Sé que fue casi atroz mientras duró y más
aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su
relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba
recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi
derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris
acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara
en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase
de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un
alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los
psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel
momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera
preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme
incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la
primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de
silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de
Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la
memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego
vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de
Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en
Ginebra—fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou,
frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso—le dije resueltamente—usted se
llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en
la ciudad de Cambridge.
—No—me respondió con mi propia voz un poco
lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a
unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor,
con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a
decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata
con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una
palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos
filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con
grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el
diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión
de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera
Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una
biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre
las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un
atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour—corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No—respondió—. Esas pruebas no prueban
nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo
prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son
sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez
dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es
aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y
mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara?—dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí
un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin
y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es
lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi
pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un
poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de
Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años.
Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la
mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con
impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la
misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: “Soy una
mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por
una cosa tan común y corriente”. Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos.
A propósito, en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra
la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren
comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que
escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un
agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre
y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el
fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo
otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular;
Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler,
la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y
seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y
cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las
cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la
superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que
pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si
cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera
reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El
miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no
he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi
carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le
pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios
de Fyodor Dostoievski—me replicó no sin vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era
una blasfemia.
—El maestro ruso—dictaminó—ha penetrado más
que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una
prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro
había recorrido. Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien
los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el
examen de la obra completa.
—La verdad es que no—me respondió con
cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me
dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos.
También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no?—le dije—. Podés alegar buenos
antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro
cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la
espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si
verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los
empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de
todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos,
etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y
parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias—le
contesté—no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que
existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún
griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la
prueba.
Salvo en las severas páginas de la
Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a
punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los
soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento.
Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos,
fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir
a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de
metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y
que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los
sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que
expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que
haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él
también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le
respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté
de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria? Comprendí que para
un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era
casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía
encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la
clase.
Nuestra conversación ya había durado
demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente—le
dije—que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca,
que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L’hydre—univers tordant son corps écaillé
d’astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió
en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
—Es verdad—balbuceó—. Yo no podré nunca
escribir una línea como ésa. Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora
lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida
noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado—observé—es porque
la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de
un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce—exclamó—. Whitman es
incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra
conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que
no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No
podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era
el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar
mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino
era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de
Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al
despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí—le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí—me replicó—. Tengo unos veinte francos.
Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en
Carouge y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas
menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes
billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó
con avidez.
—No puede ser—gritó—. Lleva la fecha de mil
novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los
billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro—alcanzó a decir—y
lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro
habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las
referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del
escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia
una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo
sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos
viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el
reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su
interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
—¿A buscarlo?—me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido
casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te
preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento
atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día
siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que
no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real,
pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo
conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó
rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.
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