Un día, el pescador lanzó la red al agua y tan sólo recogió un pequeño pez. Se quedó asombradísimo cuando vio que se trataba de un pez de oro que además era capaz de hablar.
– ¡Pescador, por favor, déjame en libertad! Si lo haces te daré todo lo que me pidas.
El anciano sabía que si lo soltaba perdería la oportunidad de venderlo y ganar un buen dinero, pero sintió tanta pena por él que desenmarañó la red y lo devolvió al mar.
– Vuelve a la vida que te corresponde, pescadito. ¡Mereces ser libre!
Cuando regresó a la cabaña su esposa se enfadó muchísimo al comprobar que se presentaba con las manos vacías, pero su ira creció todavía más cuando el pescador le contó que en realidad había pescado un pez de oro y lo había dejado en libertad.
– No me puedo creer lo que me estás contando… ¿Tú sabes lo que vale un pez de oro? ¡Nos habrían dado una fortuna por él! Al menos podías haberle pedido algo a cambio, aunque fuera un poco de pan para comer.
El buen hombre recordó que el pez le había dicho que podía concederle sus deseos, y ante las quejas continuas de su mujer, decidió regresar al a orilla.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
La cabecita dorada surgió de las aguas y se quedó mirando al anciano.
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer quiere pan para comer porque hoy no tenemos nada que llevarnos a la boca. ¿Podrías conseguirme un poco?
– ¡Por supuesto! Vuelve con tu esposa y tendrás pan más que suficiente para varios días.
El anciano llegó a su casa y se encontró la cocina llena de crujiente y humeante pan por todas partes. Contra todo pronóstico, su mujer no estaba contenta en absoluto.
– Ya tienes el pan que pediste… ¿Por qué estás tan enfurruñada?
– Sí, pan ya tenemos, pero en esta cabaña no podemos seguir viviendo. Hay goteras por todas partes y el frío se cuela por las rendijas. Dile a ese pez de oro amigo tuyo que nos consiga una casa más decente. ¡Es lo menos que puede hacer por ti ya que le has salvado la vida!
Una vez más, el hombre caminó hasta la orilla del mar.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer está disgustada porque nuestra cabaña se cae a pedazos. Quiere una casa nueva más cómoda y confortable.
– Tranquilo, yo haré que ese deseo se cumpla.
– Muchísimas gracias.
Su mujer estaba peinándose en la habitación principal.
– ¡Imagino que ahora estarás contenta! ¡Esta casa nueva es una monada y más grande que la que teníamos!
– ¿Contenta? ¡Ni de broma! No has sabido aprovecharte de la situación. ¡Ya que pides, pide a lo grande! Vuelve ahora mismo y dile al pez de oro que quiero una casa lujosa y con todas las comodidades que se merece una señora de mi edad.
– Pero…
– ¡Ah, y nada de huertos, que no pienso trabajar en lo que me queda de vida! ¡Dile que prefiero un bonito jardín para dar largos paseos en primavera!
El hombre estaba harto y le parecía absurdo pedir cosas que no necesitaban, pero por no oír los lamentos de su esposa, obedeció y acudió de nuevo a la orilla del mar.
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Siento ser tan pesado, pero mi mujer sueña con una casa y una vida más lujosa.
– Amigo, no te preocupes. Hoy mismo tendrá una gran casa y todo lo que necesite para vivir en ella. ¡Incluso le pondré servicio doméstico para que ni siquiera tenga que cocinar!
– Muchas gracias, amigo pez. Eso más de lo que nunca soñamos.
– Madre mía… ¡Qué barbaridad! Esto es digno de un rey y no de un pobre pescador como yo.
Entró y el interior le pareció fastuoso: muebles de caoba, finísimos jarrones chinos, cortinas de terciopelo, vajillas de plata… ¡Todo era tan deslumbrante que no sabía ni a dónde mirar!
Creía que lo había visto todo cuando su mujer apareció ataviada con un vestido de tul rosa, y enjoyada de arriba abajo. No venía sola sino seguida de tres doncellas y tres lacayos.
– ¡Esto es increíble! ¡Jamás había visto una casa tan grande y tan bonita! ¡Y tú, querida, estás impresionantemente guapa y elegante!… Imagino que ahora sí estarás satisfecha… ¡Hasta tenemos criados!
Con aires de emperatriz, la anciana contestó:
– ¡No, no es suficiente! ¿Todavía no te has dado cuenta de lo importante que sería capturar ese pez y tenerlo siempre a nuestra disposición? Podríamos pedirle lo que nos diera la gana a cualquier hora del día o de la noche. ¡Lo tendríamos todo al alcance de la mano!
¡La ambición de la mujer no tenía límites! Antes de que el pobre pescador dijera algo, sacó a relucir el plan que había maquinado para hacerse con el pececito de oro.
– Atraparlo es difícil, así que lo mejor será ir por las buenas. Ve al mar y dile al pez de oro que quiero ser la reina del mar.
– ¿Tú… reina del mar? ¿Para qué?
– ¡Que no te enteras de nada, zoquete! Todos los seres que viven en el mar han de obedecer a su reina sin rechistar. Yo, como reina, le obligaría a vivir aquí.
– ¡Pero yo no puedo pedirle eso!
– ¡Claro que puedes, así que lárgate a la playa ahora mismo! O consigues el cargo de reina del mar para mí o no vuelves a entrar en esta casa. ¿Te queda claro?
– ¡Pececito de oro, asómate que necesito tu ayuda!
– ¿Qué puedo hacer por ti, amigo?
– Mi mujer insiste en seguir pidiendo ¡Ahora quiere ser la reina del mar para ordenarte que vivas en nuestra casa y trabajes para ella!
El pez se quedó en silencio. ¡Esa mujer había llegado demasiado lejos! No sólo estaba abusando de él sino que encima lo tomaba por tonto. Miró con pena al anciano y de un salto se sumergió en las profundidades del mar.
– Pececito de oro, quiero hablar contigo. ¡Sal a la superficie, por favor!
Desgraciadamente el pez había perdido la paciencia y no volvió a asomarse.
El hombre regresó a su casa y se quedó hundido cuando vio que todo se había esfumado. Ya no había fuentes, ni jardines, ni palacete ni sirvientes. Frente a él volvía a estar la pobre y solitaria cabaña de madera en la que siempre habían vivido. Tampoco su mujer era ya una refinada dama envuelta en tules, sino la esposa de un humilde pescador, vestida con una falda hecha de retales y zapatillas de cuerda.
¡Adiós al sueño de tenerlo todo! Muy a su pesar los dos tuvieron que continuar con su vida de trabajo y sin ningún tipo de lujos. Nunca volvieron a saber nada de aquel pececito agradecido y generoso que les había dado tanto. La ambición sin límites tuvo su castigo.
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