Otro día hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, y contábale algo que le había ocurrido de esta manera: —Patronio, vino un hombre a rogarme que le ayudara en un asunto, y prometióme que haría por mí todo lo que fuese para mi provecho y mi honra. Y yo comencé a ayudarlo cuanto pude en aquel asunto. Y antes de que aquel negocio hubiese realmente acabado, creyendo él que estaba resuelto, llegó un momento en que correspondía que él hiciese algo por mí y le rogué que lo hiciese, y se excusó. Y después se presentó otra cosa que podía hacer por mí, y de nuevo se excusó; y así hizo en todo lo que le rogué que hiciese por mí. Y aquel asunto para el cual él me pidió ayuda no está aún resuelto, ni se resolverá mientras yo no lo quisiere. Y por la confianza que tengo en vos y en vuestro entendimiento, ruégoos que me aconsejéis lo que haga en esto. —Señor conde —dijo Patronio—, para que hagáis en esto lo que debéis, mucho querría que supieses lo que aconteció a un deán de Santiago