportunidad, y no quiero que la
destruyan. Mis amigos me ayudarán.
—Mientras no se ven con ello en peligro o incomodidad
—corrigió Juan Tomás. Y se levantó diciendo—: Ve con Dios.
Kino repitió:
—Ve con Dios —y no levantó la voz al decirlo, pues las
palabras aquellas le hablan estremecido.
Mucho después de que Juan Tomás se hubiese marchado, Kino
seguía meditabundo. Le invadía el letargo gris de la desesperanza. Vela todos
los caminos cerrados y en su cabeza sonaba la música enemiga. Sus sentidos
hervían, pero su cerebro se hacía copartícipe de la vida externa a él, don
particular de su raza. Así, oía todos los rumores de la noche, las quejas
soñolientas de los pájaros, la agonía pasional de los gatos, el avance y
retroceso de las olas sobre la playa y el susurro del viento. A su olfato
llegaba el punzante olor de los residuos vegetales abandonados por la marea.
Ante sus ojos tenía incesantemente el dibujo del colchón recogiendo la luz de
un leño que chisporroteaba.
Juana lo miraba preocupada, pero sabiendo que le ayudaría
más guardando silencio y permaneciendo cerca de él. Y aunque ella también ola
la Canción del Mal, luchaba contra ella canturreando la melodía familiar,
tranquilizadora, cálida y poética. Tenía a Coyotito en los brazos y a él le
cantaba para ahuyentar el mal, y su voz casi derrotaba la amenaza del negro
espíritu.
Kino no se movía ni pedía la cena. Ella sabía que cuando
la quisiera la pedirla. Sus ojos eran los de un poseso, y seguía con atención
el vuelo en torno a la casa de una amenaza casi materializada, el furtivo
arrastrarse de algo que acechaba su salida al exterior en tinieblas, algo
sombrío y terrorífico pero que le llamaba, amenazándolo y desafiándolo. Su mano
derecha buscó bajo su camisa el cuchillo; sus ojos estaban abiertos; se puso en
pie y fue hasta la puerta.
Juana quería detenerlo; levantó una mano y la boca se le
abrió en mudo grito de terror. Largamente miró Kino la oscuridad antes de
perderse en ella. Juana oyó el arrastrarse de sus pies, el rumor de la lucha,
los sordos golpes. Permaneció helada de terror y al cabo sus labios se
entreabrieron como los de un gato, descubriendo su dentadura. Dejó a Coyotito
en el suelo, tomó una gran piedra del fogón y salió corriendo, pero ya era
tarde. Kino estaba en el suelo, tratando de incorporarse, y no se veía a nadie
próximo a él. Solo se oía el rumor del agua y el silbido del viento. Pero el
mal se hallaba allí mismo, escondido entre las matas del cercado, a la sombra
de la casa, entre los pliegues del aire nocturno.
Juana dejó caer la piedra, rodeó a Kino con sus brazos y
le ayudó a levantarse y entrar en la casa. Manaba sangre de su pelo y en la
mejilla tenía un profundo corte desde la oreja a la barbilla. Kino solo estaba
consciente a medias, y sacudía la cabeza de un lado a otro. Su camisa estaba
desgarrada y sus pantalones casi arrancados de la cintura. Juana le obligó a
sentarse en el jergón y le limpió la sangre con su falda. Le llevó un poco de
pulque y después de haberlo bebido seguía él sacudiendo la cabeza.
—¿Quién? —preguntó Juana.
—No lo sé —contestó Kino—. No pude verlo.
Juana le lavaba ahora con agua el corte de la cara
—mientras él miraba fijamente ante sí.
—Kino, esposo mío —exclamó ella—. Kino, ¿me oyes?
—Te oigo —contestó él, con torpe lengua.
—Kino, esta perla está maldita. Destruyámosla antes de
que lo haga con nosotros. Aplastémosla entre dos piedras. Arrojémosla al mar, a
donde pertenece ¡Está maldita!
Mientras ella hablaba la luz del hogar relucía en los
ojos de Kino con destellos amenazadores.
—No —contestó—. Lucharé contra todo esto y ganaré. Hemos
de aprovechar nuestra única oportunidad. —Golpeó el colchón con el puño—. Nadie
nos arrebatará nuestra fortuna.
Su mirada se suavizó y apoyó con dulzura una mano en el
hombro de Juana.
—Créeme —le dijo—. Soy un hombre. —Y su rostro adquirió
inteligente expresión—. Por la mañana tomaremos la canoa y primero por mar y
luego por tierra, llegaremos a la capital, tú y yo. No toleraremos que nos
estafen. Soy un hombre.
—Kino —dijo ella, tímidamente—. Temo por ti. Pueden
matarte. Devolvamos la perla al mar.
—Sí —rugió—. Soy un hombre. —Ella guardó silencio, porque
la entonación de su voz era autoritaria—. Durmamos un poco —ordenó—. A primera
hora partiremos. ¿No tendrás miedo de acompañarme?
—No, esposo mío.
Él la miró con ojos cariñosos y le tocó una mejilla.
—Durmamos un poco —repitió.
V
Una luna tardía se elevó en el cielo antes del primer
canto del gallo. Kino abrió los ojos en la oscuridad al sentir un movimiento
junto a él, pero se mantuvo inmóvil. Sus ojos escudriñaron las tinieblas y a la
pálida luz lunar que se filtraba por la pared de ramaje vio cómo Juana se
levantaba despacio. La vio ir hacia el fogón y apartar las piedras sin ruido.
Luego, como una sombra, se deslizó hacia la puerta. Se detuvo un momento junto
a la cuna de Coyotito, se dibujó su figura en el umbral, y desapareció.
A Kino le ahogaba el furor. Se levantó y la siguió tan
silenciosamente como ella, oyendo sus rápidos pasos hacía la playa. La vio
surgir más allá de la línea de matorrales y avanzar insegura hacia la orilla.
En aquel momento ella se dio cuenta de que la seguía y empezó a correr. Su mano
se alzaba para arrojar su presa cuando él le alcanzó la muñeca y le hizo soltar
la perla. Le pegó en la cara con el puño cerrado haciéndola caer sobre las piedras
y la golpeó con el pie en el costado. A la pálida luz vio como el agua la
cubría parcialmente pegando la falda a sus piernas.
Kino la miraba enseñando los dientes y silbido como una
serpiente, y Juana le devolvía la rada sin denotar temor, como una oveja ante
su matarife. Entonces la rabia se desvaneció en él y se vio sustituida por una
aguda sensación de malestar y de disgusto. Se apartó de ella y remontó la playa
hacia el caserío. Sus sentidos estaban embotados.
Al oír el ruido imprevisto empuñó el cuchillo lo esgrimió
contra la negra figura apreciando el penetrar de la hoja en la carne. Fue
golpeado y cayo de rodillas, recibió otro golpe y su espalda tocó el suelo.
Dedos ávidos registraron sus ropas nerviosamente, y la perla, escapándose de su
mano entreabierta, rodó hasta detenerse junto a un guijarro del camino. La luz
de la luna le arrancaba débiles destellos.
Juana se incorporó sobre la orilla del mar. Le dolían
cabeza y costado, pero no sentía ira contra Kino. Había dicho: “Soy un hombre”,
y esto significaba algunas cosas para Juana. Significaba que era a medias loco
y a medias dios, quería decir que Kino era capaz de medir sus fuerzas con una
montaña o contra el mar. Juana, desde el interior de su alma mujer, sabía que
la montaña resistiría impávida mientras el hombre acabaría quebrantado, que mar
seguiría su incansable oscilar y el hombre podía perecer ahogado. Y sin
embargo, todo esto es lo q hacía de él un hombre, medio loco y medio dios,
Juana tenía necesidad de un hombre, no podía vivir sin un hombre. Aunque la
aturdían tan profundas diferencias entre hombre y mujer, las conocía y las
había aceptado. Claro que lo seguiría a cualquier parte, sobre esto no cabía
duda. A veces las cualidades femeninas de ella, razón, cautela, instinto de
conservación, vencían la hombría de Kino y salvaban la situación. Se levantó
con doloroso esfuerzo, hundió el hueco de sus palmas en las olas y se lavó el
rostro con la picante agua salada. Después echó a andar detrás de Kino.
Una bandada de nubes multiformes hablase lanzado al cielo
desde el sur. La pálida luna se ocultaba tras cada una de ellas para volver a
surgir y Juana caminaba bajo una luz vacilante. Inclinaba la espalda dolorida y
llevaba lacabeza caída sobre el pecho. Atravesó los chaparrales en medio de la oscuridad
y al descubrirse otra vez la luna vio el centelleo de la perla junto a una
piedra del sendero. Se arrodilló y, la recogió y la luna volvió a ocultarse.
Juana siguió de rodillas pensando si convendría volver a la orilla y terminar
su trabajo, y mientras meditaba esto volvió la luz y vio frente a ella dos
figuras caídas. Saltó adelante y vio que uno era Kino y el otro un desconocido
con la garganta seccionada y manando sangre a raudales.
Kino se debatía en el suelo, abiertos los brazos como las
alas de un pájaro abatido y de su boca salía un incoherente murmullo. En aquel
momento se dio cuenta Juana de que la vida que llevaba hasta entonces había
terminado. Un hombre muerto en el camino y el cuchillo ensangrentado de Kino
bastaron, convencerla. Hasta entonces Juana había estado tratando de salvar
algún fragmento de la antigua paz que reinaba antes del hallazgo de la perla.
Pero no había retorno posible. Al darse cuenta abandonó todos sus sueños
espontáneamente; no quedaba más tarea que la de salvarse ellos mismos. Ya no
sentía dolor alguno ni se movía con lentitud. Arrastró el cadáver desde el
camino hasta la sombra de un chaparro, volvió junto a Kino y le enjugó el
rostro con falda húmeda. Él empezó a recobrarse y gimió.
—Han cogido la perla; la he perdido. Ya se acabó todo —se
lamentó— ahora que no tenemos la perla
Juana le tranquilizó como si fuera un chiquillo.
—Calla —le dijo—. Aquí está tu perla; la encontré en el
camino. ¿Me oyes? Aquí está tu perla. ¿Entiendes? Has matado a un hombre y
debemos irnos antes de que amanezca.
—Me atacaron —explicó Kino con voz temblorosa— y luché
por salvar mi vida.
—¿Recuerdas lo que pasó ayer? —preguntó Juana—.
¿Recuerdas cómo son los hombres de la ciudad? ¿Crees que esta explicación podrá
salvarte?
Kino exhaló un largo suspiro y trató de vencer su
modorra.
—No —contestó—. Tienes razón. —Su voluntad se tonificó y
volvió a ser un hombre.
—Ve a casa y trae a Coyotito —ordenó— y todo el maíz que
encuentres. Sacaré la canoa y nos iremos.
Recogió el cuchillo y se separó de ella. Dando traspiés
llegó hasta su canoa, y cuando la luz lunar se hizo más fuerte vio un gran
orificio practicado en el fondo de la embarcación. Una ira destructora lo
invadió dándole fuerzas. Las tinieblas se cernían sobre su familia, la música
maldita llenaba la noche, silbando sobre los mangles, acompasada por el batir
de las olas. Aquella era la canoa de su abuelo, heredada por varias
generaciones, y ahora estaba inutilizada. Era una maldad que superaba toda
imaginación. El asesinato de un hombre no era tan grave pecado como el
asesinato de su canoa, porque una canoa no tiene hijos, no puede protegerse, y
sus heridas no cicatrizan.
Había pena en la rabia de Kino, pero esta última
desgracia le había endurecido como para resistir cualquier golpe. Era ya como
una bestia, escondiéndose, atacando y viviendo tan solo para proteger a su
familia. No tenía conciencia clara del dolor que atenazaba su cabeza. Caminaba
por la playa hacia su cabaña sin ocurrírsele tomar una de las canoas de sus
vecinos. Ni una sola vez pasó esta idea por su cabeza, como no se le hubiera
ocurrido destrozar una de ellas.
Los gallos alzaban sus voces y el alba no estaba lejana.
Por las paredes de las chozas escapaba el humo de tempranos fuegos, y en el
aire se notaba ya el aroma de las tortas. Ya se agitaban los pajarillos en los
matorrales, la luna debilitaba su luminosidad y las nubes se apelmazaban hacia
el sur. El viento era fresco y penetraba en el estuario, un viento inquieto y
nervioso que olía a tormenta.
Kino estaba recobrando algo de su animación. Y no eran
confusas sus ideas; solo quedaba una cosa por hacer, y sus manos acariciaban
primero la perla luego el cuchillo. Vio un resplandor frente a él, al instante
una elevada llama saltó en el aire oscuro con salvaje estrépito. Kino inició
una carrera sabía que era su cabaña y conocía la rapidez con que ardían
aquellas casuchas de ramas. Al correr tropezó con una figura que se dirigía a
él: Juana con Coyotito en los brazos y la manta de una mano. El pequeño lloraba
de miedo y los ojos de Juana estaban muy abiertos. Kino podía ver que su casa
había dejado de existir y no hizo pregunta alguna. Pero ella explicó:
—Estaba todo desordenado; había agujeros por todo el
suelo, y mientras yo lo miraba le prendieron fuego desde fuera.
La vivida luz del incendio acentuaba la rigidez de las
facciones de Kino.
—¿Quién? —preguntó.
—No lo sé —repuso ella—. Hombres del infierno.
Los vecinos salían de sus casas procurando salvar sus
propiedades del fuego. De súbito Kino sintió miedo. Recordó el hombre muerto en
el sendero y tomando a Juana por el brazo la llevó a la oscuridad, pues sabía
que la luz era peligrosa para él. Meditó un momento entre las sombras y luego
se dirigió a la casa de su hermano Juan Tomás, en la que entró seguido de
Juana.
Fuera, oía los chillidos de los niños y los gritos de los
mayores, pues sus vecinos suponían que él estaba dentro de la casa en llamas.
La cabaña de Juan Tomás era casi igual a la de Kino; casi
todas eran idénticas, dejando entrar por los cuatro costados aire y luz; así
Juana y Kino, acurrucados en un rincón., veían la terrible pira. Vieron
hundirse el techo en llamas y pronto convertirse la hoguera en un fúnebre
rescoldo abrasado. Oyeron las exclamaciones de sus amigos y el llanto agudo de
Apolonia, la esposa de Juan Tomás, que siendo la pariente más cercana, dirigía
los lamentos por la extinción de la familia.
De pronto se dio cuenta de que su pañuelo de cabeza no
era el mejor de los que tenía y corrió a su casa en busca de otro más
apropiado. Mientras rebuscaba en un arcón, oyó la voz de Kino que decía:
—Apolonia, no llores. No nos ha pasado nada.
—¿Cómo has venido? —preguntó ella.
—No hagas preguntas. Ve a buscar a Juan Tomás y dile que
venga sin que se entere nadie más. Esto es muy importante, Apolonia.
La mujerona vaciló un instante, perpleja, y al cabo dijo:
—Sí, cuñado.
No tardó en regresar con Juan Tomás. Este encendió una
vela, se acercó a ellos y ordenó a su mujer:
—Apolonia, ponte en la puerta y no dejes entrar a nadie.
—Como era el mayor, asumía toda la autoridad—. Y bien, hermano… —empezó.
—Fui atacado en la oscuridad —explicó y en la lucha he
matado a un hombre.
—¿Quién? —preguntó Juan Tomás rápidamente.
—No lo sé; todo estaba tan oscuro como boca de lobo.
—Es la perla —concluyó Juan Tomás—. Hay una maldición en
esa perla. Debieras haberla vendido, librándote así de la maldición. Puede que
aún estés a tiempo de venderla y comprar la paz para ti los tuyos.
Kino contestó:
—Oh, hermano mío, se me ha hecho una ofensa,
imperdonable. Mi canoa está rota en la playa; mi casa ha ardido y en los
chaparros hay un hombre muerto. Todas las salidas están cortadas; tienes que
ocultarnos, hermano.
Kino, mirando de cerca a su hermano, vio honda
preocupación en sus ojos, y se adelantó a una posible negativa.
—No por mucho tiempo —aclaró con presteza—. Solo hasta
que llegue la noche; entonces nos iremos.
—Te ocultaré —decidió Juan Tomás.
—No quiero traerte ningún peligro —aseguró Kino—. Bien sé
que soy como un leproso. Me iré esta noche y así estarás a salvo.
—He dicho que te protegeré —dijo Juan Tomás y llamó—:
Apolonia, cierra la puerta y no digas a nadie que Kino está aquí.
Permanecieron callados todo el día en la casa oyendo a
los vecinos hablar de ellos. Por las rendijas de la pared los veían removiendo
las cenizas en busca de huesos.
Ocultos en la casa de Juan Tomás oyeron las exclamaciones
de todos al descubrir la canoa destrozada. Juan Tomás salió a desvirtuar sus
sospechas y les propuso teorías sobre lo que podía haber sucedido a Kino, a
Juana y al pequeño. A unos les decía:
—Supongo que se habrán ido hacia el sur para escapar al
mal que iba tras ellos. —Y a otros—: Kino no podría abandonar el mar. Tal vez
haya conseguido otra canoa. —Y terminaba—: Apolonia está enferma de pena.
Aquel día el viento saltó sobre el Golfo, arrojando sus
olas una y otra vez sobre la playa, aullando entre las cabañas y poniendo en
peligro a las atrevidas embarcaciones que se habían hecho a la mar. Juan Tomás
hubo de decir:
—Si Kino se ha ido por el agua, a estas horas ya se habrá
ahogado. —Pero sus salidas no servían solo para mantener conversación con los
vecinos, sino para obtener algo de ellos: un saquito de judías secas, y con
todo ello un largo cuchillo de dieciocho pulgadas, pesado como un hacha,
herramienta y arma a la vez. Cuando Kino lo vio, sus ojos se iluminaron y
acarició la hoja probando el filo con la yema del pulgar.
El viento rugía sobre el Golfo, pintando de blanco la
superficie del agua, los mangles erizaban su follaje como gatos asustados, y un
polvo arenoso se levantaba del suelo para i a formar nubes sobre el mar.
Al acercarse la noche, Juan Tomás tuvo una larga
conversación con su hermano.
—¿Adónde irás?
—Al Norte —contestó Kino—. He oído decir que hacia el
Norte hay ciudades.
—Evita la costa —le advirtió Juan Tomás—. Van organizar
una patrulla para registrar las playas, los de la ciudad te deben andar
buscando. ¿Tienes aún la perla?
—La tengo —reveló Kino— y la conservaré. Podría
regalarla, pero ahora se ha convertido en vida y mi desventura y tengo que
guardarla conmigo. —Sus ojos estaban llenos de cruel amargura.
Coyotito empezó a emitir gorjeos y Juana le susurró al
oído palabras mágicas para que callase.
—El viento te ayuda —dijo Juan Tomás—. Borrará todas las
huellas.
Partieron en silencio antes de que surgiese la luna.
Juana llevaba a Coyotito colgado de la espalda en un pliegue de chal, y el niño
dormía apoyado en uno de sus hombros.
Juan Tomás abrazó a su hermano dos veces lo besó en ambas
mejillas.
—Ve con Dios —le dijo con voz triste—. ¿No quieres
librarte de la perla?
—Esta perla es ya mi alma —protestó Kino—. Si me
desprendo de ella perderé mi alma. Ve también con Dios.
VI
El viento soplaba con furia, arrojándoles al rostro
ramitas, arena y grava. Juana y Kino se envolvieron mejor en sus ropas y
echaron a andar mundo adelante. El cielo había quedado limpio y terso y la luz
de las estrellas era fría y lechosa. Los dos andaban con grandes precauciones,
evitando el centro de la ciudad, donde algún vagabundo dormido en un portal
podía verlos pasar. La ciudad se encerraba en sí misma durante la noche y todo
el que se moviera en la oscuridad era descubierto al instante. Kino rodeó la
periferia de la ciudad y torció hacia el Norte, guiado por las estrellas, y
encontró el camino arenoso que atravesando campos yermos llevaba hasta Loreto,
donde la milagrosa Virgen María tenía su sede.
Kino sentía en las piernas el golpe de la arena volandera
y se alegraba por la seguridad de que no dejarían huellas. La luz de las
estrellas le ayudaba a no perder el camino, y oía tras él los pasos apresurados
de Juana.
Algo ancestral revivía en su pulso. Por debajo del miedo
a los espíritus malignos de la noche sentía hervir un extraño sentimiento de
alegría; algo animal salía a la vida en su interior haciéndole cauteloso,
furtivo y amenazador; revivía en él una antigua característica de su pueblo. El
viento soplaba a sus espaldas y la familia proseguía su marcha lenta, hora tras
hora, sin tropezarse con nadie ni aun de lejos. Por fin, a su derecha se elevó
la luna y con ella cesó el viento, quedando inmóvil y desamparado el páramo.
Ahora veían claramente el camino, herido profundamente
por huellas de carros. Sin la ayuda del viento sus pisadas se harían visibles,
pero ya se hallaban a considerable distancia de la ciudad y tal vez pasaran inadvertidas.
Kino andaba sobre una de las huellas de ruedas, y Juana lo imitaba. Cuando, por
la mañana, un carro se dirigiese a la ciudad borraría toda señal de su paso.
Anduvieron toda la noche sin disminuir la marcha.
Coyotito se despertó una vez y Juana hubo de pasarlo a sus brazos y acunarlo
hasta que volvió a dormirse. Los genios malos de la noche danzaban en torno
suyo. Los coyotes aullaban y reían en las espesuras y los mochuelos silbaban y
gritaban desde los árboles. En una ocasión pasó a lo lejos una bestia grande
pisoteando la maleza. Kino empuñó el gran cuchillo y al hacerlo le pareció
sentirse a salvo de todo.
La música de la perla triunfaba en su mente, bajo ella la
tranquila melodía de la familia, ambas a compás con sus pasos sobre el polvo.
Al llegar la aurora, Kino miró a un lado y otro en busca de refugio para el
día. Lo halló en una plazoleta natural que debió haber sido refugio de ciervos,
completamente escondida tras una espesa arboleda.
Cuando Juana se sentó y se dispuso a amamantar a su hijo,
Kino volvió al sendero. Desgajó una rama y con ella barrió las huellas de sus
sandalias, en el punto en que habían abandonado el camino. A los primeros rayos
del sol oyó aproximarse un carro, se escondió en la cuneta y lo vio pasar,
arrastrado por cansinos bueyes. Cuando se hubo perdido de vista volvió a salir
y se cercioró de que sus huellas habían quedado aplastadas. Borró las que
acababa de hacer y regresó junto a Juana.
Esta le entregó las tortas que Apolonia les había
preparado y poco después se quedó dormida. Kino se sentó en el suelo y se puso
a mirar los ordenados viajes de las hormigas. Marchaban en columna y con el pie
les interrumpió el paso; entonces ellas treparon sobre el pie y prosiguieron su
camino.
El sol se levanta abrasador. Echábase de menos la
proximidad del Golfo porque el aire era tan seco que los matorrales crujían por
efecto del calor y desprendían un fuerte olor resinoso. Cuando Juana despertó,
el día estaba muy avanzado.
—Hay que tener mucho cuidado con aquel árbol que ves allí
—le explicó su marido—. No se puede tocar porque si luego te llevas la mano a
los ojos quedas ciego. También hay que precaverse del árbol que sangra. Es
aquél de más allá. Si lo cortas se pone a sangrar y trae mala suerte.
Ella asentía a todo sonriendo, pues ya lo sabia de tiempo
atrás.
—¿Nos seguirán? —fue lo que preguntó—. ¿Crees que
procurará dar con nosotros?
—Lo intentarán —contestó Kino—. El que nos encuentre
tendrá la perla. Ya lo creo que lo intentarán.
Juana aventuró:
—Podría ser que los traficantes tuvieran razón y la perla
no valga nada. Quién sabe si todo no ha sido más que una ilusión.
Kino rebuscó entre sus ropas y extrajo la perla. Dejó que
el sol jugueteara con ella hasta que le dolieron los ojos de mirarla.
—No —rechazó—, no habrían tratado de robarla si no
tuviera valor.
—¿Sabes quién te atacó? ¿Los traficantes?
—No lo sé; no pude verlos.
Clavó la mirada en la perla para recordar sus primeras
visiones.
—Cuando por fin la venda, tendré un rifle —dijo en voz
alta, y miró la reluciente esferilla en busca de su rifle, pero no vio más que
un cuerpo tendido en el suelo y manando sangre de una herida en la garganta.
Entonces dijo rápidamente—: Nos casaremos en la iglesia —y en la perla vio a
Juana con la huella de su mano en el rostro arrastrándose por la playa—.
Nuestro hijo aprenderá a leer —exclamó con frenesí, y en la perla surgió el
rostro infantil hinchado y febril por efecto de la extraña medicina.
Kino volvió a guardar la perla, porque su música se había
hecho siniestra y tenía extraño parentesco con la música del mal.
Los rayos del sol les obligaron a buscar la sombra de los
árboles, ahuyentando a unos pajarillos grises. Kino se cubrió la cabeza con la
manta y se quedó dormido.
Juana no podía imitarle. Estaba sentada con la
inmovilidad de una roca; tenía la boca hinchada por efecto del puñetazo de
Kino, y las moscas revoloteaban sobre ella. Parecía un centinela, y cuando
Coyotito se despertó lo sentó en el suelo frente a ella y estuvo mirando cómo
agitaba brazos y piernas, sonriendo y haciéndola sonreír. Con una ramita que
cogió del suelo le hizo cosquillas, y luego le dio a beber agua del odre que
llevaban.
Kino se agitó en sueños, gritando con voz gutural,
mientras su mano se movía en un simulacro de lucha. De pronto lanzó un gemido y
se incorporó con los ojos muy abiertos. Trató de escuchar algo pero solo oyó el
crepitar de los vegetales y el viento silbando en la lejanía.
—¿Qué pasa? —interrogó Juana.
—Cállate —ordenó él.
—Soñabas.
—Puede ser. —Pero estaba inquieto, y dejó de masticar la
torta que ella le había dado, para escuchar otra vez. Estaba nervioso,
intranquilo, no dejaba de mirar por encima de su hombro; desenvainaba el gran
cuchillo y probaba su filo. Cuando Coyotito balbució algo, Kino ordenó—: Hazlo
callar.
—Pero, ¿qué ocurre? —insistió Juana.
—No lo sé.
Volvió a escuchar, con los ojos luminosos cual los de un
animal en acecho. Se puso en pie silenciosamente y, doblado por la cintura,
echó a andar por entre los matorrales hacia el camino. No puso los pies en
éste; se tumbó a la sombra de una encina oteó el camino hacia la dirección por
donde había venido.
Entonces los vio avanzar. Se le puso rígido todo el
cuerpo y la cabeza se ocultó instintivamente tras unas ramas caídas. A lo lejos
veía tres figuras, dos a pie y otra a caballo. Sabía quiénes eran, y el terror
se adueñó de su espíritu. Desde tan lejos veía moverse lentamente a los de a
pie, encorvados sobre el suelo. De vez en cuando uno se detenía y llamaba al
otro. Eran los ojeadores, los tramperos, capaces de seguir la pista de una
cabra montés en las rocosas montañas. Eran sagaces como perros. Sin duda, él o
Juana se habían salido un momento de la huella del carro y aquellos cazadores
acababan de descubrirlo. Tras ellos, a caballo, iba un hombre envuelto en una
manta; sobre la silla un rifle brillaba al sol.
Kino estaba tan quieto como las ramas del árbol. Apenas
respiraba, y sus ojos se dirigían al lugar donde había barrido el rastro. Hasta
las huellas barridas podían tener significado para aquellos ojeadores. Los
conocía bien; en un país donde había poquísima caza se las arreglaban para
vivir cazando, y ahora la presa era él. Leían en el suelo como en un libro y el
jinete esperaba pacientemente.
Los ojeadores lanzaron algunas exclamaciones como perros
de caza excitados por el olor de liebre. Kino empuñó el cuchillo y se preparó
para la acción. Sabía lo que tenía que hacer. Si los tramperos descubrían las
huellas borradas tendría que saltar hacia el jinete, matarlo en un instante y
apoderarse del rifle. Era la única oportunidad para él. Y a medida que los tres
se acercaban por el sendero, Kino cavó unos pequeños pozos con las puntas de
sus sandalias para poder saltar sin peligro de que los pies le resbalaran. Su
campo visual, por debajo de la rama caída, era muy escaso.
Juana, desde su escondite, oyó el rumor de los cascos del
caballo, y como Coyotito empezara a parlotear, lo tomó en brazos con presteza,
lo escondió bajo su chal y le dio el pecho, con lo que se calló. Cuando los
tramperos estuvieron cerca, Kino solo veía sus piernas y las patas del caballo.
Veía los pies oscuros y descalzos de los hombres y sus destrozados pantalones
blancos, y oía el crujir del cuero de la silla y el tintineo de las espuelas.
Los ojeadores se detuvieron en el lugar barrido y lo estudiaron, mientras el
jinete se detenía.
El caballo sacudía la cabeza y mordía el bocado, que
sonaba contra sus dientes. Luego dio un relincho. Al momento se volvieron los
cazadores a mirarlo y observar la posición de sus orejas.
Kino no respiraba y su espalda estaba arqueada bajo una
terrible tensión muscular; el sudor bañaba su labio superior. Durante
interminables minutos estuvieron agachados los tramperos, y luego prosiguieron
la marcha mirando al suelo, seguidos por el hombre a caballo. Kino sabía que no
tardarían en volver. Describirían círculos, se detendrían, buscarían sin parar
y al cabo de cierto tiempo estarían allí de nuevo.
Retrocedió con sigilo, pero no se tomó la molestia de
borrar sus huellas. No podría; había demasiadas ramitas rotas, hierbas
aplastadas, piedras cambiadas de lugar. Kino estaba dominado por el pánico, el
pánico de la huida. Sabía que los ojeadores darían con él y no había más
escapatoria que la huida. Corrió hasta el escondrijo de Juana, que lo miró
interrogante.
—Tramperos —explicó—. ¡Vamos!
Una honda desesperación se adueñaba de él. Se le
ensombreció el rostro y los ojos se le enturbiaron de tristeza.
—Tal vez fuera mejor entregarse.
Al momento se había puesta Juana de pie y había cogido su
brazo.
—Tienes la perla —le recordó con voz aguda—. ¿Crees que
te permitirían volver vivo para que fueras diciendo que te la habían robado?
Su mano fue temblorosa hacia el lugar en que la guardaba.
—Acabarán por encontrarnos —aseguró.
—Vamos —ordenó ella—. ¡Vamos! —Y como él no respondiese,
siguió—: ¿Crees que a mí me iban a perdonar la vida? ¿Crees que se la iban a
perdonar a nuestro hijo?
Al fin penetraron sus argumentos en su cerebro aturdido;
sus labios dieron paso a un rugido de rabia y sus ojos recobraron su primitiva
fiereza.
—Vamos —repitió—. Iremos a las montañas. Puede que en las
montañas les hagamos perder la pista.
Recogió presuroso los odres y paquetes que constituían
todos sus bienes. En la mano izquierda llevaba un paquete, pero su derecha no
empuñaba más que el largo cuchillo, con el que iba cortando los arbustos para
abrir paso a Juana. Se dirigían apresurados al oeste, en busca de las altas
montañas pétreas. Kino no intentaba disimular los vestigios de su paso, y al
avanzar removía piedras, levantaba polvo, derribaba plantas y arrancaba hojas y
brotes. El sol caía de plano sobre la campiña, y toda la vegetación protestaba
con crujidos. Pero allí delante estaban las desnudas montañas de granito,
erosionadas, monolíticas en el cielo azul. Kino casi corría hacia aquellas
tierras altas, como hacen los animales al saberse perseguidos.
Era una tierra sin agua, cubierta de cactus y de maleza,
fuertemente arraigados en un terreno de grandes piedras pulverizadas. Entre
ellas crecía un poco de hierbecilla gris y seca, siempre sedienta y siempre
moribunda. Las lagartijas miraban pasar a la fugitiva familia y movían la
cabeza. De vez en cuando una liebre, asustada, corría a esconderse detrás de la
roca más próxima. El desértico paisaje se empapaba de sol, mientras las
cercanas montañas parecían frescas y acogedoras.
Kino casi volaba, porque sabía lo que iba a ocurrir. En
cuanto los ojeadores llevasen un rato siguiendo el camino se darían cuenta de
que habían perdido la pista, y volverían sobre sus pasos, ojo avizor, hasta
encontrar el lugar en que Kino y Juana habían descansado. Desde allí ya no
tendrían dificultad en seguirlos: tantas piedras, hojas caídas y tallos
cortados serían para ellos claro mensaje. Kino se los imaginaba siguiendo las
huellas, haciendo excitados comentarios, y tras ellos, hosco y aparentemente
desinteresado, el jinete con su rifle. Su trabajo vendría después, al
encargarse de que no pudieran regresar. La música del mal palpitaba ahora
dentro del cráneo de Kino, confundiéndose con el zumbido del calor en sus
sienes y los silbidos de las culebras. El palpitar acelerado de su corazón daba
ritmo a la melodía secreta y venenosa.
El camino empezaba a, ascender, y al hacerlo las rocas
eran cada vez mayores. Kino había logrado ya buena ventaja sobre sus
perseguidores, y se tomó un descanso. Trepó sobre un repecho y oteó el soleado
panorama, sin ver a sus enemigos, ni siquiera la figura más alta del jinete.
Juana se dejó caer a la sombra del parapeto. Llevó la botella de agua a los
labios de Coyotito y su seca lengüecita sorbió con avidez. Ella miró hacia Kino
cuando lo vio volver a su lado y, al darse cuenta que le miraba las piernas,
heridas por múltiples cortes de los espinos y aristas de las rocas, las ocultó
rápidamente bajo la falda.
Pasó la botella a su marido, pero él negó con la cabeza y
se humedeció los labios con la lengua.
—Juana —habló—. Yo me iré y tú te esconderás. Los
obligaré a seguirme por las montañas, y cuando hayan pasado te vas al norte, a
Loreto o a Santa Rosalía. Luego, si puedo escapar a su acoso, volveré a tu
lado. Es el único recurso que nos queda.
Ella le miró fijamente a sus ojos.
—No —decidió—. Vamos contigo.
—Corro más yendo solo —protestó él con voz áspera—.
Expones al pequeño viniendo conmigo.
—No —se limitó a decir Juana.
—Tiene que ser así. Es mi voluntad y lo único prudente.
—No —repitió Juana.
Él trató de hallar debilidad, miedo o vacilación en su
rostro, pero no era así. Sus pupilas brillaban. Entonces se encogió de hombros,
desesperanzado, pero a la vez animado por la actitud de ella. Cuando
reemprendieron la marcha ya no era una fuga regida por el pánico.
El terreno, a medida que se alzaba hacia las cumbres,
cambiaba rápidamente. Las rocas graníticas eran muy grandes, agrietadas por la
intemperie, y Kino aprovechaba sus duras superficies para caminar sin dejar huellas,
siempre que le era posible. Sabía que cada vez que sus perseguidores perdían la
pista tenían que entretenerse largo rato describiendo continuos zigzags, por lo
que volvía a veces hacia el sur, dejando una huella bien visible y regresaba de
nuevo en la dirección deseada sobre rocas encubridoras. La cuesta era ya muy
acentuada y les hacía jadear.
El sol se zambullía por el firmamento hacia la nea
dentada de las montañas, y Kino se encaminaba un desfiladero sombría que veía a
lo lejos. Si en alguna parte del país había agua, sería sin duda a donde se
veía algo de vegetación. Además, aquel desfiladero será probablemente uno de
los pocos pasos al otro lado de la sierra. Tenía su peligro, porque los
tramperos se les ocurriría lo mismo, pero la botella de agua vacía no dejaba
lugar a esta consideración. Y así, mientras el sol resbalaba por la izquierda
del cielo, Kino y Juana subían pesadamente por la empinada ladera.
Muy arriba en el muro rocoso, bajo un agreste pico,
brotaba un manantial alimentado por el de hielo. A veces estaba seco y crecía
el musgo lecho de su cauce, pero casi siempre llevaba caudal, fresco y limpio.
Cuando llovía formaba una alegre columna de agua espumeante que caía por el
corte del desfiladero. Saltaba de escalón en escaló de piedra, formando
sucesivos remansos que se iban llenando hasta rebosar por las márgenes y seguir
cayendo hasta el llano, donde la tierra sedienta la hacía desaparecer, con la
ayuda del aire cálido y las miríadas de raíces ávidas. Acudían animales desde
muchas millas para abrevar en sus remansos, cabras monteses, ciervos, pumas y
ratones campestres. Por la noche acudían los pájaros que de día revoloteaban
sobre los matorrales de la llanura y junto al salvaje torrente, en todos los
lugares en que se reunía suficiente tierra para sostener una raíz, crecían
colonias vegetales, vides silvestres y palmeras del desierto, lotos, hiedra,
altos tallos herbáceos y grisáceos cardos entre una masa de ortigas. En los
remansos vivían ranas, salamandras y lombrices de agua que se arrastraban por
el fondo limoso. Todo lo, que necesitaba del agua acudía a vivir en aquellos
oasis húmedos. Los gatos monteses iban allí a cazar y lavar sus dentaduras
ensangrentadas por las heridas de sus víctimas. El agua hacía que aquellos
rincones fuesen parajes de vida y a la vez de muerte.
El escalón más bajo, donde se recogía el agua antes de
dar un salto de cien pies y desaparecer en el árido desierto, era una
plataforma de piedra y arena. En la taza natural de la roca entraba solo un
hilo de agua, que bastaba a mantenerla llena y dar vida a las plantas de sus
orillas. La arena de la diminuta plaza estaba removida por las pezuñas y las
garras de los animales que acudían a beber y a cazar.
El sol había salvado la línea de las montañas cuando Kino
y Juana llegaron por fin a aquel lugar. Desde allí dominaban el soleado
desierto y la mancha azul del Golfo en la lejanía. Estaban exhaustos, y Juana
se dejó caer de rodillas y lavó la cara de Coyotito antes de darle de beber. El
pequeño empezó a protestar y lanzar gemidos, y entonces Juana le dio el pecho.
Kino se tendió de bruces y bebió largo rato en el remanso. Luego extendió sus
músculos cansados un momento y después de mirar a Juana y a su hijo, se levantó
y fue hasta el borde del escalón de piedra, a otear la distancia. Sus ojos se
fijaron en un punto y todo él se puso rígido. Muy abajo, al comienzo de la
ladera, vio a los tramperos; parecían dos diminutos pulgones seguidos por una
hormiga.
Juana se había vuelto a mirarlo y se dio cuenta de la
rigidez de su espalda.
—¿Lejos? —preguntó con voz reposada.
—Estarán aquí al caer la noche —contestó Kino. Miró hacia
arriba y vio la larga y escarpada chimenea de la grieta de donde manaba el
agua—. Hemos de ir al oeste declaró, y sus ojos escudriñaron la pared de piedra
que se abría el desfiladero. A una altura de unos cien pies descubrió unas
cuantas cavernas naturales. Quitándose las sandalias trepó hasta ellas,
apoyándose en las irregularidades de la piedra con los pies desnudos. Las
cuevas no tenían más que unos pies de profundidad, pero su suelo estaba
inclinado hacia el interior. Kino, llegó hasta la mayor y se metió dentro,
comprobando la imposibilidad de ser vistos desde fuera. Se apresuró volver
junto a Juana.
—Hay que subir hasta allí. Es posible que no nos encuentren.
Sin oponer objeción alguna, ella llenó la botella de agua
hasta arriba, y Kino la ayudó a encaramarse hasta la caverna, entregándole
luego todos los paquetes. Juana se sentó a la entrada del agujero y observó lo
que él hacía; no trataba de borrar las huellas de su paso junto al torrente. En
lugar de ello subió, en dirección contraria al chorro de agua, arrancando a
propósito maleza y arbustos, y luego volvió a descender. Estudió detenidamente
el lienzo de roca que conducía a la cueva para cerciorarse de que no había
huellas y por fin regresó al lado de Juana.
—Cuando suban —explicó— nosotros bajaremos otra vez al
llano. Lo único que me da miedo es que el niño se ponga a llorar. Debes tener
cuidado de que no lo haga.
—No llorará —aseguró ella, llevando hasta la suya la cara
de la criatura y mirándolo a los ojos, que le devolvieron la mirada con aire
solemne.
—Se da cuenta de todo —exclamó Juana.
Kino se había echado a la entrada de la cueva, apoyando
la barbilla en los brazos cruzados y sin dejar de mirar el avance de la sombra
azul de la montaña sobre la extensa llanura hasta las riberas del Golfo.
Los ojeadores tardaban en aparecer, como si tuvieran
dificultades con el rastro que Kino había dejado. Era de noche cuando llegaron
al arroyo. Los tres iban a pie, pues un caballo no podía trepar montaña arriba.
Vistas desde lo alto eran tres figurillas exiguas que la noche se iba tragando
poco a poco. El hombre del rifle se sentó a descansar y ojeadores se echaron
junto a él. En la oscuridad brillaban sus tres cigarrillos y Kino vela que
comían y oía el murmullo de su conversación.
Por fin llegaron las tinieblas, negras y espesa en el
corazón del desfiladero. Los animales que frecuentaban los remansos empezaron a
acercarse, pero al oler la presencia de hombres se retiraron de nuevo a la
oscuridad.
Oyó un murmullo tras de sí. Juana susurraba “Coyotito”,
procurando que estuviese quieto callado. El niño protestaba y su voz apagada
indicaba que Juana le había cubierto la cabeza con el chal.
Al pie de la montaña brilló una cerilla y a luz pudo ver
que dos de los hombres dormían y tercero montaba la guardia con el rifle sobre
rodillas. Luego la luz se extinguió, pero dejó en la retina de Kino un cuadro
imborrable. Vela a los dos hombres acurrucados como perros y el cabrillear de
la llama en el cañón del rifle.
Kino se retiró en silencio al fondo de la cueva. Los ojos
de Juana parecían chispas reflejando luz de una estrella. Kino se acercó a ella
y pegó sus labios a su mejilla.
—Hay un medio de acabar con esto —le dijo.
—Pero te matarán.
—Si llego primero hasta el hombre del rifle, todo estará
resuelto. Dos de ellos duermen.
La mano de ella salió de debajo del chal y le aferró el
brazo.
-Verán tu traje blanco a la luz de las estrellas.
—No —arguyó él—. Además, lo haré antes de que salga la
luna. —Buscó en su cerebro alguna palabra de ternura, pero no dio con ninguna—.
Si me matan —se limitó a decir—, quédate quieta, y cuando se hayan ido, vete a
Loreto.
La mano de ella tembló ligeramente.
—No hay otro camino —insistió él—. Si no lo hago así, por
la mañana nos descubrirán.
—Ve con Dios —dijo Juana, con voz temblorosa.
Él la miró de muy cerca y vio sus grandes ojos abiertos.
Alargó la mano y la apoyó unos momentos sobre la cabeza de Coyotito. Luego rozó
con suavidad la mejilla de Juana, que contuvo el aliento.
Dibujada sobre el cielo en la entrada de la cueva vio
Juana la silueta de Kino despojándose de sus ropas, que a pesar de lo sucias
que estaban se verían demasiado blancas en la oscuridad de la noche. Su piel
curtida y morena le protegería mejor. Luego vio cómo ataba el mango del
cuchillo al collar que pendía sobre su pecho, dejando así sus dos manos libres.
No volvió junto a ella; por un momento fue su cuerpo una mancha oscura en la
entrada de la cueva, y luego desapareció.
Juana se adelantó hasta la abertura y miró hacia fuera.
Miraba como un mochuelo desde su agujero en la montaña, y a su espalda dormía
el niño sobre la manta. Juana murmuraba su extraña mezcla de oración y conjuro,
sus Avemarías y sus imprecaciones contra aquellos lúgubres seres inhumanos.
La noche le parecía menos oscura al mirar desde allí, y
al este del horizonte veía una cierta luminosidad reveladora de la próxima
aparición de la luna Y, al mirar hacia abajo, vio la luz del cigarrillo de
hombre que seguía en vela.
Kino bordeó la cornisa de piedra como lo haría una lenta
oruga. Había dado la vuelta a su collar para que el cuchillo pendiera a su
espalda y no pudiera tintinear contra la pared de piedra. Sus dedo extendidos
tanteaban las montañas, sus pies hallaban apoyo en los salientes de la roca y
su pecho rebalaba sobre el muro en lento avance.
Cualquier ruido, un guijarro que rodase, un suspiro, una
involuntaria palmada sobre la roca, despertaría a los tramperos dormidos. Todo
lo que fuera insólito en la noche los pondría sobre aviso. Pero la noche no era
silenciosa: las ranas arbóreas que vivían cerca del arroyo charlaban como
pájaros, el desfiladero se llenaba con el chirriar incesante las cigarras. En
la cabeza de Kino había otra música, la del enemigo, palpitante, al acecho, y
sobre ella la Canción Familiar se había hecho intensa aguda como el maullido de
un puma hembra. La canción de la familia vivía con intensidad y lo impulsaba
hacia el enemigo. Las cigarras parecían haberse apropiado la melodía y las
ruidosas ranas repetían de vez en cuando fragmentos de su música.
Kino resbalaba por la ladera silencioso como una sombra.
Un pie desnudo avanzaba unas pulgadas hasta que los dedos se afianzaban en el
escalón de piedra, luego descendía el otro pie, y la palma de una mano le
seguía. Después la otra y al final el cuerpo entero, sin que pareciera haberse
movido, estaba más abajo. Kino llevaba la boca abierta para que su respiración
no fuera ruidosa, porque sabía que no era invisible. Si el centinela, al oír
algo, levantaba la vista hacia la pared desnuda, lo vería. Por ello tenía que
moverse muy lentamente. Tardó muchísimo en llegar al pie de la pared granítica
y entonces se escondió tras de una palmera enana. El palpitar de su corazón era
como un trueno en el pecho y el sudor bañaba su cara y sus manos. Se tendió
cuan largo era y respiró hondo para aquietar sus nervios.
Solo le separaban veinte pies de sus enemigos y trataba
de recordar la topografía de aquel espacio. ¿Había alguna piedra que pudiera
detenerlo en mitad de su carrera? Se frotó las piernas para evitar calambres y
se dio cuenta de que sus músculos estaban deshechos por efecto de la prolongada
tensión. Entonces miró temeroso hacia Oriente. La luna saldría dentro de pocos
minutos y él tenía que atacar antes de que saliese. Veía la silueta del
centinela, pero los que dormían quedaban fuera de su área visual. Era el
despierto el que tenía que caer bajo su ataque, rápida y decididamente.
Silenciosamente desprendió del collar el gran cuchillo, pero era demasiado
tarde.
Al levantarse de su escondite asomó al borde del
horizonte el disco lunar, y Kino volvió a dejarse caer.
Era una luna reducida y opaca, pero llenaba de luces y
sombras todo el desfiladero.
Kino veía ahora con toda claridad la figura del hombre
acurrucado junto al arroyo. Estaba mirando a la luna; encendió un cigarrillo y
la cerilla iluminó su rostro un instante. No podía haber espera; cuando
volviese la cabeza, Kino saltaría. Sus piernas estaban contraídas como muelles
de acero.
Y entonces llegó desde arriba un lamento ahogado. El
vigilante volvió la cabeza para escuchar y luego se puso en pie, y uno de los
durmientes se agitó, incorporóse y preguntó:
—¿Qué ocurre?
—No lo sé —confesó el otro—. Parecía llanto, como el de
un niño.
El que acababa de despertarse contestó:
-No puede asegurarse. He oído a coyotes llorar como
criaturas.
El sudor caía en forma de gruesas gotas por la frente de
Kino hasta sus ojos, que le escocían. El débil lamento se repitió y el
centinela miró hacia la cueva, en la pared del norte.
—Es posible que sea un coyote —dijo, y Kino oyó el ligero
ruido del cerrojo del rifle.
—Si es un coyote con esto se callará —observó el
desconocido, levantando el rifle.
Kino había saltado ya cuando sonó el disparo y el
fogonazo se reflejó en sus negras pupilas. El gran cuchillo describió un
círculo en el aire en busca de su presa y se hundió con sordo ruido entre
cuello y pecho. Kino era una terrible máquina. Se apoderó del rifle en el
momento en que soltaba el cuchillo, lo alzó en el aire y lo descargó con fuerza
sobre la cabeza del hombre sentado, rompiéndola como si fuera un melón. El
tercero huyó de espaldas, como un cangrejo, se cayó dentro del remanso y trató
de encaramarse a la orilla opuesta con movimientos frenéticos. Sus manos hacían
gestos desesperados por alcanzar los sarmientos de vid silvestre y sus labios
emitían gritos ahogados de terror. Pero Kino tenía ahora la dureza y frialdad
del acero. Se echó el rifle a la cara con deliberación, apuntó e hizo fuego.
Vio a su enemigo caer de espaldas en el agua y se acercó a él en dos zancadas.
A la luz de la luna, vio sus ojos aterrorizados con algo de vida, y volvió a
disparar entre ellos.
Luego Kino se detuvo, incierto. Algo no había salido
bien, una idea desconocida e inquietante trataba de abrirse paso hacia su
conciencia. Ranas y cigarras habían callado. El cerebro de Kino se despejó un
poco y se dio cuenta del sonido: el agudo, lloroso, histérico grito de dolor
ante la muerte.
En La Paz todo el mundo recuerda el regreso de la
familia; puede que solo unos viejos lo vieran, pero también lo recuerdan
aquellos que lo oyeron de labios de sus padres y abuelos. Es un suceso que
parece haber ocurrido, a todos y cada uno.
Estaba ya muy avanzada la tarde áurea cuando los primeros
chiquillos llegaron corriendo a la ciudad con la nueva de que Kino y Juana
regresaban. Todos salieron a recibirlos. El sol se encaminaba hacia las
montañas del Poniente y las sombras eran desmesuradamente largas sobre el
polvo. Tal vez fuera éste el detalle que más impresión les produjera.
Entraban los dos en la ciudad por el camino del interior,
y no iba Juana detrás de Kino como siempre, sino a su lado. Tenían el sol a la
espalda y parecían empujar ante sí largas tiras de sombra. Kino llevaba un
rifle al brazo y Juana un chal formando una pelota a la espalda. El chal estaba
manchado de sangre seca y oscilaba con el paso de ella, cuyo rostro estaba
endurecido por la fatiga y por la tensión con que intentaba dominar a aquélla.
Sus grandes ojos miraban al vacío. Los labios de Kino estaban apretados, como
sus mandíbulas, y explican los testigos que el miedo iba con él, peligroso como
una tormenta en ciernes. Relatan los mismos que ambos parecían distantes de
cuanto existía de humano; habían atravesado la tierra del dolor y alcanzado la
margen opuesta; había algo mágico en torno a ellos. Los que habían acudido a
recibirlos se apartaban sin dirigirles la palabra.
Kino y Juana atravesaron la ciudad como si no existiera.
Sus ojos no dejaron un momento de mirar adelante, sus piernas se movían
mecánicamente, como si lo hubieran aprendido demasiado bien, y su rigidez era
terrible. La ciudad se asomaba a las puertas y ventanas de sus paredes
encaladas a mirarlos. Kino y Juana descendieron de la ciudad al arrabal de los pescadores,
y sus vecinos les abrieron paso. Tomás alzó la mano en un saludo que no llegó a
aflorar a sus labios y la mano permaneció vacilando un momento en el aire.
En los oídos de Kino la Canción Familiar era aguda como
un grito, y era un grito de batalla.
Atravesaron la requemada plazuela que había ocupado su
choza y no se dignaron mirarla. Bordearon los chaparrales que crecían frente a
la playa y se acercaron al agua, sin mirar la destrozada canoa de Kino.
Al llegar al agua se detuvieron y miraron hacia el Golfo.
Kino dejó en el suelo su rifle, rebuscó entres sus ropas extrajo la gran perla.
Contempló su superficie gris y suave. Ante sus ojos desfilaban rostros malignos
entre resplandor de llamas. En la nacarada superficie veía los ojos agónicos
del trampero ahogándose y a Coyotito en el fondo de la caverna con la cabeza
partida de un balazo. La perla era fea, gris, maligna. Kino oía su música,
melodía de locura.
Temblándole la mano se volvió hacia Juana enseñándole la
joya. Ella seguía a su lado con el sanguinolento saco al hombro; miró la perla
en la mano de él, luego a sus ojos y dijo en voz baja:
—No, tú.
Kino echó atrás el brazo y lanzó la perla con toda su
fuerza. La vieron brillar unos instantes a la luz del sol y luego la
salpicadura en el mar a lo lejos.
Permanecieron largo rato con la mirada puesta en el mismo
punto.
La perla entró en el seno de las aguas verdosas y
descendió lentamente hasta el fondo.
Los ondulantes tallos de las algas la atrajeron y ella se
dejó abrazar. Las luces verdes del mar se repetían con gran belleza en su
superficie.
Por encima, el agua era un espejo ondulante. Un cangrejo
que se arrastraba entre el limo levantó una nube de arena y cuando el agua
recobró su nitidez la perla había desaparecido.
Y su música se convirtió en un murmullo que no tardó en
extinguirse.
*FIN*
The Pearl,
The Woman’s Home Companion, 1945
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