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El violín de Rothschild - Anton Chejov

 

La ciudad era insignificante, peor que una aldea, y estaba habitada únicamente por viejos que morían de forma tan infrecuente que resultaba descorazonador. En el hospital y en la prisión también encargaban muy pocos ataúdes. En pocas palabras, el negocio iba muy mal. Si Yákov Ivánov hubiera sido el dueño de la funeraria en una capital de distrito, entonces con toda probabilidad habría tenido su propia casa y la gente le habría llamado Yákov Matvéich; pero aquí, en este lugar dejado de la mano de Dios era conocido como Yákov, por alguna razón su mote era Bronce, y vivía en la pobreza como un campesino en una pequeña y vieja cabaña con una única habitación, en la que se hacinaban él, Marfa, el horno, una cama doble, los ataúdes, su banco de carpintero y todas sus posesiones.

Yákov hacía ataúdes simples y de buena calidad. Para campesinos y aldeanos los hacía de su propia estatura, y nunca se equivocaba, puesto que era más alto y fornido que cualquiera, incluso los prisioneros, y eso que ya había cumplido setenta años. Para los caballeros y las mujeres los hacía a medida, y poseía un patrón de hierro que utilizaba para este propósito. Aceptaba encargos para ataúdes infantiles a regañadientes, realizándolos sin tomar medidas y con cierta indiferencia, y cuando se le pagaba decía siempre:

—Mira, estas naderías no son de mi gusto.

Aparte de su taller obtenía algún dinero extra tocando el violín. En las bodas solía tocar en una pequeña orquesta judía que dirigía el latonero Moisés Ilich Shajkes, quien se guardaba para él más de la mitad de los ingresos. Puesto que Yákov era muy bueno tocando el violín, en particular melodías rusas, Shajkes solía invitarlo de vez en cuando a unirse a la orquesta por cincuenta kopeks diarios, sin incluir las propinas que dieran los invitados. Cuando Bronce se sentaba con la orquesta, de inmediato empezaba a sudar y su rostro se enrojecía; hacía calor, olía tanto a ajo que no se podía respirar, su violín chirriaba, el bajo croaba en su oreja derecha, y la flauta se lamentaba en su oreja izquierda, tocada por un judío delgado de pelo rojizo con un entramado de venas azules y rojas sobre la cara, que tenía el mismo apellido que el famoso millonario Rothschild. Y este judío maldito era capaz de insuflar incluso las melodías más alegres con un deje melancólico. Sin ninguna razón aparente, Yákov poco a poco desarrolló un profundo odio y desprecio por los judíos, y en particular por Rothschild; comenzó a meterse con él y a insultarlo. En una ocasión incluso quiso pegarle y Rothschild, ofendido, le soltó enojado, en su peculiar manera de expresarse:

—Si yo no respetara tu talento, entonces hace mucho que habrías salido volando por mi ventana.

Después rompió a llorar. Por esta razón Bronce no solía ser invitado a la orquesta, solo lo llamaban cuando no había más remedio porque alguno de los judíos no estaba disponible. Yákov nunca estaba de buen humor porque siempre tenía que enfrentarse a terribles pérdidas. Por ejemplo, los domingos y las fiestas era pecado trabajar, y los lunes eran días de mal augurio, de manera que en todo el año se contaban unos doscientos días en los cuales a la fuerza tenía que quedarse de brazos cruzados sin hacer nada. ¡Y eso provocaba graves pérdidas! Si alguien en la ciudad se casaba sin música, o si Shajkes no invitaba a Yákov, eso también constituía una pérdida. El superintendente de policía llevaba enfermo dos años y se moría, y Yákov había esperado con impaciencia su muerte; pero el superintendente se había marchado a la capital para mejorarse, de manera que a todos los efectos se había marchado para morir allí. Ahí tenía una pérdida más, de al menos diez rublos, porque habría tenido que fabricar un ataúd caro con forro interior. Estos pensamientos sobre las descomunales cantidades que Yákov perdía un día y otro le acosaban en particular por la noche. Se acostaba con el violín cerca y, cuando alguna de estas naderías se colaba en su entendimiento, rozaba las cuerdas y el violín emitía un ruido en mitad de la oscuridad, que de inmediato le hacía sentirse mucho mejor.

El seis de mayo del año anterior Marfa había enfermado de repente. La anciana respiraba con dificultad, bebía grandes cantidades de agua y parecía incapaz de mantenerse erguida, pero aun así todas las mañanas encendía el horno e incluso salía a buscar el agua. Sin embargo, en cuanto caía la tarde ya estaba metida en la cama. Yákov se pasaba todo el día tocando el violín; cuando ya era muy tarde sacaba el pequeño libro en el que anotaba sus pérdidas de cada jornada, y por puro aburrimiento comenzaba a sumar el total anual. Ascendía a más de mil rublos. Esto lo enojaba tantísimo que tiraba su ábaco al suelo y le daba una patada. Después recogía el ábaco y contaba durante un largo rato, dando profundos suspiros agónicos. Su cara estaba púrpura y mojada de sudor. Pensaba en cómo si hubiera puesto esos mil rublos perdidos en el banco, los intereses habrían ascendido por lo menos a cuarenta rublos anuales. Lo que significaba que aquellos cuarenta rublos constituían otra pérdida. En una palabra, mirara donde mirara, todo eran pérdidas y nada más.

—¡Yákov! —llegó la vocecilla de Marfa de repente—. ¡Me muero!

Yákov fue a ver a su esposa. Tenía la cara enrojecida por la fiebre, una cara inusualmente dichosa y calmada. Bronce, que estaba acostumbrado a ver siempre su rostro pálido, apocado e infeliz, se sintió confundido. Le pareció que en efecto se moría y que se sentía dichosa porque al fin iba a abandonar la cabaña, los ataúdes, a Yákov, para siempre… La vio mirar hacia el techo y mover sus labios sonriente, como si pudiera ver a su salvadora, la muerte, y estuviera susurrándole alguna cosa.

Amanecía, y los rayos matutinos se intuían a través de la ventana. Mientras contemplaba a la anciana, por alguna razón Yákov tuvo la impresión de no haberle hecho una caricia en toda su vida, de que nunca había sido amable con ella, nunca había pensado que debiera comprarle un pañuelo o traerle algún dulce de alguna boda; en su lugar se había pasado los días con ella lanzando gritos, quejándose sobre sus pérdidas y amenazándola con los puños. Aunque era cierto que nunca la había golpeado sí que la había mantenido acongojada, y la mujer siempre había sido esclava de su miedo por él. No le había permitido tomar té, puesto que ya tenían demasiados gastos sin contar además con aquel lujo, y la mujer se había limitado a beber agua caliente. Y él entendió de pronto por qué tenía una expresión tan extrañamente alegre, y sintió miedo. Esperó hasta la mañana para pedir prestado el caballo de un vecino y llevar a Marfa al hospital. No había muchos pacientes, de manera que no tuvo que esperar demasiado, solo unas tres horas. Para su gran satisfacción, el médico no estaba pasando consulta ese día, puesto que él mismo se encontraba enfermo, y en su lugar los recibió el practicante Maksim Nikoláich, un anciano sobre quien todos en la aldea decían que sabía más que el médico, aunque fuera un borracho y se pasara la vida metiéndose en peleas.

—Le deseo buena salud —dijo Yákov, conduciendo a la anciana dentro de la consulta—. Siento mucho molestarle, Maksim Nikoláich, con nuestros insignificantes problemas. Pero como verá mi esposa ha caído enferma. La compañera de mi vida, como dicen, disculpe la expresión…

Con sus cejas grises fruncidas, y acariciando sus patillas, el practicante comenzó a examinar a la anciana, y ella se quedó sentada sobre un banco echada hacia delante y, de perfil, famélica, con su nariz afilada y la boca abierta, le recordó a Yákov a un pájaro a punto de beber.

—Mmm, sí… Así que… —dijo el practicante despacio y suspirando—. Es la gripe, y puede que algo de fiebre. Hay tifus en la ciudad ahora mismo. En fin… ¿Y qué? Ha tenido, una vida larga, el Señor sea alabado… ¿Cuántos años tiene?

—Un año y tendrá setenta, Maksim Nikoláich.

—¿Lo ve? Una anciana. Es hora de que alcance la gloria.

—Sí, por supuesto, tiene razón en lo que dice, Maksim Nikoláich —dijo Yákov, sonriendo con educación—, y le damos las gracias por sus atenciones. Pero si disculpa la expresión, todo insecto quiere vivir.

—¿No me diga? —dijo el practicante, con una voz que sugería que estaba en sus manos si la anciana vivía o moría—. Bueno, amigo mío. Ponga una compresa fría sobre su frente y aplique estos polvos dos veces al día. Y ahora adiós, bonjour.

Por la expresión en su cara Yákov entendió que se trataba de un mal asunto, y que ningún polvo ayudaría; ahora estaba claro que Marfa moriría muy pronto, si no aquel mismo día, entonces al siguiente. Yákov dio un codazo al practicante, le guiñó un ojo, y dijo en voz baja:

—Bueno, Maksim Nikoláich, ¿y unas ventosas?

—No hay tiempo, no hay tiempo, mi querido amigo. Llévate a la buena mujer y marchad con el Señor. Adiós.

—Tenga piedad —suplicó Yákov—. Incluso yo sé que si le doliera el estómago o alguna cosa en su interior, entonces serían polvos y gotas, pero lo que tiene es un enfriamiento. Y lo primero que hay que hacer con un enfriamiento es sangrarla, Maksim Nikoláich.

Pero el practicante ya había llamado al siguiente paciente, y una mujer entró en la consulta acompañada por un niño.

—Vamos, márchese —le espetó a Yákov apretando el entrecejo—. Deje de molestar.

—¡Entonces por lo menos póngale unas sanguijuelas! ¡Estará para siempre en mis oraciones!

El practicante perdió los nervios y gritó:

—¡Una sola palabra más…! ¡Tarugo!

Yákov también perdió los nervios y se puso de color violeta, pero no dijo ni una palabra. Agarró a Marfa del brazo y la condujo fuera de la consulta. Solo cuando ya estaban sentados en el carro volvió una mirada irónica y enojada hacia el hospital y dijo:

—¡Pues ahí te quedas, artista! ¡Habrías puesto ventosas en un rico, pero a un pobre le racaneas una mera sanguijuela! ¡Malnacidos!

Cuando llegaron Marfa entró en la cabaña y se quedó unos diez minutos agarrada al homo. Pensaba que se si se echaba en la cama, Yákov le hablaría sobre sus pérdidas y se enfadaría con ella porque estuviera tirada sin hacer nada. Yákov la contempló con tristeza y recordó que al día siguiente era Juan Evangelista, y que al siguiente era Nicolás el hacedor de milagros, y después era domingo, y después era lunes, el día de mal augurio. Cuatro días en los que no podría trabajar. Y era más que probable que Marfa muriera durante alguno de aquellos días, lo que significaba que debía fabricar el ataúd aquella misma jornada. Agarró su hierro, se acercó a la anciana y tomó las medidas. Después ella se echó en la cama; Yákov se santiguó y comenzó su labor.

Una vez que hubo concluido su tarea, Bronce se puso las gafas y escribió en su libro: A Marfa Ivánovna, un ataúd, dos rublos y cuarenta kopeks.

Suspiró. La anciana había estado echada todo aquel tiempo en silencio con los ojos cerrados. Pero aquella noche cuando oscureció volvió a llamar a su marido.

—¿Te acuerdas, Yákov? —preguntó, mirándolo con dicha—. ¿Te acuerdas que el Señor nos bendijo hace cincuenta años con una niñita con rizos dorados? Nos sentábamos a la orilla del río debajo del sauce y cantábamos canciones… —y riéndose con amargura añadió—: Se murió.

Yákov revolvió en su memoria, pero no podía recordar ninguna niña ni ningún sauce.

—Estás imaginándote cosas.

El padre vino, le dio la comunión y los últimos ritos. Después Marfa comenzó a murmurar algo incomprensible, y hacia el amanecer falleció.

Ancianas vecinas la lavaron, la vistieron y la pusieron en el ataúd. Para no perder dinero en el sacristán, Yákov leyó el salmo él mismo, y no tuvo que pagar nada por la tumba ya que el guarda del cementerio era su compadre. Tres campesinos cargaron el ataúd hasta el cementerio, pero no lo hicieron por dinero, sino únicamente por respeto a la mujer. Las ancianas y los mendigos y dos idiotas constituían la procesión, y cuando la gente los veía pasar se santiguaba… Y Yákov estaba muy contento de que todo fuera tan correcto y por tan poco dinero, y que no ofendiera a nadie. Mientras se despedía de Marfa por última vez acarició el ataúd y pensó: «¡Un trabajo bien hecho!».

Pero cuando estaba regresando del cementerio se sintió sobrecogido por una inesperada tristeza. Comenzó a sentirse mal: su respiración era ardiente y pesada, sus piernas débiles, tenía sed. Y pensamientos no cesaban de entrar en su cabeza. Recordó de nuevo cómo nunca había acariciado a Marfa, cómo nunca había sido amable con ella en toda su vida juntos. Los cincuenta y dos años en los que habían vivido en la misma cabaña eran un tiempo tan largo; y sin embargo de alguna forma habían transcurrido, y en todos aquellos años no le había dedicado ni un pensamiento a su esposa, nunca le había prestado la más mínima atención, lo mismo que si ella hubiera sido un gato o un perro. Y aun así, ella había encendido el homo cada día, había cocinado y había horneado, había salido a por el agua, había cortado la madera, había dormido con él en la misma cama; y cuando él regresaba borracho de alguna boda, ella con reverencia colgaba su violín de la pared; y todo lo había hecho en silencio, con una expresión preocupada y apocada.

Rothschild vino a ver a Yákov, sonriendo y haciendo reverencias.

—A usted es a quien busco, señor mío —dijo con animación—. Moisés Ilich envía sus saludos, y le pide que venga a verle enseguida.

Yákov no quería. Quería llorar.

—Déjame en paz —dijo, y continuó su camino.

—¿Y qué es lo que ocurre? —preguntó Rothschild preocupado, comiendo detrás de él—. Moisés Ilich se ofenderá. ¡Ha dicho que venga enseguida!

Yákov encontró ofensivo que aquel judío que respiraba con dificultad y tenía tantas pecas le estuviera guiñando un ojo… Le repugnaba su levita, verde como una rana y cubierta de manchas oscuras, y su figura, famélica y desvalida.

—¿Por qué me molestas, diente de ajo? —le gritó Yákov—. ¡No te acerques a mí!

El judío se enfadó y gritó a su vez:

—Pero tú, por favor, guardarás silencio, o bien serás lanzado sobre esta verja.

—¡Fuera de mi vista! —gruñó Yákov, y se abalanzó sobre él con los puños cerrados—. No puedo aguantar a estos sarnosos.

Rothschild, helado de miedo, se llevó las manos a la cabeza, como si tratara de protegerse de golpes, para de inmediato ponerse de pie de un salto y salir corriendo tan rápido como pudo. Iba cojeando, gesticulando con las manos, y su espalda alargada y estrecha se estremecía y temblaba. Los niños estaban encantados con lo que había ocurrido, y corrían detrás de él gritando: «judío, judío». Los perros también lo perseguían. Alguien se reía a carcajada limpia y después lanzó un silbido, y los perros ladraron con más fuerza todos a una… Es evidente que un perro debió de morderle en aquel instante, puesto que se escuchó un grito desesperado de agonía.

Yákov anduvo por el ejido hasta que hubo alcanzado los límites de la ciudad, y siguió caminando por ellos sin saber hacia dónde iba. Un grupo de niños iba gritando a su paso: «aquí viene Bronce, aquí viene Bronce». Entonces se topó con el río. Allí, los patos graznaban y los chorlitos silbaban. El sol brillaba con fuerza, y el río relucía tanto que los ojos dolían. Yákov caminó por el parque cercano, y vio una mujer gorda con las mejillas rojas, saliendo de una caseta de baño, y pensó para sí: «¡Qué momia!». No muy lejos de la caseta de baño los niños estaban usando carne para pescar cangrejos; cuando lo vieron comenzaron a gritarle groseramente: «¡Bronce, Bronce!». Entonces se encontró con el viejo sauce moribundo, con el enorme agujero en su tronco y conquistado por nidos de cuervos. Y de pronto, como si estuviera viva aún, la niñita con los rizos dorados apareció en la memoria de Yákov, y el sauce del que Marfa había hablado. Sí, era el mismo sauce, verde, silencioso, triste… ¡Qué viejo se había puesto el pobre!

Se sentó debajo y comenzó a recordar. En la orilla opuesta, donde ahora había una vega, había existido un inmenso bosque de abedules, y hacia allí, en aquella colina desnuda que se veía en el horizonte, un pinar centenario. Barcas habían surcado el río. Pero ahora todo estaba pelado, y en la orilla opuesta quedaba un único abedul, joven y bien formado como una dama, y en el río solo la sombra de los patos y de los gansos, y nada que sugiriera que las barcas habían navegado nunca en aquella parte del mundo. Le pareció que, en comparación con el pasado, incluso había menos gansos ahora. Yákov cerró los ojos, y en su imaginación enormes bandadas de gansos salvajes volaban al encuentro los unos de los otros.

Se preguntó cómo podría ser que durante los últimos cuarenta o cincuenta años de su vida no hubiera visitado el río ni una sola vez, o que si lo había hecho no le hubiera prestado ninguna atención. Porque se trataba de un auténtico río, no de una tontería; se podía pescar en él, y vender lo que se obtuviera a los comerciantes, o a los oficinistas, o al bufé de la estación, y poner el dinero en el banco. Podrías ir con una barca de una finca a otra y tocar el violín, y toda clase de gente te daría dinero por ello; podrías tratar de reiniciar el negocio de las barcas otra vez: eso sería mejor que fabricar ataúdes; podrías criar gansos, matarlos y enviarlos a Moscú en invierno; solo por las plumas se sacarían diez rublos. Sin embargo, él se había sentado a bostezar, en lugar de hacer nada de esto. ¡Qué pérdidas! ¡Oh, Señor, qué pérdidas! Y si se ponía todo junto, coger peces, tocar el violín, llevar barcas, matar gansos, ¡cuánto capital habría amasado! Pero nada de esto había ocurrido, ni siquiera en un sueño. La vida había transcurrido, inútil y sin la más mínima dicha; y había pasado en vano, con nada en absoluto que mereciera la pena recordar. Frente a él no quedaba nada, y mirando hacia atrás no había ninguna cosa digna de mencionarse además de las pérdidas, y éstas eran tan terribles que lo hacían estremecerse. ¿Y por qué no podía vivir un hombre sin tantas pérdidas y desperdicios? ¿Y por qué habían talado el bosque de abedules y el pinar? ¿Por qué la tierra comunitaria se había echado a perder? ¿Por qué la gente siempre hace lo peor? ¿Por qué Yákov se había pasado toda la vida amenazando, gritando, enseñándole los puños y maltratando a su esposa? ¿Y por qué hacía solo un rato había asustado y ofendido al judío? ¿Por qué las personas interfieren los unos en las vidas de los otros? ¡Es una pérdida tan grave, tan terriblemente grave! Si no existiera el odio ni la maldad, las personas podrían obtener un enorme beneficio las unas de las otras.

Aquella tarde, y durante toda la noche, continuó viendo a la niña, el sauce, los peces, algunos gansos muertos, y a Marfa, con su perfil como un pájaro a punto de beber. Y el rostro pálido y desencajado de Rothschild, y algunas otras caras que provenían de todas partes, y murmuraban sobre pérdidas. Se giró de un lado a otro, y se levantó unas cinco veces a tocar el violín.

Por la mañana tras un enorme esfuerzo se levantó y fue al hospital. El mismo Maksim Nikoláich le dijo que se pusiera una compresa fría en la sien y le entregó unos polvos, y por su expresión y su tono Yákov comprendió que las cosas estaban mal, y que ningún polvo le ayudaría. Más tarde, mientras se dirigía a su casa, consideró que la muerte no sería nada más que una ventaja para él: no tendría que comer, que beber, que pagar impuestos, que ofender a nadie, y puesto que un hombre está echado en su tumba no solo durante un año, sino durante cientos y miles de años, si lo añadía todo las ganancias serían inmensas. La vida del hombre es una pérdida, y su muerte un beneficio. Por supuesto que este argumento era correcto, pero aun así no dejaba de ser amargo y desagradable: ¿por qué es necesario que exista tal orden en el mundo, que insiste en que la vida, que solo se le entrega una vez a un ser humano, transcurra sin el más mínimo beneficio?

No le importaba morir, pero tan pronto como llegó a su casa vio el violín, y su corazón se sobresaltó, latió fuerte y se sintió triste. No podía enterrarse con el violín, y ahora lo dejaría huérfano, y le ocurriría lo mismo que había ocurrido a los abedules y al pinar. ¡Todo en este mundo había fracasado, y siempre fracasaría! Yákov salió de la cabaña y se sentó en el umbral de entrada, apretando el violín contra su pecho. Al pensar en su vida desperdiciada y fracasada comenzó a tocar, él mismo no sabía el qué, pero resultó una melodía conmovedora y patética, y lágrimas le rodaron por las mejillas. Y cuanto más se abandonaba a la melodía más triste resultaba.

El pestillo chirrió un par de veces, y Rothschild apareció en la verja del jardín. Cruzó con decisión medio patio, pero cuando vio a Yákov se paró en seco, se encogió de miedo, y comenzó a hacer signos con sus dedos, como si estuviera tratando de indicar la hora que era.

—No te preocupes —dijo Yákov con ternura, y le instó a que se acercase—. ¡Acércate!

Con la mirada dubitativa y desconfiada, Rothschild comenzó a aproximarse y se detuvo a un sazhen de distancia.

—Te lo ruego, no me pegues —dijo, y se sentó—. Moisés Ilich vuelve a enviarme. No temas, me ha dicho, vuelve a Yákov y dile que no podemos hacer nada sin él. Hay una boda el miércoles… ¡Así es! El señor Shapoválov casa a su hija con un buen hombre. Y será una boda por todo lo alto —añadió el judío, cerrando un ojo.

—No puedo —dijo Yákov respirando con dificultad—. Estoy enfermo, hermano, —y volvió a tocar, y las lágrimas caían desde sus ojos al violín. Rothschild se limitó a escuchar, de pie y con los brazos cruzados. Poco a poco, la expresión de duda y pavor se fue transformando en una de pesadumbre, sus ojos parecieron volverse hacia arriba como si experimentase un éxtasis doloroso, y dijo: «¡Ah!». Y las lágrimas cayeron hasta mojar su levita verde.

Yákov se pasó todo el día tumbado en la cama lleno de congoja. Cuando por la noche el padre, tras escuchar su confesión, le preguntó si recordaba algún pecado concreto, él, forzando su memoria débil, volvió a ver el rostro desdichado de Marfa, y a escuchar el grito desesperado del judío cuando el perro le había mordido.

—Dale mi violín a Rothschild —murmuró de forma apenas audible.

—Muy bien —dijo el sacerdote.

Ahora todos en la ciudad se preguntan: ¿dónde ha conseguido Rothschild un violín como ése? ¿Lo ha comprado, o lo ha robado, o tal vez alguien se lo ha dejado tras tomar prestado su dinero? Hace tiempo que ha abandonado la flauta y ahora siempre toca el violín. Son las mismas tristes melodías que solían salir de su flauta las que ahora describe el arco, pero cuando trata de reproducir lo que Yákov tocó sentado en la entrada de su casa, surge una canción lúgubre y afligida, y todos los que la escuchan lloran, y él mismo al final de la melodía entorna sus ojos y dice: «¡Ah!». Y esta nueva melodía gusta tanto en la ciudad que los comerciantes y los funcionarios siempre están invitando a Rothschild a sus casas, y pidiéndole que la toque una decena de veces.

*FIN*


“Скрипка Ротшильда”,
Noticias de Rusia, 1894

 

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Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela, además era un marinero de primera clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco. San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas ta

LOS INCAS AJEDRECISTAS - RICARDO PALMA

  I   Atahualpa   Al doctor Evaristo P. Duclos , insigne ajedrecista   Los moros, que durante siete siglos dominaron España, introdujeron en el pais conquistado la aficion al juego de ajedrez.Terminada la expulsión de los invasores por la catolica reina Isabel, era de presumirse que con ellos desparecerían todos sus habitos y distracciones ;pero lejos de eso, entre los heroicos capitanes que en Granada aniquilaron el ultimo baluarte del islamismo, había echado hondas raíces el gusto po el tablero de las sesenta y cuatro casillas o escaques , como en heráldica se llaman. Pronto dejo de ser el ajedrez el juego favorito y exclusivo de los hombres de guerra, pues cundió entre las gentes de la Iglesia, abades, obispos, cónicos y frailes de campanillas. Así, cuando el descubrimiento y la conquista de América fueron realidad gloriosa para España, llego a ser como patente o pasaporte de cultura social para todo el que al Nuevo Mundo venia investido de cargo de importancia el verl