Cuando todo el mundo era joven y este país era una provincia del gran y poderoso rey Jorge III, existía una aldea que ahora, gracias a la Revolución y a la democracia, se ha convertido en una ciudad de considerable tamaño, con sus tiendas y talleres, sus calles pavimentadas y sus hoteles. Los pacíficos habitantes de aquella aldea vivían, como es natural, en paz y concordia; las casas se alzaban a la sombra de árboles frondosos; los ganados pacían en los prados y los campesinos labraban la tierra. La aldea se encontraba a orillas del Hudson, bajo la sombra de la imponente cordillera de los Catskill, cuyas cumbres se elevan en el horizonte. Entre los habitantes de esta tranquila aldea vivía un hombre bueno, un hombre honrado, aunque de muy poco espíritu: Rip Van Winkle. Era descendiente de los Van Winkles que tantos méritos habían hecho en los días de la colonización, y como a casi todos sus compatriotas, le gustaba la buena vida. Se sabía que había nacido en tiempos antiguos, cuando