Después de muchos años de
viajar por el extranjero, en el año 18… me embarqué en el puerto de Batavia, en
la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las
islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de
nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.
Nuestro hermoso navío, de
unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca
de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y
aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de
coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de
búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal
estibada y el barco escoraba.
Zarpamos apenas
impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la
costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro
curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del
archipiélago al que nos dirigíamos.
Una tarde, apoyado sobre
el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y
aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos
desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del
sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con
una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa.
Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la
extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua
parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver
claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince
brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y
cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al
rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y
resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama
de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido
entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo,
el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como
navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y
echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por
malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé… sobrecogido por un
mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia
de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis
palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me
impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie
sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte
e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y
antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el
centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar
de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.
La extrema violencia de
la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente
cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de
un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar
algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me resultaría imposible
explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del
agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón.
Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi
primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable
era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos.
Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes
de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó
tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con
excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba
en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían,
porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que
podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que
no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán
destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido
instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían
sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había
sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no
estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera
ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro;
pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de
que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía
probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad.
Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento
consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos
procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad
imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la
violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra
tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los
primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva
Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado
un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta
y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida
luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y
soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía -aproximadamente,
porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la
apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz,
sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos
estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego
central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó
sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar
insondable.
Esperamos en vano la
llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no
llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda
oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos
del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la
fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los
trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con
interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de
espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto,
profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror
supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma
estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender
el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base
del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No
habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo
teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro
navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de
hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras
vidas… olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje
sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no
zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de
nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco;
pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma,
y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía
demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar
negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para
respirar, elevados a una altura superior a la del albatros… y otras veces nos
mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se
estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del “kraken”.
Nos encontrábamos en el
fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó
horriblemente en la noche. “¡Mire, mire!” exclamó, chillando junto a mi oído,
“¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!”. Mientras hablaba percibí el resplandor de
una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que
nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar
la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura
tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio
líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a
estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura,
su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas
Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban
los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de
bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies
reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de
un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos
provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable,
navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo
distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible
torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso
pináculo, como si contemplara su propia sublimidad, después se estremeció,
vaciló y… se precipitó sobre nosotros.
En ese instante no sé qué
repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones,
retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe.
Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en
el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte
ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado
con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido.
En el momento en que caí,
la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido
que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser
visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y
pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar
por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación
de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese
navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me
producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré
conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña
porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las
enormes cuadernas del buque.
Apenas había completado
mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto
a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro.
No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia
general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de
los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran
carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras
entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de
instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en
un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda
infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta
y no lo volví a ver.
* * *
Un sentimiento que no
puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite
análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan
inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una
mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca,
nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y
sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que
tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido… una nueva
entidad se incorpora a mi alma.
* * *
Hace ya mucho tiempo que
recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino
se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en
meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir
mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace
pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace
mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los
elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando
continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la
oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último
momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.
* * *
Ha ocurrido un incidente
que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por
fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido,
sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el
fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino,
inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela
arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido
izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando
la palabra descubrimiento.
Últimamente he hecho
muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo
que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general,
contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que
el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero
al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme
tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada,
de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas
sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas
extranjeras y de épocas remotas.
He estado estudiando el
maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta
desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de
que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su
extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por
los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la
podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación
excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del
roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios
artificiales.
Al leer la frase
anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés
repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como
que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente
del marino.”
Hace una hora tuve la
osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor
atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían
absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la
bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las
rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento
estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en
sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente
sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían
desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada
construcción.
Hace un tiempo mencioné
que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el
viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas
las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones
inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno
de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la
cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la
tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro
de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar.
Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad
sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más
gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la
facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre
nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la
simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo
me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural
que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la
influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.
He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal
como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual
no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un
hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de
incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es
decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni
robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad
de la expresión que reina en su rostro… es la intensa, la maravillosa, la emocionada
evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu
una sensación… un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece
soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia
del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la
cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches
de hierro y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de
navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán
contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que,
en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el
primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma
extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis
oídos desde una milla de distancia.
El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de
la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de
siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el
extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que
no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y
absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis,
hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores
aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo
no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las
palabras tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad
inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin
espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a
verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan
hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.
Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así
se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las
blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae
una catarata.
Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis
sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas
regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las
más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia
algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo
descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca
hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan
extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.
La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y
trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía
de la desesperación.
Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como
llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre
el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e
izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos,
rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de
cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco
tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez… nos
precipitamos furiosamente en la vorágine… y entre el rugir, el aullar y el
atronar del océano y de la tempestad el barco trepida… ¡oh, Dios!… ¡y se hunde
…!
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