Ir al contenido principal

LOS GANADORES DE MAÑANA - HOLLOWAY HORN

 

Martin "Knocker" Thompson era difícilmente un caballero. Había sido empresario de dudosos matches de box y de partidos (amistosos) de póker, que ya no dejaban la menor duda. Carecía de imaginación, pero no de viveza y de cierta habilidad. Su galera, sus polainas y la herradura de oro de su corbata podían haber sido más charras, pero estaba tratando de despistar.

No siempre iba a favorecerlo la suerte, pero el hombre se defendía. La explicación no era difícil: "Por cada zonzo que se muere, nacen diez más."

Sin embargo, la tarde que se encontró con el viejo, estaba pobre. Knocker había dedicado la siesta a una conferencia sobre finanzas en un hotel. Las opiniones abundantemente emitidas por sus dos socios no lo molestaban en absoluto, pero sí el hecho de que le retiraran su crédito.

 Dobló por Whitcomb y se dirigió a Charing Cross. El enojo acentuaba la fealdad normal de su cara, y el resultado general inquietó a las pocas personas que lo miraron.

 A las ocho, la calle Whitcomb no está muy concurrida, y no había nadie cerca de los dos cuando el viejo le habló. Estaba acurrucado en un portón cerca de Pall Mall, y Knocker no podía verlo bien.

—¡Hola, Knocker! —gritó.

Knocker se dio vuelta.

En la oscuridad descifró la vaga figura, sin otro rasgo memorable que una barba blanca desmesurada.

—¡Hola! —respondió desconfiadamente. (Su memoria le estaba asegurando que él no conocía esa barba.)

—Hace frío... —dijo el viejo.

—¿Qué quiere? —dijo Thompson con sequedad

—. ¿Quién es usted?

—Soy un viejo, Knocker.

—Si eso es todo lo que me quiere decir...

—Es casi todo. ¿Quiere comprarme un diario? Le aseguro que no es como los demás.

—No entiendo. ¿Qué no es como los demás?

—Es el "Eco" de mañana a la noche —dijo el viejo calmosamente.

—Usted debe estar mareado, amigo; eso es lo que le pasa. Mire, los tiempos no son buenos, pero aquí tiene un peso, ¡y que le traiga suerte!... —Sinvergüenza o no, Thompson tenía la generosidad natural de los que viven precariamente.

—¡Suerte! —El viejo se rió con una dulzura que crispó los nervios de Knocker.

—Mire —dijo otra vez, consciente de algo inverosímil y raro en la vaga figura del portón—. ¿Qué juego es este?

—El juego más antiguo del mundo, Knocker.

—Déle un descansito a mi nombre, hágame el favor.

—¿Lo avergüenza su nombre?

—No —dijo Knocker con firmeza—. Dígame de una vez lo que quiere. Estoy harto de perder tiempo.

—Váyase entonces, Knocker.

—Pero, ¿qué quiere usted? —insistió Knocker, extrañamente inquieto.

—Nada. ¿No quiere llevarse este diario? En el mundo no hay otro igual. Ni habrá, por veinticuatro horas.

—Claro. Si recién mañana aparece —-dijo Knocker con sorna.

—Tiene los ganadores de mañana —dijo el otro con sencillez.

—Está mintiendo.

—Fíjese usted mismo. Ahí los tiene.

Un diario salió de la oscuridad y los dedos de Knocker lo aceptaron, casi con miedo. Una carcajada retumbó en el portón, y Knocker se quedó solo.

Sintió incómodamente el latir de su corazón, pero siguió hasta una vidriera con luz que le permitió ver el diario.

"Jueves 29 de julio de 1926", leyó.

Pensó un rato. Hoy era miércoles, tenía la seguridad. Sacó del bolsillo una agenda y la consultó. Era miércoles 28 de julio, último día de carreras en Kempton. No cabía duda.

Miró otra vez la fecha: julio 29, 1926. Buscó instintivamente la última página, la página de las carreras. Se encontró con los cinco ganadores en el hipódromo de Gatwick. Se pasó la mano por la frente: estaba húmeda de sudor. —Hay una trampa en esto —dijo en voz alta y volvió a examinar la fecha del diario. Estaba repetida en cada página, clara y patente. Examinó después las cifras del año, pero también el seis era perfectamente normal. Miró con apuro la primera página. Había un encabezamiento de ocho columnas sobre la huelga. Eso no podía corresponder al año pasado. Volvió enseguida a las carreras. El ganador de la primera era Inkerman, y Knocker había resuelto jugarle a Clip. Notó que los transeúntes lo miraban con curiosidad. Se metió el diario en el bolsillo y siguió. Nunca había necesitado tanto un poco de alcohol. Entró en un bar cerca de la estación, que felizmente estaba vacío. Después de tomar una copa sacó el diario. Sí, Inkerman había ganado la primera y había pagado seis a uno. (Knocker hizo ciertos cálculos apurados pero satisfactorios.) Salmón había ganado la segunda; era lo que él siempre había dicho. Bala Perdida — ¿quién demonios iba a pensarlo?— había ganado la tercera, el clásico. ¡Y por siete cuerpos! Knocker se humedeció los labios resecos. No había ninguna mistificación. Conocía muy bien los caballos que correrían en Gatwick, y ahí estaban los ganadores.

Hoy ya era tarde. Lo mejor sería ir mañana a Gatwick y allí mismo apostar.

Tomó otra copa... y otra. Gradualmente, en la cordial atmósfera del bar, su inquietud lo dejó. Ahora el asunto le parecía uno de tantos. A su mente trastornada por el alcohol acudió el recuerdo de un film, que le había gustado muchísimo. Había un brujo hindú en ese film, con una barba blanca, una desmesurada barba blanca, igual a la del viejo. El brujo había hecho las cosas más increíbles... en la pantalla. Knocker estaba seguro de que no se trataba de una mistificación. El viejo no le había pedido dinero, ni siquiera había tomado el peso que Knocker le ofreció.

 Knocker pidió otro whisky y lo convidó al barman. —¿Tiene algún dato para mañana? —éste le preguntó. (Lo conocía de vista y de fama.) Knocker vaciló. —Sí —dijo luego—. Salmón en la segunda carrera. Knocker se tambaleaba un poco al salir. El médico le había prohibido el alcohol, pero en una noche como esa...

Al día siguiente tomó el tren para Gatwick. Siempre le había traído suerte ese hipódromo, pero hoy no se trataba de suerte. Hizo las primeras apuestas con cierta moderación, pero la victoria de Inkerman lo convenció. ¡El caballo y la boleteada! Ya no le quedaban dudas. Salmón, el favorito, ganó la segunda carrera.

En la carrera principal casi nadie le jugó a Bala Perdida. No estaba en forma y no había por qué. Knocker repartió las apuestas. Veinte aquí, veinte allá. Diez minutos antes de la carrera mandó un telegrama a una oficina del West End. Había resuelto ganar una fortuna. Y la ganó.

Esa carrera no tuvo emoción para Knocker. Él ya sabía el resultado. Sus bolsillos estaban repletos de dinero, y eso no era nada comparado con lo que iba a cosechar en el West End. Pidió una botella de champagne y la bebió a la salud del viejo de la barba blanca. Media hora tuvo que esperar el tren. Estaba lleno de carreristas, a quienes tampoco les interesaba la carrera final. A Knocker los días de suerte lo solían poner muy conversador, pero esa tarde estaba callado. No se podía desentender del viejo del portón. No tanto del aspecto y de la barba, sino de la carcajada final.

El diario estaba siempre en su bolsillo: tuvo un impulso y lo sacó. Fuera de las carreras, no le interesaban otras noticias. Lo hojeó; era un diario como los demás. Resolvió comprar otro en la estación para ver si el viejo no había mentido.

De pronto su mirada se detuvo; un suelto le llamó la atención. "Muerte en un tren" se titulaba. El corazón de Knocker estaba aguadísimo; pero siguió leyendo. "El conocido deportista señor Martin Thompson falleció esta tarde en el tren al volver de Gatwick."

No leyó más: el diario se le cayó de las manos.

—Fíjese en Knocker —alguien dijo—. Debe estar enfermo. —Knocker respiraba pesadamente, con dificultad.

—Paren... paren el tren —balbuceó, y buscó la campana de alarma.

—Quieto, amigo —dijo uno de los pasajeros agarrándolo del brazo—. Siéntese, no hay por qué tirar la manija...

Se sentó, más bien se dejó caer en el asiento. La cabeza se inclinó sobre el pecho.

Le metieron whisky entre los labios, pero era inútil.

—Está muerto —dijo la espantada voz del hombre que lo sostenía.

Nadie prestó atención al diario en el suelo. El barullo lo había empujado bajo el aliento, y no es posible decir dónde fue a parar. Tal vez lo barrieron los guardas en la estación.

Tal vez.

Nadie sabe.

HOLLOWAY HORN: The old man and other stories (1927).

Comentarios

Entradas populares de este blog

HISTORIA DE ABDULA, EL MENDIGO CIEGO - LAS 1,001 NOCHES

...El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera acompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia:  —Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de vuestro dilatado imperio. Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo...

NOSOTROS NO - JOSÉ B. ADOLPH

  Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168. ¡Cuánto habíamos esperado este día! Una sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico. Una sola inyección, cada cien años. Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Solo los jóve...

Historia de un muerto contada por él mismo - Alexandre Dumas, padre

Una noche de diciembre estábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacía un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono. El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una chimenea en torno a la que conversábamos. Aunque todos fuéramos jóvenes y joviales, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente. Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los inmensos bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño. Cada vez que la pequeña cuchara de plata volví...

DÓNDE Y CÓMO EL DIABLO PERDIÓ EL PONCHO - RICARDO PALMA

  «Y sépase usted, querido, que perdí la chabeta y anduve en mula chúcara y con estribos largos por una muchacha nacida en la tierra donde al diablo le quitaron el poncho». Así terminaba la narración de una de las aventuras de su mocedad mi amigo don Adeodato de la Mentirola, anciano que militó al lado del coronel realista Sanjuanena y que hoy mismo prefiere a todas las repúblicas teóricas y prácticas, habidas y por haber, el paternal gobierno de Fernando VII. Quitándole esta debilidad o manta, es mi amigo don Adeodato una alhaja de gran precio. Nadie mejor informado que en los trapicheos de Bolívar con las limeñas, ni nadie como él sabe al dedillo la antigua crónica escandalosa de esta ciudad de los reyes. Cuenta las cosas con cierta llaneza de lenguaje que pasma; y yo, que me pirro por averiguar la vida y milagros, no de los que viven, sino de los que están pudriendo tierra y criando malvas con el cogote, ando pegado a él como botón a la camisa, y le doy cuerda, y el señor de l...

POQUITA COSA - ANTÓN CHÉJOV

  Hace unos día invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas. -Siéntese, Yulia Vasilievna -le dije-. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma… Veamos… Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes… -En cuarenta… -No. En treinta… Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos… Veamos… Ha estado usted con nosotros dos meses… -Dos meses y cinco días… -Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos… Pero hay que descontarle nueve domingos… pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado… más tres días de fiesta… A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero… ¡ni palabra! -Tres días de fiesta… Por consiguiente descontamos doce rublos… Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo...

¿Cuánta tierra necesita un hombre? - León Tolstoi

  Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra —pensaba a menudo— los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.” Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad. “Qué te parece —pensó Pahom— Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.” Así que decidió hablar con su esposa. —Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve i...

MI TÍO JULES - GUY DE MAUPASSANT

  Al Sr. Achille Bénouville     Un viejo pordiosero, de barba blanca, nos pidió limosna. Mi compañero, Joseph Davranche, le dio cinco francos. Quedé sorprendido. Él me dijo: —Ese infeliz me ha recordado una historia que voy a contarte y cuyo recuerdo me persigue sin cesar. Es ésta.         Mi familia, originaria del Havre, no era rica. Íbamos tirando, sin más. Mi padre trabajaba, regresaba tarde de la oficina y no ganaba gran cosa. Yo tenía dos hermanas.     Mi madre sufría mucho por la escasez en que vivíamos, y a menudo encontraba palabras agrias para su marido, reproches velados y pérfidos. El pobre hombre hacía entonces un gesto que me afligía. Se pasaba la mano abierta por la frente, como para enjugar un sudor que no existía, y no contestaba nada. Yo notaba su dolor impotente. Economizábamos en todo: nunca aceptábamos una cena, para no tener que devolverla; comprábamos las provisiones de saldo, los restos de existencias. Mis he...

He aquí el amor - Jorge Eduardo Eielson

  "He aquí el amor. Repito: He aquí el amor. Pero mejor hablaremos de esta puerta. Una puerta es una puerta a la que yo golpeo día y noche, a la que yo golpeo día y noche, a la que yo golpeo día y noche. Y aunque nadie responda, y aunque nadie responda, y aunque nadie responda, el aire es el aire de todos los dias, las plantas son verdes como siempre, y el mismo cielo esférico me envuelve lunes, martes, miércoles,jueves, viernes, sábado y domingo. ¿Pero, qué puedo yo decir del amor? ¿Qué puedo yo decir del amor? ¿Qué puedo yo decir del amor? En cambio, esta puerta es indudable; por ella entro y salgo día y noche hacia los verdes campos que me esperan, hacia el mismo cielo esférico y perenne. ¿Pero qué puedo yo decir del amor? ¿Qué puedo yo decir del amor? ¿qué puedo yo decir del amor? Mejor sigo hablando de esta puerta. "

JUAN SIN MIEDO - HERMANO GRIMM [ADAPTACIÓN]

Érase una vez un hombre que tenía dos hijos totalmente distintos. Pedro, el mayor, era un chico listo y responsable, pero muy miedoso. En cambio su hermano pequeño, Juan, jamás tenía miedo a nada, así que en la comarca todos le llamaba Juan sin miedo. A Juan no le daban miedo las tormentas, ni los ruidos extraños, ni escuchar cuentos de monstruos en la cama. El miedo no existía para él. A medida que iba creciendo, cada vez tenía más curiosidad sobre qué era sentir miedo porque él nunca había tenido esa sensación. Un día le dijo a su familia que se iba una temporada para ver si conseguía descubrir lo que era el miedo. Sus padres intentaron impedírselo, pero fue imposible. Juan era muy cabezota y estaba decidido a lanzarse a la aventura. Metió algunos alimentos y algo de ropa en una mochila y echó a andar. Durante días recorrió diferentes lugares, comió lo que pudo y durmió a la intemperie, pero no hubo nada que le produjera miedo. Una mañana llegó a la capital del reino y vagó por sus c...

RAY BRADBURY - DRAGÓN

La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes. Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada. -¡No, idiota, nos delatarás! -¡Qué importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo. -Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos… -¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en ...